La diarrea de Buda

Sábado 23 de febrero de 2019

Dejando aparte la admirable contribución del budismo al logro de la liberación interna del hombre, nunca ha dejado de llamarme la atención el que Gautama viniese a morir de humillante enfermedad: la diarrea.

No es que hubiese sido mejor que fuese crucificado, víctima de la violencia que él rechazó, sino que, al menos, se extinguiese con la noble sencillez del sol que se hunde silenciosamente en el ocaso.

Esperaba de un ser liberado, amo absoluto de su cuerpo, que lo condujese por la brida hasta tenderlo pacíficamente y dejarlo allí, como Sócrates, rodeado de sus discípulos. Pero murió como un niño marginal de Biafra: deshidratado por la tenaz incontinencia intestinal.

Pero no sólo eso, sino que abandonó a su mujer Gopa Yasodhara y a su hijo Rahula y se fue en búsqueda de una verdad que implicaba un gesto de egoísmo: el descuidar el deber inmediato que lo ataba a su familia, por la cual debía velar.

Acción parecida, en otro sentido, llevó a cabo Gandhi: impulsado de pronto por su anhelo de depuración espiritual, se condenó a sí mismo a la abstinencia sexual, obligando a su mujer Kasturbai a vivir al lado de él como una monja. Para justificarse escribió: “Estoy seguro de que si mi amor por ella no hubiera estado teñido en absoluto por el placer, actualmente sería una dama educada; pues entonces podría haber vencido su desa-grado por los estudios”. Pero como vivió hasta los setenta y ocho años, bien pudo haber tenido tiempo para ocuparse, entre ayuno y ayuno, de la cultura de su mujer.

Todo ésto viene al caso porque he podido constatar que los que algunos consideran grandes hombres —y los no tanto—, políticos, creadores o revolucionarios, contraen deberes inmediatos y responsabilidades de primer orden con seres humanos, para luego descuidarlos y hasta sacrificarlos en aras de compromisos superiores, según se lee. Renunciamiento lo llamarían ellos. Egoísmo lo calificaríamos nosotros.

Dicen que la política es complicidad sin amistad. Lo creo viendo a algunos seres humanos que en cuanto se suben a un coche oficial, se olvidan de quien lo hizo posible, no contestan llamadas, miran por encima del hombro y se creen poseedores de la verdad sin darse cuenta de que están de paso, no orinan colonia y pueden acabar como Buda.

Hay además en la mayoría de las entrevistas a ciertos políticos esa muletilla que nos repiten pidiendo conmiseración explicando que dejan la política, diciendo que vuelven para ocuparse de su familia o, en caso contrario, se culpan de no haberse podido ocupar de ella como era su obligación, siendo la mujer y los hijos los paganos de sus aficiones.

Si volvemos los ojos hacia nuestra historia nos encontraremos con mujeres preteridas por estos sabios: el de mujeres que se dejaron arrastrar por el amor y se quemaron en el fuego de la pasión política de sus hombres, sacrificando su derecho legítimo, aunque humilde, a la felicidad doméstica, sin que se hubiese pedido su consentimiento.

Pienso, pues, que todo hombre en el umbral de la acción debería meditar un momento y estar claro en los propósitos de su vida. Si ella lo lleva a la absorción total de sus energías, para la realización de lo que se propone, debe renunciar de antemano a todo lazo afectivo que implique el sacrificio de quien lo acompaña, no por identidad ideológica, sino por amor.

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