Gran coincidencia para los que moderamos tertulias y/o participamos en ellas: el principio del fin de la Ley Mordaza y el garbeo por nuestra tierra del cada vez más célebre bus naranja. Sin necesidad de aplicar la vetusta moviola de Ortiz de Mendívil, se veía al personal incurrir en un fuera de juego clamoroso tras otro. La filípica que se acababa de soltar sobre este asunto quedaba desmontada al abordar aquel y viceversa. Y daba lo mismo con qué camiseta se saliera al césped opinativo, convertido inmediatamente en patatal propicio para buscar el tobillo del rival.
La contradicción se hacía presente igual con los retrógrados desorejados que con los progres más vanguarderos. Los primeros empezaban diciendo que oiga usted, hágame el favor, es muy necesaria una ley que prohíba comportamientos que no son de recibo en una sociedad civilizada. Añadían que solo quien no esté dispuesto a conducirse de acuerdo a unos mínimos parámetros de convivencia podían temer una normativa que regulase algo tan básico. En el cambio de tercio, sin embargo, proclamaban el valor sagrado de la libertad de expresión para, en este caso, ir por ahí soltando memeces sobre penes y vulvas.
Los de la contraparte obraban exactamente al revés. De saque, prohibido prohibir, hasta dónde vamos a llegar, quién es el Gobierno (y más, este gobierno maxifacha) para poner límites a la higiénica y necesaria protesta ciudadana. Entonces, ¿lo del autobús de los integristas? ¡Ah, no! ¡Por ahí sí que no! Eso es difundir odio gratuitamente y hay que impedirlo sin contemplaciones. ¿Que quién lo decide? ¡Ja! ¡Pues nosotros, que (siempre) tenemos razón!