La pifia de Díaz-Ferrán

La primera dependencia de la cárcel de Soto del Real que visitó Gerardo Díaz-Ferrán fue la enfermería. Bastante previsible. Les ocurre a nueve de cada diez mangutas —él es todavía presunto, no la vayamos a fastidiar— de cuello blanco enviados entre rejas. En cuanto comprueban lo poco que se parece el local donde se van a alojar por tiempo indefinido a los cinco estrellas que suelen frecuentar, se rilan. Taquicardia, sudor gélido, dificutad respiratoria, tembleque de rodillas y en más de un caso, fuga de vareta intestino abajo. Sin necesidad de explorar, el médico de guardia diagnostica ataque de ansiedad, que es el punto de arranque de la expiación de culpas de esta clase de penados que hasta diez minutos antes se creían, por puras razones estadísticas, intocables. Lo normal entre los de su estirpe es librarse del trullo. ¿Qué se torció para que todo un expresidente de la patronal española haya acabado siendo excepción a la regla?

Empecemos no engañándonos. Al tipo no lo han trincado por dejar en la calle con sus tejemanejes a centenares de currelas ni por promover el neoesclavismo desde su antigua posición de capo mayor. Ni siquiera por despistarle (supuestamente, insisto) un buen pico a Hacienda. Nada de eso manda a un poderoso a la sombra en este estado de derecho selectivo, asimétrico y descangallado. La gran pifia de Díaz-Ferrán ha sido la que cometían quienes en el Chicago de los años treinta del pasado siglo acababan en un barril de cemento. Simplemente, sus dedos se alargaron hasta los bolsillos equivocados. Quiso saltarse el escalafón y las normas de la casa de la sidra del alto hampa y ha recibido el escarmiento establecido. Puede agradecerle al cielo el progreso en los modos de infligirlo. No hace tanto, le hubieran mandado un par de matones. Ahora ha sido delicadamente conducido a la trena por unos educados servidores del orden. Tome nota, Urdangarín, que pronto le toca.

Por la unidad de España

Miles de personas se manifiestan en la plaza de Colón de Madrid “por la unidad de España”. ¿Y…? Están en su perfecto derecho. Cada cual dedica sus matinales festivas a lo que le plazca. Hay a quien le da por hacer ejercicios aeróbicos o anaeróbicos, quien prefiere el marianito de rigor y una de rabas y quien aprovecha para cursar visita a la parentela política. Si a unas decenas, centenas o millares de personas el cuerpo les pide echarse a la calle con la rojigualda en bandolera, no somos nadie para afearles la conducta ni mentarles la madre. Faltaría más. Que lo disfruten con salud y por muchos años, tantos como sigan considerando que deben montar el numerito..

Me asombra ver a mi alrededor semejante crujir de dientes por un acto tan fútil —gracias, diccionario de sinónimos— como esta convención de ciudadanas y ciudadanos que estiman necesario pedir lo que ya tienen. Incluso resulta divertido verlos tan afligidos por algo que, de momento, solo ocurre en sus calenturientas imaginaciones. Será la caraba cuando tengan auténticos motivos para rasgarse los correajes y echar unos berridos plañideros por la rup`tura de España, aunque temo que todavía estamos lejos del caso.

Mientras eso llega, sonriamos a su paso de la oca y descacharrémonos ante las abracadabrantes portadas que los pintan de hijos de Mola y Don Pelayo para arriba. Más que ofendernos, su zozobra debería halagarnos y, ya puestos, animarnos a acrecentarla. Pero siempre con el debido fair play, que es lo que los descoloca y les hace saltar los plomos porque lo suyo es el juego subterráneo en el lodo. Como escribí cuando parte de estos legionarios descafeinados plantaron su bicolor en la Cruz del Gorbea, no hay desprecio como no hacer aprecio. Dejémoslos, pues, que sigan celebrando legítimamente sus coros y danzas en días señalados como el doce de octubre o el seis de diciembre. Si ladran, tal vez sea porque cabalgamos.

Español en Sestao

Cuánta razón, señor Basagoiti. Es un escarnio, un vilipendio, una ignominia y un oprobio de cuatro copones de la baraja el trato que recibe en esta pecaminosa linde vascongada la lengua de Cervantes, que es también, no lo olvidemos, la del insigne Pemán. Se le vuelve a uno el corazón paté de canard paseando por Sestao con la dolorosa impresión de ser un extranjero en su propia tierra. Allá donde se pongan ojos u oídos, la demoníaca fabla vernácula golpea con su soniquete de serrucho oxidado. En la Pela, en el Casco, en las Camporras o en Simondrogas no hay forma humana ni divina de comunicarse en cristiano. Las carnicerías de siempre son harategias, los cambios de sentido, itzulbideas, y hasta los monigotes de los semáforos llevan txapela. ¿Para esto ganaron nuestros abuelos una guerra?

Hay que hacer algo, Don Antonio, hay que hacer algo. No digo yo que otro alzamiento nacional, pero qué menos que un estado de excepción, a ver si enseñándoles los tanques se les bajan los humos y los pantalones a estos indígenas. Como usted bien dijo —¿acaso dice mal alguna vez—, va siendo hora de devolverle al idioma pequeñajo todas las afrentas que le ha escupido al grande, único y verdadero. Y mire, la ley de su compadre Wert, a quien el altísimo guarde muchos años, apunta en la dirección correcta. Mas (con perdón), pero, sin embargo, se antoja corta para desfacer este entuerto creado por tres décadas de paños calientes con los deletéreos nacionalismos periféricos. Si queremos que las criaturas abandonen el imperdonable vicio de llamar aita a sus cada vez menos venerados progenitores o que los locutores de la radio se apeen del procaz egunon y vuelvan a saludarnos como Dios manda, procede aplicar una cirugía mayor. El anillo, los varazos en las yemas de los dedos, unos capotones en el occipucio, por qué no el aceite de ricino. En diez minutos se vuelve a hablar español en Sestao, ya lo verá.

Viudas

Vegetan en el quinto infierno de la exclusión, allá donde no llegan las cámaras de los corazonistas de pitiminí. Casi mejor así, porque su pobreza no es nada fotogénica. Arrugas amarillentas, ojos siempre húmedos cada día más enterrados en un cráneo que anticipa despiadadamente lo que será —ojalá pronto, desean— una calavera. La comisura de los labios en permanente temblor y sellada para ocultar unas encías despobladas de dientes que ya solo pueden con purés de oferta y galletas María mojadas en un simulacro de café con leche. Mejor no sigo con el retrato. Demasiado duro incluso para los estándares de la marginación, donde por tremendo que parezca, también hay derecho de admisión, clases, categorías y compartimentos estancos. Quién coño va a ganar un premio al más solidario o al más chachiguay vampirizando historias tan corrientes y molientes como la de la vecina del cuarto o la del entresuelo.

No tienen mucho que contar ni demasiado que inventar. Fueron niñas en una época difícil. Tal vez jóvenes en otra no mejor. Se casaron —con suerte, con un buen hombre que no les levantó la mano aunque seguramente sí la voz— y criaron tres, cuatro, cinco hijos hoy muy caros de ver. Tuvieron la comida y la cena a la hora y el piso de cincuenta metros cuadrados en perfecto estado de revista. Profesión, sus labores, quedaron reducidas en el carné de identidad y más que probablemente en sus propias cabezas. Madres y esposas en la vida. Lo último, solo hasta que las caprichosas leyes de la biología y de la estadística enviaron al cementerio a sus maridos.

En lo sucesivo y para los restos fueron —son— viudas. Debieron acostumbrarse al vacío y la soledad, pero también a llegar a fin de mes con menos de la mitad de lo que ingresaba su difunto. 578 euros es el promedio engañoso. La inmensa mayoría apenas alcanza 462. Lo peor es que no parece importarle a nadie. Por invisible, su miseria no cuenta.

Jaque a la DYA

Esas casualidades tan reveladoras. Rafael Bengoa ficha como vicetiple para la septuagesimoquinta línea de coro de la administración Obama al mismo tiempo que los papeles que lo festejan dan cuenta de su (pen)último servicio al frente de departamento de Sanidad del Gobierno López. Solo o en compañía de otros se las ha arreglado para clavar un estoque de muerte a la DYA. Sí, una organización muy querida y todo eso, pero ya aprendimos en El Padrino que los afectos ni pueden ni deben interferir con los negocios. Y también aprendimos que, llegado el momento del matarile, debía parecer un accidente.

En este caso, la fórmula elegida para disimular el crimen ha sido —de qué nos sonará— un concurso público. ¿Hay algo menos censurable? Un pliego de condiciones debidamente publicitado, un plazo para la presentación de ofertas y, como broche, la resolución final, basada en criterios escrupulosamente cuantitativos. La plica más baja se queda con el lote a subasta en presencia de luz y taquígrafos. Puro ejercicio de la responsabilidad gobernante, la transparencia (ejem) y la igualdad de oportunidades. Se antoja difícil encontrarle un pero a tal proceder, ¿verdad?

Pues según y cómo. Aparte del millón de modos de apaño que hemos visto y habremos de ver, ocurre que no todo debería regirse por la ley del mejor postor. No es igual licitar el suministro de material de papelería que adjudicar el servicio de ambulancias para la atención de emergencias. La diferencia nada pequeña y fácilmente comprensible está en las vidas en juego. Tal cual suena, vidas.

Nadie pone en duda que la empresa que se ha llevado la concesión resulte, mirando solo el parné, un chollo en comparación con la oferta de la DYA. Nos podrán demostrar que en términos fría e inhumanamente mercantilistas, era la opción más barata. Difícilmente nos convencerán, sin embargo, de que es la mejor. No para nuestra seguridad, por lo menos.

Pinchos y ensalada

Pinchos y ensalada de lechuga y tomate. Menú frugal, anotaba la compañera de El País que susurró ayer el chauchau de una reunión secreta en Ferraz. ¿Secreta? Perdón, discreta. Ahí está el matiz, que diría el filósofo postsocrático Cantinflas. Derecho de admisión reservado a barones y baronesas de confianza, principalmente con un buen batacazo electoral acreditado. López, Fernández Vara, Pérez Rubalcaba; tres mayorazgos, incluyendo Moncloa, entregados con deshonra al enemigo en las urnas. Junto a ellos, nombres que hay que buscar en la wikipedia, excepción hecha de Elena Valenciano, intelectualmente tan liviana como las viandas que había sobre la mesa. ¿Cónclave de perdedores? No exactamente, porque tuvieron gran cuidado en mantener al margen a Tomás Gómez, el que pasó de invictus a hostiatus en medio suspiro. Tampoco fue avisado Griñán, el que ganó perdiendo en la Bética y la Penibética. Dejó escrito el profeta Guerra que los que se mueven no salen en la foto. Ni siquiera aunque se haga de extranjis, como esta. Por cierto, ¿a santo de qué tanto misterio?

La militancia inasequible al desaliento e impermeable a la realidad podría pensar que el sigiloso conciliábulo marcaba el día D y la hora H de la catarsis, el toque a rebato, la firme determinación de abandonar la posición fetal y empezar a ser un poquito de lo que se espera. Verdes las siegan entre los puños y las rosas. Era solo una junta de escalera para pedir una nueva derrama de labia con la que afrontar el enésimo tortazo que se venía encima. Convocado nueve días antes de las elecciones catalanas, el único objetivo del encuentro era juramentarse para vender como grandioso éxito el descomunal varapalo que iba a cosechar el PSC. Fue así como el peor resultado histórico de un partido que anteayer gobernaba se convirtió en motivo para sacar pecho y levantar la mandíbula. Se decidió entre pinchos y ensalada de lechuga y tomate.