Trapero, héroe caído

Estuve en Barcelona durante dos de los días que asombraron —o así— al mundo. El 1 de octubre de 2017 asistí al referéndum que se celebró contra la furia de las porras de la Guardia Civil y la Policía Nacional. El 27 del mismo mes, tras la ciaboga meteórica de Puigdemont a cuenta de las 155 monedas de plata de Rufián y los gritos de un puñado de universitarios, presencié la escasamente heroica declaración unilateral de independencia, celebrada por un millar de personas mal contadas en las inmediaciones del Parlament.

Además de la brutalidad sañuda de los piolines el domingo de urnas de plástico y de la falta casi total de épica de la proclamación de la república catalana cuatro semanas después, mi mayor motivo de sorpresa fue la exquisitez en el trato de los soberanistas a los Mossos D’Esquadra. Allá donde se cruzasen, había guiños cómplices, carantoñas, besos al aire y hasta vítores hacia los uniformados locales, que algunos parecían tener como la punta de lanza de las fuerzas armadas de la Catalunya naciente.

Muy poco tenía que ver todo aquel almíbar con las desmedidas actuaciones que yo había visto protagonizar a la policía del terruño. Pero decirlo en voz alta era de mala nota. Por entonces, el cuerpo gozaba de un prestigio indecible entre los partidarios de la secesión, que tenían entre sus grandes personajes de culto al Major Josep Lluis Trapero. Palabra que vi camisetas con su atractivo y aún barbado rostro serigrafiado. Cómo me gustaría saber qué ha sido de esas prendas ahora que el héroe ha devenido en villano y anda por esos juzgados de Dios proclamando que a él el procés le parece una barbaridad.

Sin novedad en Catalunya

Cuatro meses y un día desde la aplicación del 155 en Catalunya. También, ejem, desde la declaración —parece que solo con la puntita, por lo piado en la Audiencia Nacional o el Tribunal Supremo por sus promotores— de la República Catalana. Y claro, desde la convocatoria de unas elecciones cuyos resultados permanecen en barbecho cuando el implacable calendario señala que se celebraron hace ya diez semanas.

El balance de este revolcón de efemérides es nada entre dos platos. Ni cenamos ni se muere padre, como sentencia el hosco dicho castellano. Estridencia arriba, estridencia abajo, estamos donde estábamos en las jornadas de autos, solo que con unas cuantas personas en la cárcel, otras expatriadas y ni se sabe cuántas emplumadas judicialmente. Que vivamos tal anormalidad como si fuera la más absoluta de las normalidades es un preciso y al tiempo tristísimo retrato de la situación.

¿Ven realmente nervioso al Gobierno español? ¿Notaron algún tembleque en el Borbón supuestamente desairado el otro día en la cosa esa tan crematística de los móviles? ¿Perciben en la cacareada Comunidad Internacional la menor intención de cantarle las cuarenta a Mariano Rajoy? Y lo fundamental: ¿Quién sigue tomando hasta la más pequeña decisión ejecutiva en Catalunya?

Saben las respuestas y, si no se engañan, también tienen los elementos de juicio suficientes para sospechar que va a seguir siendo así. Sí, incluso tras el acuerdo, casi parto de los montes, entre las formaciones soberanistas para investir a Jordi Sánchez y dejar en el limbo a Puigdemont. Quienes lo han alcanzado deberían tener claro que tampoco se lo pasarán.