Pues no. Esta vez no ha habido rasgado de vestiduras ni concurso de soflamas incendiarias contra la manga ancha de la Justicia. Será en vano que busquen pronunciamientos de campeones siderales del Yo acuso, ni airadas peticiones de cambio inmediato del Código Penal. Qué va. Únicamente silencio en la grada progresí y algarabía en la de enfrente, la ultramontana, que ha disfrutado sin competencia de una denuncia que debería haber sido compartida por cualquiera con un mínimo sentido de la decencia. Pero es que en este viaje no molaba por quiénes eran el criminal y la víctima. Les cuento, por si no acaban de caer.
Ocurre que la Audiencia de Zaragoza ha absuelto a un fulano llamado Rodrigo Lanza, de oficio sus antisistemeces, del delito de asesinato de un tipo al que pateó hasta la muerte porque le provocó… ¡llevando unos tirantes rojigualdos! Los togados, a medias con un jurado popular, le han hecho precio de amigo y dejan el matarile —por la espalda y a traición— en homicidio imprudente. En román paladino, de 25 años a un máximo de 12, que todo quisque apuesta que será mucho menos.
Es bastante fácil imaginar la explosión de bilis que se hubiera producido de haber estado cambiados los papeles. De hecho, sin llegar a eso, me consta que más de media docena de los lectores de estas líneas las habrán dejado cabreados antes de llegar aquí. No pocos de los que alcancen el punto final verán confirmada su tesis de que soy un fascista que lamenta que le hayan dado su merecido a un individuo que sobraba de la faz de la tierra. Eso, sin contar con los que se encogerán de hombros y concluirán que no les gusta la columna.