Martes 7 de abril de 2020
Se perfectamente quien fue José María Areilza. Lo digo para anticiparme a cualquier crítica en relación a juntar dos personalidades tan distintas como Aguirre y quien fuera el primer alcalde de Bilbao tras la ocupación militar. Con Josu Erkoreka escribí un libro, ”Dos Familias Vascas” y a mí me tocó estudiar a Areilza, un personaje del mundo de Neguri y con un pasado siniestro y a quien conocí, aunque previamente supe de él, no solo por el discurso criminal del Coliseo Albia en 1937, sino lo que me contó D. Manuel de Irujo y que luego se ha hecho viral, como se dice ahora.
Irujo estaba harto de que tanto Areilza como Dionisio Ridruejo, dos ex falangistas, fueran a finales de los sesenta los abanderados de la democracia en España, y, ¿qué hizo cuando le pidió estar con él?. Muy sencillo. Reprodujo el texto de la intervención de Areilza en el Coliseo y luego le recibió tras escribir un artículo con ese impactante y descriptivo título. ”Los conversos a la cola”.
Posteriormente le conocí a Areilza cuando quiso mediar con ETA y tras varias entrevistas con Xabier Arzalluz y Gorka Agirre y, asimismo, cuando quiso desmontar la casa Torre de Zamudio y llevársela a Madrid, cosa que impidió una pareja activa de afiliados al PNV. Posteriormente hablé varias veces con él en distintas reuniones y en una le dije iba a reproducir en un libro su semblanza de Agirre, cosa que agradeció, pero al poco me escribió una carta diciendo si podía cambiar una frase de la parte final del trabajo. Donde ponía que Aguirre se había equivocado quitar esto y poner lo que leerá usted a continuación. Previamente en el centenario de Sabino Arana en 1965 había redactado un folleto sobre Sabino porque él, que era muy listo, captó en su anemómetro que con semejante pasado como el que tenía al servicio del régimen no tenía lugar en la democracia y como buen camaleón hizo todo lo posible para que nos olvidáramos sobre quien había sido.
He elegido estas fotos tan significativas. La del Lehendakari Agirre en Lehendakaritza, con Basaldua y Rezola, una presidencia que estaba en el hotel Carlton, y la otra, la foto de la ignominia que tuve que comprar la de Areilza bajo el balcón del hotel. Caído Bilbao, el trofeo que le supuso a Areilza como alcalde franquista ir al Carlton, previa eliminación del cartelón de Lehendakaritza y sacarse una foto vestido de falangista y levantando el brazo. Ere era Arteilza, pero también lo que escribió sobre José Antonio en su libro, ”Así los he visto”. Es largo pero es bueno. Decía así:
«Me unían con José Antonio de Agirre relaciones de buena vecindad. Vivía yo desde 1932 en un barrio residencial de Getxo, cercano al Abra de Bilbao. José Antonio tenía su domicilio a pocos metros de mi casa y utilizaba el mismo tren suburbano, esperándolo en idéntica estación. Nuestra parroquia común era obligada plataforma de coincidencia dominical. El Párroco, don Ignacio, aunque de filiación carlista, mantenía hacía los feligreses una actitud decidida de neutralidad católica. Eran los años de la República y de la polémica antirreligiosa. José Antonio había pasado de la Alcaldía de su pueblo, para la que fue elegido el 14 de Abril en nutrida votación, a ocupar un escaño en el Congreso como diputado de Bizkaia por el distrito rural. Había sido, además, elegido por Nabarra. Era ya conocido en las Cortes por sus intenciones vasquistas y también por su rotunda postura frente al anticlericalismo del Gobierno, en lo que coincidían sus esfuerzos y discursos con el resto de la llamada minoría vasconabarra en la que se alineaban carlistas y monárquicos nabarros y alabeses. En las fiestas de mayor relieve, como Semana Santa o Corpus, el palio de honor de seis varas era repartido por el párroco con hábil zorrería. José Antonio Agirre y yo llevábamos las varas delanteras; yo a la derecha y él a la izquierda. Decían las malas lenguas que las otras cuatro iban a parar a un consejero de cada uno de los Bancos locales entonces en abierta rivalidad y a dos feligreses de la zona campesina, uno carlista y otro nacionalista, dando así un perfecto equilibrio al que llamaban palio de la coalición. Después de la ceremonia solíamos reunimos un rato en la sacristía y entre bromas y veras anudamos él y yo una normal y civilizada relación de amistad a pesar de nuestras bien distintas actitudes políticas.
Eran los tiempos en que Vizcaya se había incubado, lentamente, la atroz tragedia que estallaría después. Todavía la convivencia humana predominaba sobre la pasión política. Aún los valores de la formación religiosa indiscutida de un gran sector de la opinión pública del País, la del nacionalismo vasco, lo definían como un movimiento de la derecha católica, de inspiración democrática, con fuerte y acusado sentido de avance social. En el derrumbamiento del 31, el nacionalismo salió reforzado con numerosos avances electorales en los municipios de la provincia. José Antonio pensó en aprovechar aquél triunfo para arrastrar a los demás sectores de la derecha burguesa asustada y desalentada, al reconocimiento de una plataforma común en la que junto con la confesionalidad católica y la defensa del orden social se reivindicara un estatuto de autonomía para la región vasco-nabarra. Tomó Agirre la iniciativa del proceso, junto con otros tres alcaldes de elección popular en Estella, en cuya plaza de toros tuvo lugar la proclamación del proyecto que se denominó más tarde con ese nombre. Carlistas y Monárquicos fueron en conjunción estrecha con los nacionalistas a ese combate en que se buscaban también objetivos diferentes. Los unos trataban de encontrar aliados para acabar con la República; los otros, de poner un valladar a la marea antirreligiosa; los de más allá, de sumar adictos al propósito de la autonomía regional.
Es difícil de explicar ese clima a los que no lo hayan vivido» Yo fui testigo del acto de Estella, pintoresco, popular, ferviente, con sus desfiles municipales por el ruedo en un abigarrado y contradictorio folklore en que se exhibieron banderas de toda clase, menos de la República, y en la que Agirre y seis oradores más hablaron en términos, a veces tan distintos y hasta contrapuestos, que no se definía bien cuál era el denominador común. En aquellos mismos días hubo otro acto, en Gernika, multitudinario. Agirre habló sobre autonomía y estatuto en su estilo peculiar, premioso y fogoso a un tiempo. Luego hablaron un carlista y un integrista; notable personaje de larga proyección ulterior el primero; canónigo de futura promoción episcopal el segundo. El tradicionalista, llevado a su pasión en la defensa del orden religioso amenazado, habló literalmente de «cortar las amarras» con el resto de España, si la península se empeñaba, mayoritariamente, en darse una República laica, anticlerical y atea. Y de hacer en el rincón pirenaico euskeldun, una tierra católica, derechista, con un concordato particular negociado con Roma. Todo ello entre el delirante entusiasmo de la multitud. El canónigo, castelarino en su estilo, tampoco se paró en barras. Calificó con el mejor repertorio de la zoología peyorativa a los que «al otro lado del Ebro» representaban una raza liberal y maldita y querían imponer al País Vasco una normativa jurídica contraria al catolicismo integral. Oyendo aquel torrente oratorio, uno sacaba la impresión de que Agirre era el autonomista moderado, mientras los otros eran capaces de llegar a las más delirantes secesiones en aras de sus fervores cristianos. Cuando se analiza, leyendo los primeros documentos, el origen del nacionalismo sabiniano, a fines del pasado siglo, se hallan raíces ideológicas tan idénticas a esa formulación que la semejanza induce a meditación.
El camino iniciado por José Antonio Aguirre tenía su más visible repercusión en las generaciones jóvenes. El procedía del campo de las juventudes católicas diocesanas que en el paréntesis de la Dictadura albergaron anchos sectores del nacionalismo entonces en obligada clandestinidad. Empezaron a formarse en esa época los primeros núcleos de «mendigoizales», con aire paramilitar, especie de requetés de la ikurriña bicrucífera, que se reunían en asambleas y festivales mitad montañeros y mitad religiosos. Recuerdo haber asistido a uno de estos actos en el santuario de Iciar llevado a la curiosidad, dada mi condición de veraneante en las cercanías. Habló Agirre a tres o cuatro mil jóvenes tocados de impedimenta montañera, en la plaza inmediata al Santuario. Bajaron luego los muchachos, en grupos, carretera abajo con sus makilas, cantando hacia el pueblo de Deva, atiborrado de veraneantes. Entre ellos se hallaba un caballero ya entrado en años y en carnes, de estatura mediana, vestido con sencillez y de porte marcial inconfundible, semioculto tras las gafas de sol. Miraba, aquel espectador solitario, el desfile con visible atención. Un amigo al que encontré entre el público me susurró al oído: «Es el general Orgaz. Ha venido de incógnito, desde San Sebastián, para ver la calidad y el número de estos mozos que al fin y al cabo son de derecha, católicos militantes y tienen mucho de común con el requeté». Creo recordar que a los pocos días de este episodio celebró el general una larga entrevista con Agirre para ver de llegar a una base de entendimiento con aquel sector del País Vasco que representaba más de un tercio del cociente electoral —en Bizkaia casi el 45— y pertenecía ideológicamente al campo antirrevolucionario.
Pero aquella hipotética aproximación se hizo más difícil cada vez, hasta terminar en violenta y abierta ruptura. La dialéctica interna del sistema republicano llevaba en sí la génesis de ese enfrentamiento. El problema catalán se planteó como un condicionamiento originario del régimen con lo que antagonizó a casi toda la derecha del resto de España, que a su vez comenzó a mirar con hondo recelo al autonomismo vasco. Se vio éste congelado en el Parlamento por la izquierda en una primera etapa, desde 1931, por su catolicismo abierto —el «Estatuto vaticanista», lo llamaba Prieto con sorna y en una segunda etapa, desde 1933, por radicales y cedistas que lo veían como un nuevo problema de riesgo secesionista, aunque en su origen fuera el movimiento de indiscutible raíz derechista. Y ello empujó a los líderes del nacionalismo a buscar un apoyo en la izquierda por entender que, en definitiva, solamente de ahí podrían venirles soluciones constitucionales a sus deseos de autonomía y descentralización. Era una reacción que dentro del contexto político de aquellos años resultaba lógica y probablemente inevitable.
Aunque situado en el campo contrario y luchando en candidaturas opuestas, tuve yo muchas conversaciones con José Antonio Agirre —y también con sus compañeros diputados, Ramón de Vicuña y José Horn— sobre esa problemática que me parecía sumamente peligrosa y, a la larga, perjudicial para el país. Agirre estaba lanzado a la acción proselitista y confiaba en el gran apoyo popular que nunca le faltó. Tenía ante las masas del país extraordinaria capacidad de convocatoria. Era un hombre sencillo y directo; creyente y practicante, sincero y discreto; de una vida personal ejemplar. Estaba convencido de su razón y entregado a lo que estimaba su tarea vocacional. Tenía escasa talla; su cuerpo atlético de deportista y espaldas anchas; nariz y perfil típicamente vascongado, a lo Pepe Arrúe; pelo rizoso tirando a rubio; mirada sonriente y directa. Cuando jugaba en el Athletic, de interior derecha, practicaba un juego seguro y sin florituras, tirando bien a gol, con limpia nobleza siempre. Había tres jugadores del mismo apellido en aquella delantera y los hinchas los distinguían por sus motes. Un vate local y cronista deportivo del equipo, los describía así:
Tres ases tiene el Athletic
que relumbran más que el sol
Agirre, el del chocolate,
el que patina en Begoña,
y el que tira cada centr
que cada centro es un gol.
Este último, naturalmente, era el célebre Agirrezabala, el «Chirri» internacional de la leyenda, que entonces estudiaba en la Escuela de Ingenieros en la que yo también cursaba. Cuando José Antonio Agirre debutó en el Parlamento constituyente del 31, lo atacó Prieto diciendo que había pasado sin transición de la delantera del Athletic de Bilbao a la delantera del nacionalismo vasco. Fue un chiste de mal gusto hecho por un hombre obeso y antideportivo. En Estados Unidos, en Gran Bretaña, en muchos países nórdicos, la correlación entre el deportista que luego deviene hombre público es frecuentísima. En Francia, el reciente y notorio caso de Chaban Delmas es un ejemplo, entre tantos, de esa vinculación. Todavía en 1931 el fútbol era visto por algunos como ejercicio frívolo y en ningún caso como palestra de entrenamiento físico para cualquier actividad profesional futura. Pero fue precisamente Indalecio Prieto, en gran medida, el que supo entenderse luego con el nacionalismo y con José Antonio Agirre para buscar con ellos común plataforma de comunes soluciones autonomistas.
La revolución de Octubre, en la que se rompió el intento de convivencia dentro de la República, de las fuerzas de la derecha democristiana que intentaba sinceramente ofrecer una alternativa legal al régimen por ese lado, reveló claramente ese nuevo rumbo que llevaría el partido, poco a poco, hasta situarse no lejos de quienes intentaban la revolución social por razones bien ajenas a ese propósito. Me encontré con Agirre un domingo en misa, al terminarse la sublevación de Barcelona y hallándose todavía en trance de liquidación la revuelta asturiana. Estaba sinceramente emocionado y dolido, pues el otro diputado a Cortes por la provincia de Bizkaia Marcelino Oreja, de filiación tradicionalista, había sido asesinado, pocas horas antes, en Mondragón. Vino a mí, José Antonio, para decirme todo el horror que le causaba el alevoso crimen y en que altísima —y merecida— estima tenía al joven ingeniero de Caminos, también ferviente católico, y a pesar de las inevitables diferencias ideológicas había coincidido con él en muchas ocasiones en las Cortes, en defensa del interés religioso al discutirse la Constitución. Oreja, era, además, un vasquista convencido que hacía de ese matiz, foralista, base fundamental de sus propagandas, discursos y escritos. También se identificaba con Agirre en tomar posición decidida en favor de una política social de avanzado contenido, inspirada en las directrices pontificias.
Agirre se quejó de que a pesar de la actitud de gentes como Oreja Elósegui, en el campo de la derecha nacional, en Bizkaia, había otros sectores de absoluta intransigencia en orden a un programa autonómico común y que la coyuntura del Estatuto de Estella que agrupó a casi todas las fuerzas católicas del país frente al peligro común había sido «la gran ocasión política».
José Antonio era tenaz y obstinado en sus argumentos, pero siempre correcto y respetuoso con el interlocutor. De aquella larga conversación de Octubre del 34 le quedaron —como a mí— un montón de dudas sobre si era posible todavía llegar a un entendimiento mínimo que consiguiera salvar lo esencial que nos unía y que, de paso, representaba evidentemente la mayoría numérica y electoral de las cuatro provincias juntas, y también de cada una por separado, frente a los sectores marxistas y republicanos, especialmente poderosos en Bizkaia y en Gipuzkoa. Tuvimos, para examinar el delicado problema, varias conversaciones más, alguna de ellas en el despacho del síndico de la Bolsa bilbaína José Camina. Yo le señalé que la mayor dificultad no nos provenía del acatamiento a la República que ellos propugnaban y nosotros no, sino del constante equívoco en que se movía el partido en sus propagandas en el problema de la unidad nacional. Agirre me respondió que su lema era bien claro: «Dios y La Ley Vieja», y que ellos, en Estella, en 1931, propugnaron por la abolición de la Ley de Octubre de 1839 que después del convenio de Vergara parecía en su texto respetar los Fueros, pero, al añadir la frase «sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía», destruía con ella, en su raíz, el principio de la autarquía foral. Esta había sido, en realidad, la tesis de siempre del tradicionalismo, mantenida y explicada elocuentemente durante más de un siglo por los grandes tribunos de la causa, desde Aparisi hasta Vázquez de Mella, definidor este último, exhaustivo y audaz, de la esencia del sistema foral en la vieja Monarquía española y cuya restauración juzgaba consustancial con cualquier intento de volver a las formas políticas tradicionales.
Pero a pesar de esa afirmación de Agirre, las circunstancias políticas fomentaban en su lógica interna más pasiones disolventes que razones para el entendimiento. Nacionalistas y carlistas con pensamiento común, o al menos con bases de partida comunes, llevaban en cambio su juego dialéctico a posturas extremas, inaceptables entre sí. De estos contactos que relato habían salido, sin embargo, negociaciones, en ocasión, por ejemplo, de verificarse en noviembre de 1933 el plebiscito en las tres provincias de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa para someter a aprobación del sufragio popular el proyecto de Estatuto para el País Vasco que luego habían de ir al Parlamento. La verdad es que fuera del nacionalismo —que nunca fue mayoritario en el país —los otros grupos veían con escaso entusiasmo el propósito: las izquierdas porque seguían pensando que de establecer el régimen estatutario, sería un reducto político de mayoría electoral católica y derechista; y los sectores de la derecha porque no les gustaba en bastantes aspectos el lenguaje que el proyecto utilizaba. En un último esfuerzo de conciliación, al que no fueron ajenos la influencia y el consejo eclesiásticos, se nos pidió que recomendáramos el voto favorable, en el plebiscito, a nuestros seguidores en Bizkaia, aún estableciendo al mismo tiempo todas aquellas reservas a que nuestra propia ideología nos obligaba. Así lo hicimos en un documento público, que satisfizo hondamente a José Antonio Agirre y los demás dirigentes del partido que lo consideraron punto de partida de posibles alianzas electorales futuras, y que nos valió también feroces críticas de nuestros amigos más intransigentes, a quienes aquella moderada invitación nuestra pareció una peligrosa inconsecuencia, aunque ofrecía quizá ventajas tácticas para el entendimiento electoral que luego no se produjo.
De poco sirvieron, en realidad, aquellos intentos conciliadores en medio de la vorágine que se inició con la disolución de las Cortes, el Gobierno Pórtela, y la campaña electoral consiguiente. El clima de odios y rencores en que se desenvolvió aquella etapa de comienzos del año 1936 en toda España, la violencia desatada de discursos y mítines entre derechas e izquierdas, los incidentes cotidianos que se multiplicaban en la nación entera, todo ello hizo que el mínimo acuerdo que se buscaba entre los católicos en el País Vasco no resultara posible y que los nacionalistas y la derecha nacional distanciaran totalmente sus posiciones haciéndose así, la lucha, triangular, con el resultado de que la victoria había de ser para la izquierda en Bilbao y su distrito. José Antonio Agirre se encontró conmigo, por casualidad, en plena campaña y aunque luchábamos enfrente —él por la zona rural y yo por la capital— nos saludamos amistosamente, comentando las perspectivas de la inminente jornada. —»Gil Robles se equivoca— me dijo. El Gobierno dividirá a la derecha con su actitud electoral centrista y el Frente Popular triunfará. Volveréis a pensar en el nacionalismo como valladar, igual que en 1931″. «Si ese pronóstico es cierto, la derecha en España no se resignará», le repliqué. La victoria frente-populista del 16 de febrero creó en el nacionalismo un clima de tensión creciente. Había un sector, conservador, que adivinaba el inevitable enfrentamiento hacia el que marchaba el país. Existía otro, de nacionalismo más extremista, que entendía aprovechar la coyuntura por difícil que fuera, para aprobar el Estatuto en las nuevas Cortes —aunque fuera preciso con la izquierda vencedora— y, una vez establecido, defenderlo como un bastión moderado en el orden social. Esa fué después de muchas vacilaciones la tendencia que predominó. José Antonio Agirre era hombre de extremada juventud. Tenía treinta y dos años en aquel crítico trance. Pienso que su entusiasmo era tan grande como su notable falta de malicia. No calibró acaso la reacción formidable que en un gran sector de la sociedad española provocaría el caótico Gobierno de Casares Quiroga bajo la presidencia, lejana, fría, intelectual, de Azaña, que asistía desde la azotea de su torre de marfil crítica a la creciente descomposición de la autoridad del Estado y de la coexistencia cívica. Pensó quizá que el problema vasco se podía aislar del contexto general del que formaba inevitablemente parte. Y además es preciso reconocer que en el engranaje dialéctico de las Fuerzas antagónicas, que se encontraban en marcha desde febrero de 1936, en España, no tenía desde su posición especifica de leader de la opinión nacionalista, gran margen de maniobra para escoger opciones. El clima de aquella España, en vísperas del enfrentamiento, tenía algo de fatalista y de irremediable. Parecía que un destino superior, implacable, empujaba a hombres y grupos a ocupar las posturas que habían de mantener al levantarse el telón y comenzar la tragedia.
En las ajetreadas negociaciones y contactos entre militantes y civiles que precedieron al Alzamiento, sin embargo, el tema del nacionalismo vasco y de su posible actitud siguieron vigentes hasta el último momento. No faltaron enlaces, propuestas y generosos intentos para lograr su adhesión, o al menos su neutralidad pasiva ante el eventual y esperado golpe de estado. Casi nadie pensaba entonces en una guerra y mucho menos en una guerra civil de tres años. Al regresar yo de Madrid, del entierro de Calvo Sotelo, comprendiendo la inminencia del estallido, pensé en hacer, el día 17, una última gestión directa cerca de las dos personas que me parecieron más asequibles al intento: el jefe de la minoría parlamentaria José Horn, al que me unían lazos de cercano parentesco, y don Ignacio de Rotaeche, que tenía un gran prestigio dentro de la organización y era hombre de sereno criterio, me encontré con que el primero se hallaba gravemente enfermo (falleció a los pocos días) y no podía recibir visitas y el segundo, encamado también, se hallaba en Zeanuri, en su casa solariega, y no podría verme hasta el lunes, día 20 de Julio. Me recomendó que viera a José Antonio Agirre. No lo encontré durante todo el día por hallarse él ausente de Bilbao, adonde según me dijeron regresaría al anochecer. Comprendí que ya era tarde porque la radio francesa había dado la noticia del levantamiento de Melilla y de movimientos de tropas en el Protectorado.
El sábado 18 de Julio fué una jornada de tensa y apasionada espera a la escucha de la radio y del teléfono que nos traía noticias confusas, lejanas y contradictorias. Lo pasé en casa de unos amigos de Bilbao en contacto cercano con el núcleo militar comprometido que daría la señal de la intentona en Bizkaia. Pasamos las horas que faltaban hasta la madrugada del domingo, 19 de julio, escuchando las arengas del Gobierno y los decretos de destitución de generales de mando, que nos iban dibujando el mapa provisional y cambiante de la sublevación. De Pamplona y Vitoria llegaron noticias concretas y viajeros con detalles de los primeros acontecimientos y sucesos. El domingo amaneció espléndido, y para disponer bien del día, pensé en oír misa lo antes posible. Mi albergue nocturno estaba próximo a la parroquia de San Vicente en Albia, y allí escuché la misa de siete, consciente de la gravedad de aquellas horas. A poco de empezar el sacrificio, entraron en la iglesia por la puerta lateral que daba al pórtico, una serie de hombres con señales evidentes de insomnio y rostros contraídos y sombríos que parecían venir de alguna reunión. Eran los directivos del BBB, órgano superior del partido nacionalista en Bizkaia, que habían estado deliberando toda la noche en la sede del partido, Sabin Etxia, el caserón que levantaba su vieja traza ochocientas en el solar contiguo, examinando las primeras noticias de la rebelión en Pamplona y de sus inmediatas repercusiones hacia los directivos y afiliados nabarros del PNV. Salí de la iglesia por la puerta del fondo y compré a un vendedor «El Liberal y Euzkadi», órganos respectivos del socialismo y del nacionalismo. Había vigilancia de guardias de asalto y civil, en las calles, pero poca gente en ella y ninguna milicia armada todavía. Lo que diría Indalecio Prieto, en su periódico desde Madrid, sobre la sublevación recién iniciada, me lo figuraba. Pero lo que publicaba el diario nacionalista me interesó más. Allí aparecía, en efecto, en recuadro y en primera página, una declaración oficial. El partido, al parecer después de una larga y tensa discusión, tomaba la posición de solidarizarse con el Gobierno de la República y de combatir a su lado, en la lucha que se avecinaba «Entre la democracia y el fascismo». Era un compromiso cerrado, sin salida, que significaba para la derecha católica en el País Vasco, la guerra fratricida con todas las consecuencias. Lei y releí el texto, parado ante las escaleras del templo, sintiendo un escalofrío de emoción al comprender que algo se desgarraba en aquellos momentos en las entrañas de nuestro pueblo.
En esto observé que muy cerca, en un grupo, los directivos del nacionalismo también leían la prensa con ansiedad y comentaban entre ellos las últimas noticias. José Antonio Agirre me vio y comprendió sin duda mi pesadumbre al ver que la suerte estaba definitivamente echada. Me saludó de lejos sin que hiciéramos nada por conversar ni el uno ni el otro. Las palabras habían dejado paso a las armas. Y las razones a la violencia. La guerra como una riada de incontenible dolor y de muerte —y también como un torrente dialéctico de odio y de rencores— iba a separar nuestras existencias. Agirre falleció en el exilio en París, repentinamente, en los años 60. Su sepultura sencilla y emotiva se halla en el cementerio de San Juan de Luz. Era un vascongado de alma noble y limpia y de auténtico espíritu cristiano cualesquiera fuesen sus opiniones políticas. Dijo en público, en plena guerra todavía, en 1938, perdida ya Bizkaia para él y los suyos, aquellas palabras «Maldito sea aquel que en su corazón tenga un sentimiento de venganza», que honran la memoria de un hombre.
Visitando Gernika después de la guerra, pensé que en la Casa de Juntas, en la que tantos episodios de nuestra tierra se desarrollaron, se podrá un día colocar una lápida con la estrofa del autor de las «Voces de Gesta» que dice:
La ofrenda del odio quede sepultada
junto al viejo roble de la Tradición.
Y que la paz florezca sobre un orden basado
en la justicia.
Hasta aquí Areilza, un hombre culto que escribía muy bien y hubiera sido un buen dirigente de una derecha democrática si no hubiera apostado desde el inicio por una dictadura feroz y sanguinaria. Con su escrito hacía buena la expresión aquella de que la hipocresía es el homenaje que hace el vicio a la virtud. Aguirre y Areilza. Uno murió en el exilio, otro fue ministro en la transición. Dos bilbaínos pero de distinta calidad humana.
fue todo muy triste. Que no se repita. Que la violencia no vuelva a empañar todo. pena de generación que sufrió. Gente valiosa.
¿QUE PASÓ?. ¿TE VOLVISTE UN
ABUELITO ECHADOR DE CUENTOS?…………….
Quedan todavía muchos Areilzas vivos.
Mi aita tenía grabados en la cabeza los insultos de ese fascista a los gudaris.
Cada vez que le veía en la televisión dando una cínica y cobarde imagen de demócrata de toda la vida se ponía malo.
El Domingo recordaremos con orgullo a Agirre y a los gudaris.
Una concejala de la banda de Abascal en Fuensalida (adecuado nombre) cita a Hitler para recordar la opinión del asesino sobre la capacidad de lucha de los españoles.
No es extraño que la banda radical franquista tenga a los genocidas como referentes intelectuales
A pesar de su «camaleonismo» que interesante lo que describe Areilza. En su semblanza vuelve hablar del estatuto paralizado en el 32, hace semanas creo recordar (puedo equivocarme) en un documental escuché a Xabier Arzalluz decir más o menos que si este estatuto se hubiese aprobado la situación hubiese sido muy diferente , No habría habido Mola…. realmente no entendí lo que quería decir. Iñaki, me quedo con tu comentario final, sin duda Agirre.
Ese comentario tan estúpdo te define.Mejor hubieras hecho tu conociendo la biografía de tu aita,comandante de gudaris.