Sábado 4 de abril de 2020
Cuando formé parte
del Congreso siempre busqué una
fotografía de Agirre en la tribuna de oradores o en el escaño y nunca la
encontré. Hay fotos de él con otros diputados, pero no en el hemiciclo y eso
que fue diputado cinco años hasta que encontré ésta con el líder socialista
Indalecio Prieto en el periódico AHORA que dirigía Chaves Nogales. Pero el
lugar no me era conocido, ya que no es en el hemiciclo sino que di con él en la parte trasera del mismo y
tras las tribunas. Seguramente Aguirre y Prieto hablarían en esta charla
informal del Estatuto ya que el diputado jelkide solo se dedicó a sacar
adelante el texto estatutario.
Hoy
pues hablo de las relaciones entre socialistas y nacionalistas con algo que
vale la pena aunque los socialistas vascos creo que no valoran suficientemente su propia historia que la resumen toda ella en
la figura de Ramón Rubial, olvidándose de gentes de gran envergadura política
como Julián Zugazagoitia, Santiago Aznar, Tomás Meabe, Juan Gracia, Benigno
Bascaran, Paulino Gómez y muchos otros hoy totalmente desconocidos. Es el caso
de Indalecio Prieto, figura clave del socialismo español y vasco durante más de
cuarenta años. Se conforman con ponerle el nombre de Prieto a la estación de
Abando y ahí queda todo. Y sin embargo Don Inda es figura imprescindible. Tuvo
sus más y sus menos con el nacionalismo y con Aguirre sin que esto le impidiera
hacer la sentida y magnífica semblanza
de Aguirre a su temprana muerte, cuyo sesenta aniversario recordamos estos días
y que a continuación expongo porque vale la pena. Estoy seguro que me sobran
dedos para afirmar que el actual socialismo no tiene ni idea de Aguirre ni de
Prieto. Si, ya sé que eso es historia, pero la historia es maestra de la vida y
quien no tenga los mínimos rudimentos históricos no debería dedicarse a la
política. Y sin embargo lo hacen. Dudo mucho que hoy nadie del PSOE escribiría
lo que viene a continuación:
Indalecio Prieto Tuero nació en Oviedo en 1883. A los ocho años,
huérfano de padre llegó a Bilbao con su madre y otro hermano. Murió en el
exilio en México el 12 de febrero de 1962.
En Bilbao ejerció la taquigrafía trabajo que le permitió conectar con
el mundo de la prensa y el periodismo. «La Voz de Vizcaya» fue el
primer diario y el definitivo «El Liberal» de Bilbao.
Afiliado al Partido Socialista desde 1899 fundó en 1903, junto a Tomás
Meabe, las Juventudes Socialistas.
Diputado provincial de Bizkaia en 1911, Concejal del Ayuntamiento de
Bilbao en 1915, Diputado a Cortes por Bilbao ininterrumpidamente a partir de
1918. Ministro de Hacienda y Obras Públicas durante la Segunda República y
ministro de Marina, Aire y Defensa durante la guerra de 1936.
En 1939 ha de exiliarse a México desarrollando una intensa actividad
política en el exilio en favor del restablecimiento democrático.
Prieto tuvo una gran relación con Agirre. Con motivo del fallecimiento
del Lendakari escribió en una edición especial de la publicación mensual
«Euzko Deya» de México una semblanza de Agirre que bajo el título de:
José Antonio y su optimismo, decía así:
La inesperada y triste noticia del fallecimiento de José Antonio me
sobrecogió, dilatando una llaga que nunca podrá cerrárseme, porque José Antonio
le llevaba cosa de pocas semanas a mi hijo, muerto —¡del mismo mal!— hace doce
años. Pertenecieron a la misma quinta, hicieron el servicio militar durante el
mismo período e inclusive figuraron juntos en un equipo de reserva del Athletic
Club.
Yo fui amigo de Pablo Agirre, tío de José Antonio, un solterón que
nunca faltaba ni domingos ni demás fiestas de guardar, a los primitivos Campos
Elíseos de Bilbao, donde ahora se yerguen el Coliseo Albia y el edificio de
Correos, jardines que hubieron de desaparecer para abrirle paso a la Alameda de
Urquijo, perdiéndose así una simpática tradición de la villa porque, aun
cuando otros los reemplazaron, no tuvieron el «cachet» de aquéllos.
Su clausura la remarcamos —los bailarines y quienes, como Pablo y yo, nunca
bailamos—, desfilando en procesión con hachones encendidos por el corro
grande, donde alternaban la banda de música y los chistularis; por los caminos
circundantes, donde se iniciaron, a través de años y años, miles de noviazgos,
y por el espacio cubierto colindante con la finca de Zumelzu, cuyos terrenos
ocupan actualmente el Instituto y la Escuela de Comercio.
Recuerdo de Sabino Arana
Pero iba a desviarme del objetivo que persigo al escribir estos
renglones, si bien, puesto a retroceder en mis recuerdos, envolveré entre
ellos a Sabino de Arana y Goiri. Me mostraron a este por primera vez en el
acompañamiento de un entierro —no sé de quién— que partió de una de las calles
que corren paralelas entre el campo de Volantín y la calle del General
Castaños. Aquel hombre, de barba nazarena y aspecto enfermizo, tenía entonces
pocos adictos. Pude contemplarle de más cerca tiempo después en la Audiencia
cuando se vio el proceso por su telegrama felicitando al Presidente de los
Estados Unidos por haber concedido la independencia de Cuba. La mesa donde yo
reseñaba el juicio oral estaba inmediatísima a su banquillo de acusado. Tras la
insaculación para designar los jurados, el presidente del tribunal anunció que
se iba a tomar juramento a los doce ciudadanos que debían dar el veredicto.
Sabino se puso en pie y permaneció con la cabeza inclinada durante tan breve
ceremonia. Nadie en la sala le imitó, ni entre los magistrados ni entre el
público. En realidad no era costumbre, como tampoco lo fue nunca levantarse al serles
tomado juramento a los testigos.
Me acuerdo del brillante y hábil informe de defensa
pronunciado por el padre de los Irujo. Su tesis fue la siguiente: aunque el
texto del cablegrama fuese delictivo conforme sostenía el fiscal, no hubo
delito perseguible porque la autoridad gubernativa interceptó el mensaje, que,
sin siquiera llegar a manos del destinatario, no tuvo la más mínima publicidad,
limitándose por tanto a una expresión íntima del pensamiento del autor, y como
la libertad de pensamiento era inalienable, resultaba imposible exigir
responsabilidades de orden penal.
El veredicto fue de inculpabilidad y el tribunal de
derecho desestimó la solicitud del ministerio público en pro de la revisión
del proceso ante nuevo jurado. Arana y Goiri quedó automáticamente en libertad.
Su suerte habría sido distinta de no mediar la institución del Jurado,
verdadera expresión de la justicia popular, pues la otra, la oficial, se habría
atenido al criterio del acusador, quien a su vez obedecía órdenes del Gobierno.
El Apóstol y el
Gobernante
Sabino Arana y José Antonio Agirre, las dos figuras más destacadas del
nacionalismo vasco, ofrecen singular contraste: Sabino era un apóstol y José
Antonio un político. Ni José Antonio servía para el apostolado ni Sabino tenía aptitudes
para la política, y menos para cualquier política gubernativa.
Explicaré la diferencia. Con un intervalo de cuatro
años respecto de Sabino, yo reemplacé a éste en la Diputación provincial de
Bizkaia. A título de nacionalista él y de socialista yo, ambos ostentamos en
aquella corporación representaciones aisladas, sin que ningún correligionario
nos acompañara.
Sentí curiosidad por conocer las iniciativas de mi
predecesor y sólo encontré dos dignas de ser mencionadas: una, que prosperó,
para que dentro del recinto de la cárcel de Larrinaga se construyera un
pabellón destinado exclusivamente a presos políticos, y otra encaminada a
conseguir un sistema fiscalizador de la Diputación, quien, a virtud del régimen
de concierto económico con el Estado, quedaba exenta de toda suerte de
inspecciones, superando en independencia al propio Gobierno central, sobre el
que pendían las Cortes y el Tribunal de Cuentas.
Esta moción quedó arrinconada, sin que su autor hubiera
hecho esfuerzos para sacarla adelante. El pabellón de presos políticos fracasó
porque, siendo escasos en número —a veces había solamente un detenido—, nadie
lo quería ocupar, prefiriendo convivir con los demás reclusos, pues dicho
aislamiento constituía prácticamente una incomunicación. En la otra iniciativa
sabiniana me basé yo para sugerir, sin éxito, una asamblea de Municipios
encargada de vigilar los actos administrativos de la Diputación.
En resumen, Arana y
Goiri apenas dejó rastro del único mandato político que tuvo, desempeñado
durante cuatro años. En cambio, cabe atribuirle toda la doctrina nacionalista
y el haber engendrado el movimiento popular puesto al servicio de ella. Fue un
verdadero apóstol. Es lamentable que su prematura muerte no le permitiese
plasmar la evolución doctrinal que ya tenía «in mente» al expirar en
una islita de la ría de Mundaca, en Pedernales, porque, de haber dispuesto de
tiempo, su programa habría tenido una articulación más acomodada a la
realidad. Nadie, por carecer todos de prestigio similar al suyo, ha podido
conseguir esa articulación que el gran incremento de las masas nacionalistas
hacía año a año más necesaria.
Claro está que de
haber vivido en 1936 cuando se promulgó el Estatuto, Sabino hubiera sido el
presidente del primer Gobierno vasco. Pero, ¿hubiera ejercido las funciones de
dicho cargo mejor que las ejerció José Antonio? A mi entender no, porque se lo
hubiese impedido su falta de flexibilidad. Difícilmente se habría avenido
Arana y Goiri a presidir Gobiernos tan heterogéneos, inclusive con representaciones
socialistas y comunista, como los que Agirre presidió durante veintitrés años,
y más difícilmente aún habría sido capaz de audacias ante las cuales Agirre no
vaciló.
Como
nació el Estatuto
Pero hagamos un poco de historia en torno al
nacimiento del Estatuto y al nombramiento de presidente del Gobierno
provisional de Euzkadi.
El Estatuto de Cataluña lo sancionó don Niceto
Alcalá Zamora en San Sebastián, acompañándole yo en mi calidad de ministro. En
el mismo acto de la firma estuvo a punto de ocurrir un grave incidente. Jesús
María de Leizaola irrumpió en la sala de la Diputación donde se celebraba el
acto, portando una descomunal bandera vasca con propósito de tremolarla desde
el balcón y enardecer así a las juventudes nacionalistas agrupadas en la plaza
de Gipuzkoa. Rafael Sánchez-Guerra, secretario general de la Presidencia de la
República, se interpuso y pretendió arrebatar la enseña a Leizaola.
Resultaría difícil enfrentar a dos hombres más violentos que Leizaola y
Sánchez-Guerra. La razón estaba de parte de éste: ante el jefe del Estado, allí
presente, no podía exhibirse más bandera que la nacional. Si acaso, en aquel
mismo instante surgía el derecho a exhibir otra bandera, la catalana, pero en
modo alguno la vasca que era simple insignia de un partido político. Dándome
cuenta de hasta qué deplorables extremos podría llegar la disputa entre
aquellos dos hombres furibundos e intransigentes, intervine para aplacar a
Sánchez-Guerra, quien dejó el caso en mis manos, puesto que yo, como ministro,
cubría la responsabilidad del Presidente de la República. Y Leizaola, con su
bandera, pudo pasar hasta el balcón, donde comenzó a batirla frenéticamente.
Aquella mañana los diputados nacionalistas vascos
solicitaron hablar conmigo. Nos reunimos por la tarde en el salón de sesiones
de la Diputación. Querían conocer mi criterio sobre el problema estatutario y
lo expuse con entera franqueza.
Helo aquí sintéticamente. Los Estatutos despiertan
aversión en las masas derechistas e inclusive en sectores de izquierda. Temo
que fracase el firmado hoy a consecuencia de viejos vicios de algunas
agrupaciones catalanas, vicios que pueden asomar más ostensiblemente en el
régimen autonómico y que serían explotados escandalosamente en el resto de
España. Si tal fracaso sucede, el Estatuto de Cataluña será el último que se
conceda. En cambio, estoy seguro del éxito del Estatuto vasco por la limpia
conducta de las corporaciones públicas, que no es patrimonio de ningún
partido, pues responde al ambiente tradicional del País. Semejante éxito
asegurará la perdurabilidad de futuros Estatutos. Consiguientemente, se deben
cubrir con rapidez los trámites constitucionales exigidos para un Estatuto que
comprenda a Bizkaia, Alaba y Gipuzkoa, desentendiéndose a Nabarra ya que ésta
se resiste mayoritariamente a quedar comprendida en él.
Debí de persuadir a
mis requirentes, quienes, al fin, se decidieron a emprender los trabajos
preparatorios. Cuando el proyecto de Estatuto llegó a las Cortes —las Cortes de
1936— fui designado para presidir la Comisión dictamina-dora, de la cual
también formaba parte José Antonio Agirre. El dictamen, que firmé como
presidente, quedó formulado antes de estallar la guerra civil, circunstancia
que destruye cuanto ahora han echado a volar algunos nacionalistas acerca de
que la República lo concedió para asegurarse en la contienda el auxilio del
País Vasco.
Mi cometido
presidencial consistió principalmente en allanar diferencias para facilitar la
aprobación del dictamen. Fuera de esto, sólo tuve una iniciativa, la cual
plasmó en un párrafo del título II —»Contenido y Extensión de la
Autonomía»— que dice así: «Régimen local, sin que la autonomía
atribuida a los Municipios vascos pueda tener límites inferiores a los que se señalen
en las leyes generales del Estado».
Mi experiencia me
aconsejaba la inclusión de esa cláusula para que los Municipios no padecieran,
ni bajo el Gobierno ni bajo las Diputaciones, los abusos de poder que éstas,
al amparo de facultades derivadas del concierto económico, venían cometiendo
con ellos. Mediante la precaución que discurrí, el nuevo régimen se
distanciaría menos de la antigua estructura política del País Vasco,
consistente en federaciones de Municipios.
En Septiembre llegaron por avión a Madrid José Antonio
Agirre y Manuel Irujo para sugerirme una modificación en el dictamen, de modo
que el Estatuto abarcara a Nabarra, además de Araba, Bizkaia, y Gipuzkoa. Me
opuse al intento, estimándolo, además de anticonstitucional, profundamente impolítico,
pues, levantada ya en armas Nabarra contra la República, justificaríamos a los
sediciosos, quienes alegarían que a los nabarros se les obligaba a formar parte
de una organización regional que no les era grata. Únicamente procedía agregar
al dictamen disposiciones transitorias para que la anormalidad en que se vivía
no demorara la implantación del Estatuto, una vez que el Congreso lo aprobara.
Y así se hizo.
Procedimiento de
urgencia para designar Presidente
Dichas disposiciones transitorias fueron las siguientes: «En tanto
duren las circunstancias anormales producidas por la guerra civil, regirá el
País, con todas las facultades establecidas en el presente Estatuto, un
Gobierno provisional.
El
presidente de este Gobierno provisional será designado, dentro de los ocho días
siguientes a la fecha de promulgación del Estatuto, por los concejales de
elección popular que formen parte de los Ayuntamientos vascos y que puedan
emitir libremente su voto. El nombramiento se hará mediante elección en la que
se atribuirá a cada uno de dichos concejales un número de votos igual al que
hubiese obtenido directamente cuando le fue conferida por el pueblo la representación
edilicia. La elección de presidente del Gobierno provisional se verificará bajo
la presidencia del gobernador civil de Vizcaya en el lugar y forma que él mismo
señale, debiendo convocarla con antelación de tres días. El presidente así
elegido, nombrará los miembros del Gobierno provisional en número no inferior
a cinco».
Al reanudarse las sesiones de Cortes el 1 de
Octubre, el Estatuto, incluidas las disposiciones transitorias, fue aprobado
por unanimidad, pues no compareció ninguno de los diputados derechistas que se
hubiesen opuesto a él. Pero ni siquiera el procedimiento de elección por los
concejales, sumando el número de votos logrado por cada uno de ellos en su
respectiva designación edilicia, pudo ponerse en práctica. El presidente fue
elegido por los alcaldes de los pueblos no dominados por los facciosos. Y
mediante este sistema, no previsto siquiera en las disposiciones transitorias,
se suplió el establecido en el capítulo III, según el cual los poderes del País
Vasco emanarían del pueblo y se ejercitarían de acuerdo con la Constitución de
la República y el Estatuto por los órganos que libremente determine éste,
eligiéndose el órgano legislativo regional, como todos los demás que tengan encomendadas
facultades de ese género por sufragio universal, igual, directo y secreto, y
debiendo tener el organismo ejecutivo la confianza del legislativo.
Los alcaldes
eligieron por unanimidad presidente del país a Agirre, alcalde de Getxo, quien
designó a los miembros de su Gobierno y prestó juramento en Gernika al pie del
árbol santo.
Circunstancias
anormales creadas por la guerra indujeron a los Gobiernos de Cataluña y
Euzkadi a asumir funciones propias del Gobierno central. ¿Estuvo justificado
ese desbordamiento? No tanto en Cataluña como en Euzkadi, porque con el
territorio catalán se sostuvieron hasta el período final de la guerra las comunicaciones
entre el Gobierno nacional y el regional, llegando a tener ambos su sede común
en Barcelona, mientras que el territorio vasco estuvo siempre separado del
resto de la zona leal. Esa misma anormalidad impide formular juicios sobre el
funcionamiento de los Estatutos. Yo achaqué a los dos ya puestos en función un
defecto inicial: exceso de burocracia. Y el burocratismo es defecto de difícil
corrección, porque nombrar funcionarios resulta siempre fácil, pero
destituirlos constituye empresa muy embarazosa.
La actuación de
Agirre
El examen de ese y otros aspectos me alejaría de mi propósito
que debe reducirse a dibujar la figura del presidente Agirre dentro del
excepcionalísimo marco histórico en que le tocó actuar.
Comenzó Agirre su actuación presidencial en plena
guerra y cuando los embates del enemigo dirigíanse más furiosamente —por
tierra, mar y aire— contra el territorio vasco para completar su aislamiento
del resto de España y apoderarse de las industrias gipuzkoanas y bizkainas que
constituían magnífico arsenal bélico. Saltaré sobre esa sangrienta etapa para
llegar a la de posguerra, a la de estos veinte últimos años, que, a mi
entender, define mejor que nada la personalidad de Agirre y descubre su gran
capacidad política.
Sortea con habilidad las dificultades que entraña la heterogénea
composición del equipo gubernativo que dirige y su característica flexibilidad
le conduce a rectificar decisiones propias tan pronto como las considera
impracticables. Por ejemplo, en su primera jira por América declara que, al reconstituir
dicho equipo, no admitirá en él a nadie que esté vinculado con partidos
políticos españoles, pues todos sus colaboradores han de pertenecer
exclusivamente a agrupaciones vascas. Más apenas advierte que va a serle
imposible escindir a los socialistas, renuncia a tal propósito para asociarse
con afiliados del Partido Socialista Obrero Español.
Cuando en París se funda la Junta de Auxilio a los
Republicanos Españoles, gestioné que de ella formaran parte los presidentes de
ambos Gobiernos regionales y que fuera secretario Manuel Irujo. Este y Agirre
se negaron, arrastrando en su negativa a Companys, con cuya aquiescencia conté
previamente. Por entonces, las simpatías de Agirre debían de caer del lado de
Negrín, según lo revela el caso de que el representante nacionalista vasco en
la Diputación Permanente de Cortes votara contra la formación de la JARE y que
los afiliados al PNV se sumaran al SERE, entidad de ayuda creada por Negrín.
Sin embargo, al cabo del tiempo, dando media vuelta, se incorporaron a la JARE.
Los servicios de auxilio hospitalario y económico
dispuestos por el Gobierno Agirre en favor de los vascos que se refugiaron en
Francia merecen toda clase de alabanzas.
Dotes del
desaparecido
Hombre dotado de singulares energías por su
juventud y su vigor físico. José Antonio peregrinó por el mundo, especialmente
por América, en busca de solidaridad para su pueblo derrotado y de aliento para
los componentes de su Gobierno, y esas campañas le resultaron fructíferas.
Su ardiente fe católica le abrió muchas puertas en
el viejo Continente, permitiéndole enlazarse con el movimiento demócrata cristiano
allá donde éste ha adquirido enorme potencia.
Su simpatía personal, ciertamente arrolladora, y su
ingénita bondad le hacían ganar el respeto cuando no era posible la adhesión.
La Oficina de Prensa de Euzkadi edita en París un
boletín diario que sirve de fuente informativa a todos los periódicos del
exilio español, pues Agirre tuvo el acierto de confiar la dirección a Felipe
Urcola, que nunca se significó como nacionalista, pero que, siendo
indiscutiblemente el mejor periodista vasco de estos tiempos, acredita su
pericia profesional no sólo en una selección objetiva de las noticias, sino en
comentarios presididos por finísima ironía.
Sin que su oratoria
llegara a la grandilocuencia, Agirre hablaba con método, corrección y claridad,
tanto en castellano como en euskera, no faltando en sus oraciones tintes
emotivos con los que impregnaba al auditorio. Esas mismas condiciones eran
adorno de sus escritos —alocuciones de Gabón (Nochebuena) y otras proclamas—,
campeando asimismo en sus libros, todos ellos bien construidos.
Optimismo inquebrantable
Pero la fuerza mágica de José Antonio Agirre era su
inquebrantable optimismo. Creyó hasta el instante de la inevitable derrota,
que triunfaríamos y, a partir de la «debacle», supuso que estábamos
en víspera de recobrar nuestras libertades. Con esa esperanza ha muerto, y
digo esperanza porque sus vaticinios al respecto no estaban dictados por un
convencionalismo común entre gobernantes para consolar o alentar a los
gobernados. No; las predicciones optimistas de José Antonio estaban inspiradas
por la más profunda convicción personal.
Así era José Antonio de Agirre y Lekube, según el
parecer de quien, como yo, discrepó de sus ideas y desaprobó frecuentemente
sus actos.
La última vez que le vi fue durante su visita a
México en 1959. Tuvo la gentileza de venir a mi casa para condenar un folleto
procedente de algún sector separatista dedicado a infamarme, un folleto
repleto de falsedades y majaderías.
Tras agradecer su caballeroso gesto, dije como comentario: «Sé
que el folleto lo distribuye aquí un tal Suárez. Cuando usted vino por vez
primera a México, asistí al banquete que en su honor se dio en el Centro
Vasco. Deseando que cualquiera nueva presencia mía en dicho Centro no fuese la
de un intruso, pedí mi ingreso en calidad de socio, más mi solicitud fue
arrancada de la tablilla correspondiente y hecha añicos por un tal Pérez. No cabe
duda de que la prosapia euskalduna del Suárez y el Pérez deseosos de agraviarme
es purísima, conforme lo revelan sus patronímicos. Maldito si vale la pena que
hablemos de eso». Y nos pusimos a conversar sobre temas de interés, todos
ellos matizados de su indomable optimismo.
¿Cómo reemplazar a José Antonio? Nadie en el
Partido Nacionalista Vasco, ni en los demás partidos de la región, reúne sus
dotes excepcionales, las que he señalado en forma sumaria. Examinado el caso
desde el punto de vista legal, la sustitución aparece imposible, porque sólo
José Antonio, sin que pudiera delegar en nadie, tenía otorgada, aunque con
defectos impuestos por una anormalidad circunstancial, la representación del
país. Pero eso sería lo de menos si se diera con hombre apropiado, un hombre de
su fe, su temple, sus arrestos, su capacidad y su experiencia, la experiencia
de veintitrés amargos y dolorosos años aplacados por un optimismo increíble.
¡Pobre José Antonio!
¡Descanse en paz! Respetuoso y conmovido, me descubro ante su cadáver y renuevo
aquí mi pésame a su familia, a sus colaboradores y al Partido Nacionalista
Vasco. Todos acaban de sufrir una pérdida irreparable.