Santiago Carrillo y el Lehendakari Agirre

Miércoles 6 de mayo de 2020

La foto que publico es inédita. La he encontrado en el álbum de fotos de mi aita. Es de la inauguración, hace setenta años del Centro Vasco de Caracas y de la misa en el frontón que daba inicio a las ceremonias en las que se plantaría un retoño del Árbol de Gernika y donde podemos ver al Delegado del Gobierno Vasco, D. Luis Bilbao, al dirigente Joseba Rezola y a gentes representativas de aquella comunidad.

Y no está mal iniciar esta reseña con una misa cuando viene ahora la reseña de un dirigente comunista como Santiago Carrillo, porque la figura de Agirre es poliédrica. Vale conocer no solo la foto sino lo que opinaba Carrillo del Lehendakari Agirre.

Conocí personalmente a Dolores Ibarruri “La Pasionaria” en una reunión en la sede del EAJ-PNV en la calle Marqués del Puerto, en octubre de 1979, poco antes de ir todos al Pabellón de La Casilla al mitin de apoyo al SI en el referéndum estatutario. Verles a D. Manuel de Irujo, a Manu Robles Arangiz, a Dña Contxa Azaola y a La Pasionaria, hablando de cuarenta años de penalidades y conocidos, como si estuvieran en una merienda. Es uno de  esos momentos únicos en la vida y un encuentro con la historia sin parangón.

Y es que no hay que olvidar que Agirre tuvo en su gobierno a un Consejero comunista que fue Juan de Astigarrabia, al que el PC convirtió en su chivo expiatorio en 1937 al caer Bilbao y cuando quisieron volver en 1946, tras la guerra mundial, llegó aquella guerra fría que impedía el trato con un partido comunista que no paró en tocar la puerta para volver al ejecutivo vasco en el exilio.

Carrillo fue un actor principal en Madrid en tiempo de guerra y, tras esta, fue un líder republicano que se pasó aquel exilio organizando reuniones de todo tipo. Tuve la suerte de conocerle en Madrid y asistir con él, con Fraga, con Alzaga y con López de Lerma a un programa en televisión donde Fraga le sacó al líder comunista su actuación en la guerra culpabilizándole de los asesinatos de dirigentes de la derecha en Paracuellos del Jarama. Casi acabamos a tortas.

Pero vayamos al trabajo de Carrillo, tratando de saber quien fue el dirigente asturiano.

Nació en Gijón en 1915. En 1960 fue elegido Secretario General del Partido Comunista de España, anteriormente había sido ministro del gobierno republicano en el exilio y una persona conocida e influyente. Lógicamente, conoció a José Antonio de Aguirre como cronista parlamentario cuando escribía para «EL SOCIALISTA», antes de ser elegido secretario general de la federación de las juventudes socialistas.

En su libro «La Segunda República. Recuerdos y Reflexiones» realiza una semblanza de Aguirre que reproducimos seguidamente.

La llamaban «la caverna», era la minoría vasco-navarra o «vasco-romana», como ironizábamos a menudo de las Cortes Constituyentes de la II República. Figuraban como presidente el señor Beunza, y como secretario don José Antonio de Aguirre y la componían, entre otros, el canónigo Pildain, Picabea, Oriol y Leizaola. Fuera de Euzkadi, en ese momento, el más conocido de todos ellos era seguramente Aguirre, no como político, sino como interior derecha del Athletic de Bilbao. Pocos años antes, entre mis cromos de la colección de futbolistas, guardaba yo el del diputado elegido a la vez en la candidatura de dere­chas de Navarra y en la de Vizcaya.

Curiosamente, de la actividad de la minoría vasco-navarra en las Cortes, conservo más recuerdos relacionados con Beunza, Pildain y Leizaola que con José Antonio Aguirre. Las intervenciones de éste apenas han dejado huella en mi memoria, quizá porque los tronantes sermones, la contundente oratoria sagrada que caracterizaba las inter­venciones más corrientes de esta minoría integrista, diferían del tono de aquel joven simpático, un tanto fuera de lugar en aquel grupo al que yo, si cerraba los ojos, podía imaginar portando en las manos el tra­buco del cura Merino.

Cualquiera que hubiese prestado más atención que yo al discurso pro­nunciado por Aguirre en un debate sobre el Estatuto de Estella, habría percibido ideas menos tradicionales.

«Si es que derecha es ser opuesto a los avances legítimos de la democracia en contra de los poderes absolutos, si esto es ser de derecha, nosotros somos izquierda. Si por derecha se entiende la consubstancialidad de la religión con un régimen cualquiera y no independencia absoluta de ¡os poderes eclesiástico y civil en sus materias respectivas, entonces también somos izquierda. Y si por derecha se entiende en el orden social, oposición a los avances legí­timos del proletariado, llegando incluso a la transformación abso­luta del régimen presente, incluso hasta donde no vais vosotros en el terreno económico, si por eso se entiende derecha, también somos izquierda”.

En estas palabras de Aguirre había ya un acento que no era el característico de “la caverna”, y más tarde su trayectoria personal demostró que no las había pronunciado a humo de pajas.

El personaje venia de una familia de la burguesía media: había hecho la carrera de abogado en Deusto. Sumamente popular en Vizcaya, particularmente entre la juventud, por sus actividades deportivas y también por su desbordante simpatía, se trataba de un líder nato. Aún muy joven, estaba considerado como un buen propagandista de la juventud de Acción Católica.

Manuel de Irujo cuenta de Aguirre, que «… como presidente de las Juventudes Católicas de Vizcaya, tuvo por jefe a don Ángel Herrera (…) Herrera era frío y reservado. Aguirre, efusivo y cordial. Pese a no ser temperamentos hechos para trabajar en común, nunca chocaron…»

Cabe suponer que Herrera, promotor de la rápida carrera de otro polí­tico joven, Gil-Robles, no fuera ajeno al comienzo de la de Aguirre, aunque luego éste tomara derroteros distintos de los que Herrera hubiera preferido.

La vocación nacionalista de Aguirre resulta patente desde muy pronto y, ya en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, encabeza la candidatura por Getxo, siendo elegido alcalde. Dos días más tarde, en su alcaldía proclama la «República Vasca», vinculada en Federación con la República Española, según relata Irujo, que añade:

«…Y se acordó invitar a otros ayuntamientos para que, con idéntica proclamación, lograran la unión de todos en un programa conjunto de libertad, pero siguiendo el espíritu vasco, en aplicación al cual se pidió la derogación de la ley de 1839 y el retorno de nuestros viejos organismos soberanos.»

La figura de Aguirre atrae grandes simpatías. Cuando es elegido Lehendakari sólo ha cumplido treinta y dos años. Es un hombre joven, de fácil acceso, cordial, simpático; se expresa bien y se hace com­prender con facilidad por las masas que le siguen. Es optimista, levan­ta el ánimo y respira confianza y seguridad. Incluso, probablemente por su edad, posee una cierta dosis de inocencia política y esponta­neidad que cooperan a su popularidad.

Yo vi por primera vez a Aguirre tras la Segunda Guerra Mundial. Precisamente el día en que se firmaba la paz entre vencedores y ven­cidos, almorzábamos juntos en un restaurante parisiense él, Dolores Ibarruri y yo. También se hallaban presentes, si la memoria no me traiciona, Tarradellas e Irujo. Hablamos de la necesidad de restablecer las instituciones republicanas para ver cómo lograr que la victoria antifascista tuviera sus lógicas consecuencias en España. Entonces todos pensábamos que habiendo sido España el teatro de la primera batalla en esa gran contienda mundial, los aliados intervendrían de alguna manera para desplazar la dictadura de Franco, que había sido clara aliada del Eje. Teníamos la ilusión de que, desaparecidos Hitler y Mussolini, no se mantendría la nefasta política de no intervención.

En ese almuerzo tuvimos ocasión de escuchar ampliamente las opiniones de José Antonio Aguirre, siempre optimista y enormemente simpático. Nos pareció que en esos años su pensamiento político había madurado y se había inclinado hacia la izquierda. Desarrolló toda una concepción según la cual era necesaria en el mundo una revolución social compatible con la libertad y la democracia; era la suya una posi­ción democratacristiana muy avanzada.

También pensaba que gracias a posiciones como las que había mantenido Estados Unidos bajo la presidencia de Roosevelt, las políticas de los aliados en la guerra seguirían el rumbo de la inteligencia y la colaboración.

Criticaba severamente al catolicismo norteamericano por su proclivi­dad demostrada hacia las «dictaduras cristianas» y le dolía la actitud mantenida por la Iglesia de Roma durante la guerra civil española, hos­til a la República y a los nacionalistas vascos, pese a la fidelidad de éstos a ella.

Entonces el porvenir se nos aparecía de color de rosa. No pensábamos en la guerra fría que vino después y que obstaculizó gravemente las relaciones entre los partidos que habíamos luchado contra Franco.

Incluso durante la guerra fría mantuvimos siempre, hasta su muerte, un contacto personal amistoso con José Antonio Aguirre, el primer lehendakari, el hombre que quizá había hecho más por diferenciar al nacionalismo del tradicionalismo carlista, por afirmar su independen­cia política de la jerarquía eclesiástica y por la cooperación con la izquierda española.

4 comentarios en «Santiago Carrillo y el Lehendakari Agirre»

  1. Vaya gentuza el PNV, apoyando a un necio. Os va a volver a votar……ya sabéis, algo de madre. 60 días arruinados y claro, como vosotros seguís chupando de la teta os importa un bledo.

  2. Muy interesante como siempre. Mi opinión sobre la figura de Carrillo y su trayectoria democrática me la reservo. Sí coincido con él en su último párrafo sobre la semblanza del Lehendakari.

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