Por primera vez en no recuerdo cuánto tiempo, el reloj que mide mi actividad física me dice que he alcanzado el objetivo diario. Me ha sentado bien el permiso para estirar las piernas y ensanchar los pulmones, esto último, con bastante prevención, no vayamos a joderla. Además, por lo menos en mi zona y en la franja matinal, el tiempo ha acompañado y de tanto en tanto, salvo por las mascarillas y los guantes de látex, las imágenes se correspondían con las de cualquier sábado de primavera anterior a la llegada del maldito bicho a nuestras vidas.
¿Y qué tal nos hemos portado? Confieso que a la hora en que tecleo, me he cuidado mucho de mirar lo que se contaba por ahí. Empieza uno a estar harto del extremismo pendular que divide el mundo entre incumplidores contumaces y seres angelicales que ejercen legítimamente su derecho a contagiar a los prójimos. Qué decir de los denunciadores compulsivos de los primeros y de los defensores a machamartillo de los segundos. Todo, como si esto no fuera bastante más simple: va de actitudes individuales mondas y lirondas, censurables unas, loables otras, pero siempre de una en una. Por eso me limito a dar testimonio de lo que vi con mis propios ojos, que fue un comportamiento modélico de casi todas las personas con las que compartí el pequeño bocado de libertad.
Empiezana a legar los resultados serológicos preliminares. Malas noticias. Se esperaba un nivel de contagio en las dos cifras, lo que al menos pondría un freno a la segunda oleada y nos pondría en una virtual situación de inmunidad de grupo después de la tercera.
En lugar de eso… estamos en cifras bajas. Pero que muy bajas. Incluso en colectivos que, en principio, deberían de estar en riesgo muy alto.
Mal asunto. A ver si la vacuna llega pronto.
Ayer a la tarde en Bilbo un horror. Imposible mantener distancia de seguridad. A ratos tenías que salir a la carretera. Cuadrillas de todas las edades, gente sentada en los bancos de charla… por una parte un alivio y por otra parte un estres.