El miércoles 23 se cumplen treinta años del conocido como 23-F, aquella inmensa chapuza donde se dieron la mano dos ambiciones. La de los militares y guardias civiles cuarteleramente golpistas y la de un rey obsesionado por aupar al general Alfonso Armada, su antiguo preceptor, como presidente de un extraño gobierno de militares, civiles y gentes varias conjuradas para echar atrás el incipiente estado autonómico pactado por el presidente Suárez con los nacionalistas vascos y catalanes. A esto se le unía la locura de una ETA que el año anterior había matado a 118 personas.
Aquel estúpido sainete que dio la vuelta al mundo por su cutrez, su guardia civil con tricornio y mostachos gritando «¡Todo el mundo al suelo!» lo quiere recordar el presidente del Congreso José Bono, a su manera, es decir llevando al responsable de aquel fracaso, el rey, y a los diputados sobrevivientes de aquella noche aciaga, como atrezzo para poder soltar él una de esas patrióticas soflamas, ya que el hombre era secretario de la Mesa en aquella oportunidad.
A mí me preguntaron qué me parecía que organizaran semejante sarao y les dije que en lugar de gastar luz y taquígrafos, investigaran de verdad que ocurrió y sobre todo la implicación de un rey que harto de Suárez le presionó para que dimitiera y le puenteó todo lo que pudo ante su negativa de nombrar al general Armada segundo jefe de estado mayor del Ejército para, desde allí, acceder, cómodamente a la operación puesta en marcha que consistía en quitarle a Suárez y poner al frente del Gobierno al famoso «elefante blanco» que no era más que éste general que ahora cultiva camelias en Galicia. El 22 de octubre del año anterior se había celebrado en Lleida una reunión en casa de su alcalde, donde asistieron representantes de varios partidos entre ellos el bocazas de Enrique Múgica que a la sazón era el presidente de la Comisión de Defensa del Congreso, además del general Armada. En este conciliábulo se diseñó el golpe blando contra Suárez, que consistiría en una moción de censura contra el presidente por parte del PSOE que sería apoyada por los suficientes diputados de UCD que previamente se comprometerían por escrito. Como resultado de la misma se formaría un gobierno de concentración que presidiría Armada, hombre «independiente» no vinculado a ningún partido y apoyado por el rey, con quien tenía una estrechísima relación. Esta operación se urdió como plan B en el caso de que Suárez no aceptase dimitir, tal y como estaba previsto le pediría el rey.
Por supuesto Suárez conocía la jugada y la deslealtad del Borbón por lo que se oponía al nombramiento del General Armada como segundo jefe de estado mayor y, adelantándose a todas estas maniobras, fue cuando dimitió el 29 de enero. Previamente, el día de la dimisión, Sabino Fernández Campo había ido al Palacio de la Moncloa y tras leer el texto de la renuncia le pidió a Suárez que nombrara al rey, ya que Suárez no lo hacía en su despedida. Debía darle las gracias a su entrometida Majestad. Pero solo lo hizo una vez.
El 5 de febrero, estando el gobierno en funciones, el presionado ministro de defensa Agustín Rodríguez Sahagún, nombró al general Armada, que era lo que quería el maniobrero Borbón, segundo jefe del estado mayor lo que le colocaba en el sitio idóneo para presidir el gobierno de concentración que buscaba el inquilino de La Zarzuela. Armada recibió la felicitación inmediata del rey, que le llamó desde el aeropuerto de Barajas, mientras esperaba se abriera el de Foronda, cerrado por mal tiempo, ya que iba a realizar su primera visita oficial a Euzkadi. En ese viaje tuvo lugar el incidente en la Casa de Juntas de Gernika con los junteros de HB. A raíz de ese hecho en Baqueira así como por teléfono, Juan Carlos mantuvo estrecha relación con el general Armada de tal forma que cuando se produjo el incidente del Congreso el 23-F, lo primero que buscó Armada es poder acudir a La Zarzuela. Lógico. Lo tenían muy hablado.
Pero quien frustró toda aquella ópera bufa fue Tejero con su irrupción alocada, y antiestética, su esperpento, sus gritos, y el secuestro del Congreso en la votación a Leopoldo Calvo Sotelo como presidente. Ante aquel espectáculo no les quedó más remedio que recular y el «elefante blanco» a pesar de sus intentos, acabó detenido y el rey, de madrugada, no inmediatamente, leyendo aquel mensaje que nos lo han puesto hasta la saciedad como la gran prueba de que nos salvó de una dictadura cuando su ligereza, su frivolidad, su enfrentamiento con Suárez, su borboneo, habían llevado al país a semejante situación de crisis.
Confío en que alguien ponga en cuestión esta farsa el miércoles tras escuchar en el Congreso las falsedades de un rey que encima el muy Borbón se ha llegado a creer que nos salvó de Tejero, todo esto gracias al Grupo Prisa, al PSOE y a todos los áulicos que a todas horas conectan el botafumeiro para decir «urbi et orbi» lo demócrata que es éste gran culpable de aquel hecho incluso con una mayor responsabilidad, aún, que la de su cuñado Constantino de Grecia porque aquel se vio arrastrado por el golpe de los coroneles y sin embargo Juan Carlos de Borbón fue el máximo responsable de que aquellos militarotes franquistas se levantaran todos en su nombre. Y eso aún no ha sido investigado.
Algo ha escrito Javier Cercás en su libro y bastante dice Jesús Palacios en su reciente obra, pero faltan las memorias de Fernández Campo y de quienes estuvieron en aquella conspiración para que conozcamos más detalles, de aquel golpe cuya primera víctima fue el estado autonómico ya que de allí surgió la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico), firmada entre la UCD y el PSOE. ¡Qué casualidad!,
No olvido lo que me dijo Antonio Carro, ministro de la presidencia con Franco y Arias Navarro, en una recepción en la que estaba el rey. «Criticaba tanto a los políticos que el general Armada, hombre de su más cercana confianza, se creyó en la obligación de acabar con aquella plaga de un plumazo. El famoso golpe de timón». Dicho por un hombre de la confianza de Carrero Blanco fue lo que me dio la pista para ir conociendo como la mentira del «rey salvador de la democracia» era toda una patraña que al final se ha consolidado como una verdad eterna, cuando es diametralmente todo lo contrario.
En definitiva, aquella Operación Armada comienza a quebrarse por un problema de estética, una operación que se suponía palaciega no podía incluir aquellos gritos, aquellos empujones a un hombre, teniente general, ya mayor, al que ni siquiera se derriba y, sobre todo, aquellos disparos… Ésa no era una imagen aceptable para que nadie se prestara a liderarla.
Es cierto que durante la causa, inútilmente, los abogados defensores y los encausados intentaron demostrar que el rey era responsable título que, no por casualidad, da Pardo Zancada a su libro sobre el tema- el rey es “la pieza que falta” en el puzle del golpe.
La investigación judicial del 23-F distó mucho de ser ejemplar. Y, sin duda, en ello tuvo que ver no poco aquella decisión que se tomó en los días inmediatamente siguientes al fracasado golpe: implicar al menor número de militares posible y a ningún civil, como si nunca hubiera habido otra trama civil que la que representaba el falangista García Carrés en absoluta soledad.
Cuando en marzo de 1981 se inicia el juicio por el golpe de Estado de Tejero, Milans del Bosch y compañía, el general Fernández Campo hace esfuerzos denodados para que el Rey no tenga que declarar ante los jueces. Sabino convenció a los funcionarios y a los más altos representantes de las instituciones del Estado de la inconveniencia de tal acto, especialmente porque la defensa de los militares acusados de perpetrar el golpe defendían que los encausados habían actuado “por obediencia al Rey”. La mayoría de los abogados defensores eran de la opinión que Juan Carlos declarara aunque lo hiciera por escrito. Sabino se ofreció a hacerlo por el Monarca. Ello no fue óbice para que los militares de más alta graduación -a excepción de Armada- declararan que el Rey estaba informado de la ejecución del golpe y que, incluso, llegó a participar en su elaboración. Al tiempo que declaraba, Fernández Campo llevó a cabo una intensa política de protección del Rey, entrevistándose con los directores de los medios y los columnistas de primera línea para que evitaran cualquier referencia al Rey.
Cuando el 3 de junio de 1982 se dio a conocer la sentencia del 23-F había desaparecido cualquier referencia al Monarca. La labor de Sabino Fernández Campo había dado sus frutos. El general apareció citado en lugar del Rey en alguna de las actas del juicio. Parecía que, durante aquellas horas intensas para la historia del estado español, el Rey no hubiese desempeñado ningún papel.
Atentos pues al discurso del miércoles. Será un ejemplo más de la mentira y la manipulación al servicio de un rey puesto allí por el General Franco.