La primera dependencia de la cárcel de Soto del Real que visitó Gerardo Díaz-Ferrán fue la enfermería. Bastante previsible. Les ocurre a nueve de cada diez mangutas —él es todavía presunto, no la vayamos a fastidiar— de cuello blanco enviados entre rejas. En cuanto comprueban lo poco que se parece el local donde se van a alojar por tiempo indefinido a los cinco estrellas que suelen frecuentar, se rilan. Taquicardia, sudor gélido, dificutad respiratoria, tembleque de rodillas y en más de un caso, fuga de vareta intestino abajo. Sin necesidad de explorar, el médico de guardia diagnostica ataque de ansiedad, que es el punto de arranque de la expiación de culpas de esta clase de penados que hasta diez minutos antes se creían, por puras razones estadísticas, intocables. Lo normal entre los de su estirpe es librarse del trullo. ¿Qué se torció para que todo un expresidente de la patronal española haya acabado siendo excepción a la regla?
Empecemos no engañándonos. Al tipo no lo han trincado por dejar en la calle con sus tejemanejes a centenares de currelas ni por promover el neoesclavismo desde su antigua posición de capo mayor. Ni siquiera por despistarle (supuestamente, insisto) un buen pico a Hacienda. Nada de eso manda a un poderoso a la sombra en este estado de derecho selectivo, asimétrico y descangallado. La gran pifia de Díaz-Ferrán ha sido la que cometían quienes en el Chicago de los años treinta del pasado siglo acababan en un barril de cemento. Simplemente, sus dedos se alargaron hasta los bolsillos equivocados. Quiso saltarse el escalafón y las normas de la casa de la sidra del alto hampa y ha recibido el escarmiento establecido. Puede agradecerle al cielo el progreso en los modos de infligirlo. No hace tanto, le hubieran mandado un par de matones. Ahora ha sido delicadamente conducido a la trena por unos educados servidores del orden. Tome nota, Urdangarín, que pronto le toca.