11-M, no olvidar

Mi primer recuerdo del 11-M es la voz estupefacta de Xabier Lapitz dando paso a la corresponsal de Radio Euskadi en Madrid, Ainara Torre. De conexión en conexión, aumentaba el número de muertos a un ritmo que escapaba a lo humanamente asimilable. Los detalles caían en tromba y sin filtrar. Tantas explosiones en tantos trenes en tantos lugares. De fondo, un aullido incesante de sirenas, que aun a quinientos kilómetros y pese a llegar por vía telefónica, no le dejaban a uno pensar con la mínima claridad. Siento no ser uno de esos sabios retrospectivos que juran —o sea, perjuran— que desde el minuto cero albergaban la certeza de que aquello no había sido obra de ETA. Prefiero no preguntarme sobre el alivio que produjo la constatación de que la autoría apuntaba hacia otro lado.

Claro que es bastante peor la miseria moral de los que se empeñaron en que sí contra toda evidencia y buscando un provecho nausebundo. Y no lo hicieron durante un día, una semana o un mes. Todavía entre el diluvio de material conmemorativo que nos ha caído coincidiendo con el aniversario, buena parte de las versiones se refocilaban, como poco, en la duda. El jefe de los troleros, José María Aznar, sigue alimentándola sin rubor, con la ayuda de su propagandista mayor, Pedrojota, y toda la patulea de canallas que, en su indecencia sin límites, se convirtieron en abogados de los asesinos e insultaron a las víctimas con una saña inaudita.

Bienvenidas las flores, los pebeteros, los minutos de silencio, los montajes de imágenes con músicas emotivas para cerrar el telediario. Nada, sin embargo, como el propósito de no olvidar.

Zzzzz…

Joseba Egibar acusó ayer a la bancada sociopopular del parlamento vasco y a la excrecencia magenta que la redondea de buscar el ruido mediático al llevar a pleno y no a la media luz de La Ponencia la quincallería dialéctica sobre ETA y cuestiones aledañas. Pierda cuidado el portavoz jeltzale si su preocupación son los titulares escandalosos y arrojadizos, pues esos hace tiempo que ya no los mira ni Cristo, se suelten en la tribuna de oradores, en los pasillos o al salir de los reservados íntimos donde los representantes de la soberanía popular se hacen arrumacos. No saben cuánto admiro y a la vez compadezco a los cronistas de la cámara —empezando por mi querida Marta Martín—, condenados a ser heraldos de lo que ya no le importa a (casi) nadie. Es verdad que más cornadas da el paro y que esta profesión de cuentacosas está muy jodida, pero aun así, da coraje asistir al desperdicio de talento y entusiasmo. ¡Lo que daría por entrar a un bar y encontrarme a dos paisanos departiendo sobre lo que le dijo Quiroga al lehendakari o lo que le espetó Arraiz a Ares! Me valdría un batzoki, una herriko o una casa del pueblo, pero me temo que ni en tales lugares se obrará el milagro.

Y sí, puede ser que esta sociedad —ya dije que era osado hablar en nombre de toda ella— peque de una cierta desidia, apatía, abulia o pachorra, pero no me negarán los 75 escañistas de Vitoria-Gasteiz, donde se hace la ley, que tampoco ponen mucho de su parte por animar el cotarro. No me joroben que creen en serio que a estas alturas van a despertar el interés del respetable con una moción sobre la deslegitimación del terrorismo. Oigan, no ofendan, que ese parcial está aprobado hace un buen rato, y si quedan cuatro recalcitrantes en sexta convocatoria, pues se van a ellos y les echan la charla. O los dejan por imposibles, que de todo tiene que haber, y dedican su tiempo a algo más provechoso que dar vueltas en el tiovivo.

La memoria… selectiva

Les propongo una encuesta de urgencia: pregunten a las personas que tengan ahora mismo a su alrededor —y si procede, a sí mismos— si saben qué es el Día de la Memoria y cuándo tiene acomodo en el almanaque oficial. Salvo que estén en el Parlamento vasco, en la sede de un partido o quizá en la sección de Política de un medio de comunicación (solo quizá), lo más probable es que la respuesta mayoritaria sea un soberano encogimiento de hombros. A lo mejor hay quien, tirando por elevación del enunciado, se aproxime a aventurar algo que remotamente tenga que ver con el sentido de la jornada, pero salvo sorpresa mayúscula, el resultado del sondeo será un no sabe / no contesta de dos pares de narices.

Esa es la gran paradoja que, a fuerza de repetirse, deja de serlo: se instituye una fecha para luchar contra la amnesia y se nos olvida qué teníamos que recordar. Y la cosa es que esto viene de anteayer, como quien dice. La primera vez que se conmemoró (y que resultó un fiasco) fue en 2011, cuando Patxi López llevaba la makila con la ayuda del hoy banquero Antonio Basagoiti. En el paritorio original estaba previsto que la criatura tuviera uno de esos nombres alcurnieros de más de una línea: Día de la Memoria de las Víctimas del Terrorismo de ETA. Pero la transversalidad, el disimulo y esos complejos onomásticos tan característicos por aquí arriba fueron tirando de tijera. Primero se eliminó “de ETA”, luego “del terrorismo” y, finalmente, “de las víctimas”. No me cuesta trabajo imaginarme a algún sabio salomónico diciendo: “Bah, lo dejamos en Día de la Memoria y que cada cual lo entienda como quiera”.

Ese libre albedrío interpretativo ha dado como fruto en los dos últimos años un salpicón de homenajes donde cada pebetero significaba cosas diferentes, incluyendo nada. Y este domingo, que se reedita el ceremonial, habrá de nuevo una retahíla de actos a los que acudir… o no. Triste panorama.

Sin vuelta atrás (II)

Lo de tantas veces: se acaban los caracteres y parte de lo que se quería decir emigra al limbo. En ocasiones, lo más importante. No sin razón, varios lectores dieron con uno de los puntos flacos de mi columna de ayer y como hay confianza, me lo hicieron saber con esa amabilidad crítica que nunca agradeceré lo suficiente. Quedaba claro desde la obviedad del título que doy por hecho que el camino emprendido por ETA es irreversible. Sin otros argumentos que los pobremente expuestos, el pronóstico parecía más una corazonada que una idea basada en hechos firmemente cimentados.
Pues la primera en la frente, porque carezco de datos incontrovertibles e inequívocamente fidedignos sobre lo que pueda estar ocurriendo en el núcleo duro de la banda. Es más, ni siquiera sé por aproximación los nombres, los alias ni la adscripción de quienes componen tal entelequia. Pero en eso, me temo que no soy el único que anda pez. Otra cosa es que mole un rato ir de entendido y liarse a llenar páginas o minutos con fantasías que por su propia naturaleza nadie va a salir a desmentir. Cuando tomemos la suficiente distancia y alguien pase seriamente por el cedazo estos años, veremos que la inmensa mayoría de las cosas que nos han contado son ficciones, cuando no puras intoxicaciones.
¿Y sin saber a ciencia cierta cómo respiran los que en última instancia han de tomar la decisión se puede aventurar que no hay marcha atrás? Estoy firmemente convencido de ello porque esa decisión será, en todo caso, la suya, y se quedará en menudencia anecdótica al lado de la importante, que es la que ha tomado por aplastante mayoría la sociedad vasca. Esa es la que es irreversible e incontestable y, lo fundamental, la que ha marcado y va a seguir marcando el curso de los acontecimientos. Le pese a quien le pese y le duela a quien le duela, hemos cambiado de página y no tenemos la menor intención de regresar a la anterior.

Savater y la (in)dignidad

Hemos visto los suficientes thrillers yankis para saber, sin habernos matriculado en criminología, que a buena parte de los asesinos múltiples les pierde el narcisismo. A Fernando Savater le pasa lo mismo. No contento con el daño de sus fechorías dialécticas, ha sentido la onanista necesidad de explicar que tras ellas no había el menor aliento ético sino más bien una pulsión ególatra veinte pueblos más allá de lo enfermizo. “No estoy enojado con el terrorismo; al contrario, me he divertido mucho gracias a él”, se ha jactado entre repulsivas carcajadas el plusmarquista galáctico de la inmoralidad. Y aun ha añadido que aunque le da penilla que ETA se haya llevado por delante a unos cuantos de sus amigos, no hay mal que por bien no venga, porque eso le ha regalado a él quince o veinte años de juventud que, sin matarile de por medio, habría dedicado “a mis libritos o a ser académico, como tantos otros”.

Mercado del dolor

La confesión es tan repugnante que hace inútil cualquier esfuerzo por calificarla. Ni echando mano de todos los adjetivos del diccionario se puede llegar a empatar con el autorretrato vomitivo que componen sus palabras y sus miserables risas al pronunciarlas. Desisto, pues, de esa vía y, superando las náuseas -parece mentira, pero uno no acaba de acostumbrarse-, señalo la enseñanza de este acto de exhibicionismo impúdico: mientras sembraba muerte, dolor y destrucción, ETA ha sido un gran chollo para decenas de individuos sin escrúpulos que se han hecho un nombre y un capitalito chapoteando entre la sangre, y mejor todavía, si era la de sus próximos, que cotizaba más en el macabro mercado del victimismo.

En el colmo de la perversión, esta patulea de sacamantecas nos han cantado las mañanas y nos han mentado a las madres en nombre de una dignidad y una justicia que no distinguirían de una onza de chocolate. Se han multiplicado en asociaciones, foros, fundaciones, clubs y cofradías con estricta reserva del derecho de admisión y atribución de la verdad en régimen de monopolio. Lo gracioso era que luego pleiteaban entre sí y se intercambiaban acusaciones de herejía por un quítame allá esta subvención o por fulanismo puro y duro. Cómo olvidar a Iñaki Ezkerra, desatornillado de la poltrona de uno de esos chiringuitos, clamando que sus conmilitones le habían hecho más daño que ETA. Qué espectáculo ver a Calleja llamando antiterrorista de discoteca a Isabel San Sebastián. Sólo faltaba que alguno presumiera de habérselo pasado teta en estos años de plomo, y lo ha hecho Savater.