El lunes, la embajada chilena en Madrid, celebró el bicentenario de la independencia de su país. Mucha gente en el jardín de la residencia del embajador, Sergio Romero, que siempre que me ve me recuerda que su mejor educación se la dio el escolapio vasco P. Azanza, era quien recibía en la entrada con todo su personal. Sergio Romero, en su calidad de presidente del senado chileno fue quien logró en su día que el lehendakari Ibarretxe tuviera un sitio preferente en el acto de la toma de posesión de la presidenta Bachelet. La embajada española en Santiago no había hecho nada.
Estuvimos Joseba Zubia y yo y saludamos a chilenos, al alcalde de Alcobendas del PP, ya que la residencia está en ésta localidad, a Iratxe Madariaga y su hermano, hijos de Anton Madariaga que fuera directivo de Petronor, presidente de la Cámara de Comercio de Bilbao y alcalde de Plentzia, asçi como al cónsul honorario chileno en Euzkadi. El embajador nos hizo bromas sobre el momento político que vivimos como partido, inédito en nuestra historia. La verdad es que si. Todo un gobierno con el agua al cuello y nosotros negociando lo que nos han negado en treinta años, es de nota.
Y el martes, día de plenos, interpelaciones, preguntas, mociones, negociaciones, empezó con un desayuno de Artur Mas. Estuve en una mesa entre la secretaria general del ministerio de Fomento y Eduardo Serra, ex ministro de Aznar. Y resistí la tentación. Había unos cruasanes y sandwichitos que me lanzaban mensajes muy difíciles de eludir, pero a todos les dije que no, y me quedé con un café con leche.
A Mas le presentó Duran, el portavoz de CIU. No es lo usual y refuerza el mensaje de unidad que quieren proyectar, base de su éxito, ante un gobierno tripartido del PSC, ERC e ICV que hace agua por todas partes.
Cree que la sociedad catalana ve el cambio y lo considera factible, aunque ellos no deban dormirse en esos laureles porque el común catalán quiere levantar el país. Esos fueron los ejes de su intervención junto al análisis de la relación Catalunya-España.
Recordó como Felipe González había dicho una noche electoral aquello de la dulce derrota, pero él le daba la vuelta a lo que le había pasado en dos ocasiones con aquellas amargas victorias. Había ganado, pero no le habían dejado gobernar.
Propiciaba la creación de un solo gobierno y no de tres embarullado y con malas vibraciones frente a uno que le diera seguridad al ciudadano, sin broncas y sin tensiones añadidas.