La absurda guerra del tabaco

Por fortuna, el ser humano es un animal de costumbres con una capacidad de adaptación infinitamente mayor de lo que presuponemos. El mismo mecanismo que ha hecho que creamos que llevamos toda la vida utilizando el teléfono móvil o pagando con una tarjetita de plástico hará que dentro de nada sólo recordemos vagamente que hubo un día en que se podía fumar en bares y restaurantes. La prueba es que hoy nos parece que fue en el pleistoceno cuando podíamos hacerlo en el transporte público o, incluso, en la consulta del médico, que perfectamente podía estar atendiéndonos con un Ducados entre los dedos. Todavía es pronto, claro, porque están todo el día las cámaras al acecho de las chimeneas andantes que la emprenden a golpes, hosteleros que buscan su cuarto de hora de fama y reportando al minuto el número de denuncias contra los infractores de la ley. En cuanto desaparezca el foco mediático, las aguas se situarán en su cauce.

Fumador compulsivo y nada orgulloso de serlo, tengo ganas de que llegue ese momento. Me siento desplazado y sin bando en esta guerra absurda y artificial que se está librando a beneficio de titulares llamativos y minutos de relleno en las tertulias. Ya escribí aquí que el único pero que le encuentro a la discutida nueva norma es que sus mentores sean los mismos -gobierno, estado- que han convertido en chollo recaudatorio lo que dicen querer combatir. No es pequeña la objeción, pero no creo que deba mezclarse con la absoluta lógica de casi todas las medidas que entraron en vigor el domingo pasado. Firmaría donde fuese para que todas las leyes que apruebe este o cualquier gobierno fueran igual de razonables.

Sin humo… y sin revanchas

Me chirriaban antes y me chirrían ahora aun más los contraargumentos de la parte que se siente perseguida y acorralada. Admito para quien así lo perciba -yo mismo hasta hace unos años- que fumar sea un placer, pero no puedo aceptar que sea un derecho. Y si lo fuera, debería palidecer ante el que tienen los no adictos a la nicotina a no asfixiarse con el mal humo ajeno. Viviré en carne propia la incomodidad de tomarme el café apremiado por la urgencia de una dosis de veneno, pero no se me ocurrirá sentirme víctima de un estado mutilador de libertades. No por eso, desde luego.

Sería muy conveniente también que el frente antitabaco no se dejase llevar por la tentación revanchista. Sobran las sonrisitas socarronas, los comentario jocosos, y no digamos el afán delatorio que les ha entrado a algunos de repente. Ya tienen lo que querían. Debería bastarles.

Víctimas del asfalto

Un solo muerto puede ocupar varias páginas. Para casi dos millares, sin embargo, media docena de párrafos es más que suficiente. No mucho más espacio han merecido las 1.730 personas que en el conjunto del estado español se dejaron la vida en la carretera durante el año que acabamos de mandar a las antologías. “Un 9,1 por ciento menos que en 2009”, explicaban las notas de agencias, antes de precisar que se trata del menor descenso en el número de víctimas mortales del último lustro. Así, cada cual decide si le parecen muchas o pocas, si es bueno, malo o regular “el dato”, aséptica palabra a la que quedan reducidas las historias individuales para su frío tratamiento estadístico. La impresión es mucho más llevadera que si se contara que ese número de fallecidos equivale a toda la población de Ataun o Artziniega. En el córner del asiento contable, casi fuera de concurso, los 7.954 heridos graves (la suma del censo de Derio y Zamudio) mencionados de corrido en la información.

Me rebelo -ya sé que infructuosamente- contra la naturalidad con la que asumimos estos números despojados de partida de su dimensión humana, y en el mismo viaje, de su dimensión social. Los aceptamos como si fueran imponderables del destino, como si no se pudiera hacer nada para combatirlos y reducirlos. Y sí, sí se puede. Mucho más, desde luego, que esas campañas de presunta concienciación acompañadas de spots televisivos truculentos o emotivos que, a fuerza de repetirse, vemos como si no fueran con nosotros. No creo que a nadie se le hayan venido a la cabeza esas imágenes y le hayan hecho levantar el pie del acelerador o desistir de un adelantamiento innecesario.

El bolsillo y la cárcel

Es triste constatar que la única reducción significativa de víctimas del asfalto por estos pagos fue la que siguió a la entrada en vigor del carné por puntos. En su diseño imperfecto y hasta injusto -auténticas memeces sin riesgo restan más que algunas actitudes temerarias- ha mostrado una efectividad que las campañas no tenían. Siento ser impopular, pero estoy convencido de que si de verdad queremos reducir la sangría de la carretera, no queda otra que profundizar por ese camino. Ojalá llegue el día en que sea la conciencia la que nos dicte las buenas actitudes frente al volante. Mientras eso ocurre, me temo que sólo la amenaza de un buen bocado al bolsillo, de perder el permiso de conducir o, si procede, de acabar entre rejas, nos hará pensarnos dos veces las consecuencias de saltarnos un stop o de ir a 220 por hora.

Los que ya no son de los suyos

Un amigo asturiano me envió un sms el día de añonuevo que, para variar, no contenía los edulcorados buenos deseos sobre los que me explayé en mi última parrapla, sino un chiste que corría por la tierra dinamitera: “El PP se ha bebido toda la sidra y ha devuelto los cascos. Toma ya 2011”. Semanas antes había hablado con el remitente de la chanza y ambos habíamos dado por sentado que todo el ruido del Sella se iba a quedar en pocas nueces y que Francisco Álvarez-Cascos sería el candidato de los populares a la presidencia del Principado. Quedan demostradas una vez más mis capacidades proféticas. En mi descargo puedo alegar que no me entraba en la cabeza que un quítame allá esos egos y esas riñas del pasado iba a hacer que Rajoy se fumigase al que todos señalaban como seguro ganador de las próximas elecciones autonómicas. Y tampoco tenía muy claro que, una vez defenestrado, el otrora pintado como doberman iba a romper el carné del partido que él mismo fundó y al que empujó a esa mayoría absoluta de tenebroso recuerdo por estos pagos.

De Vestrynge a Arregi

Que se vayan preparando en Génova 13. La historia de la política, y especialmente la de la reciente, es la demostración de que no hay peor enemigo que la astilla rebotada de la propia madera. En las mismas filas gaviotiles está el caso de Jorge Vestrynge, que cuando recibió la patada hizo en un solo salto el tránsito de la extrema derecha al posmarxismo con toques maoístas. Cierto es que no se comió un colín y tuvo que emigrar a Latinoamérica a pregonar el hombre nuevo. Otros disidentes de sí mismos han hecho mejor fortuna. Que se lo pregunten a Rosa Díez, la consejera viajera del bipartito presidido por Ardanza en los tiempos de la mesa de Ajuria Enea. Todos la teníamos como una dócil aparatera del PSE, pero un día le explotó el ego y aspiró primero a la secretaría general del socialismo vasco y luego, a la del español. Perdidos ambos envites, juró odio eterno a sus antiguos compañeros, y ahí está, haciendo sietes en los cocientes de la Ley D’Hont, amén de como política más valorada en los sondeos del CIS.

Qué decir de Emilo Guevara, que inspiró a Arzalluz aquella maldad sobre los “michelines que sobraban en el PNV”. Con el tiempo, acabó redactando la contraprogramación socialista del llamado Plan Ibarretxe. Y para nota entre los que pasan la segunda parte de su vida arrepintiéndose de la primera, Joseba Arregi, de quien no creo que sea necesario extenderse en explicaciones. Moraleja: cuidado con los que dejan de ser de ser de los suyos.

Buenos deseos

Escribo afectado por una tremenda resaca. No piensen mal. Cada vez más fóbico a las multitudes – especialmente a las que se reúnen a toque de pito para participar de una felicidad artificial y efímera-, media hora después de la última campada me exilié en mi mismo con la compañía de un único e inofensivo gintonic. Poco efecto pudo hacer en un organismo hipernutrido a base de fritos y mazapanes. El culpable de mi clavo de año nuevo no es el alcohol sino la sobredosis de buenos deseos. No hay escafandra lo suficientemente impermeable a los letales principios activos de esas frases que pretenden contener en su carcasa las mejores intenciones cuando, en el óptimo de los casos, están cebadas con pegajosas natillas y siropes resistentes a cualquier disolvente.

Lo peor de esta guerra bacteriológica que se reedita con cada cambio de calendario es que el fuego más peligroso es el amigo. Como en el refrán discutible, suele ser quien bien te quiere quien te hace llorar de impotencia a golpe de SMS, email, twitteo o post en tu muro de Facebook. “En el 2011 haremos entre todos un mundo mejor”, te dispara uno a traición. “Seguro que este es el año en el que nacerá una sociedad más justa”, suelta su bomba otro. “A partir de mañana sólo habrá sitio para el amor y la solidaridad”, crees que ha rematado otro más, cuando añade con impiedad: “Tenemos por delante 365 días nuevos para crecer como personas”. Si sacas la bandera blanca y te rindes, habrá quien lo tome como una provocación y te arreará el tiro de gracia: “En estos doce meses se van a cumplir todos nuestros sueños”. ¡Baaasta!

Que te vaya bonito

No dejará de sorprenderme la suprema ingenuidad que alimenta estas formulaciones. ¿Nadie ha caído en la cuenta de que todos los 31 de diciembre elevamos al cielo las mismas plegarias y que jamás se cumplen ni medio gramo? Abonados ciegamente a una filosofía de tapa de yogur, nos entregamos una y otra vez a seguir jugando a la espera de esos premios que nunca llegan, seguramente, porque ni están en el catálogo. Y siempre aspiramos al gordo. Las pedreas y los reintegros son para los pobres. Nos sonamos rácanos si sólo deseamos que te vaya bonito, que te mantengas a flote o que no te falten las fuerzas para levantarte cada día. Son objetivos menos líricos, desde luego, que se expresan sin necesidad de violines ni de poner ojos de dibujo animado japonés. Pero en su realismo son también más resistentes a la frustración y mantienen su vigencia el dos de enero, el tres de marzo y, con suerte, el cuatro de abril.

No sin mi cheque-bebé

Hace mes y medio que perdimos a Berlanga, pero las historias que mejor contaba no se han ido con él. Ahí están como prueba las colas de embarazadas frente a los paritorios buscando soltar lastre antes de que den las doce de esta noche y la carroza del cheque bebé se convierta en calabaza. Dos mil cuatrocientos euros son una pasta, no diré yo que no, pero se me antojan calderilla al lado de lo que se está poniendo en riesgo, que es la propia vida y, en el mismo viaje, la del bebé. No son exageraciones. Lo dicen los profesionales de la obstetricia, abrumados por el trabajo extra y abochornados por los bisnes de los que les quieren hacer partícipes. “No se dan cuenta de que están jugando a la ruleta rusa”, he escuchado lamentarse a un ginecólogo molesto por que lo tomaran por un sacacorchos o un desatascador. Otro advertía que, en el mejor de los casos, arreglar el estropicio causado por los problemas de una inducción al parto improcedente resultaba bastante más caro que la pedrea de la lotería natalicia que se sacó de la chistera el Gobierno español.

Premios a la natalidad

Este final a medio camino entre el neorrealismo de la posguerra y la picaresca del siglo de oro es, bien mirado, el único que cabía esperar para una medida populista que parecía sacada del ideario nacionalcatólico. Aquellos premios a la natalidad que entregaba el jefe local del Movimiento a los más aplicados en la cría de cachorros para el régimen no tenían nada que envidiar a esta prima a la reproducción que se inventó Zapatero. Lo más increíble es que haya habido parejas -más de cien y más de doscientas- que se prestaran voluntarias a la subasta de neonatos atraídas por una cantidad que no llega ni para los pañales y los avíos varios del primer año. Y ahora, como está a punto de sonar la campana, a empujar hacia fuera para no quedarse sin el cromo del Tigretón. No quiero ni imaginarme qué educación van a dar a esas criaturas concebidas para que vinieran al mundo con la hucha bajo el brazo.

Aunque las matemáticas catastrofistas de los demógrafos no me cuadran con una sociedad donde el paro o la precariedad laboral se ensañan en los jóvenes, que siguen viviendo con sus padres hasta después de los cuarenta, daré por cierto que hace falta más carne para la máquina. Traducido: que es necesario incentivar la procreación o, dicho en fino, la natalidad. Mucho me temo, sin embargo, que eso no se hace a base de cheques, bonos o cupones de descuento. Por fortuna, la mayoría de las parejas no tragan tan fácilmente esos anzuelos.

Huelga de balones caídos

Como ya he perdido todos los puntos de mi carné de progre y no sé dónde se dan las clases de resocialización, me atreveré a pronunciarme sobre la huelga (o similar) de futbolistas convocada para el próximo domingo. No estoy a favor ni en contra. Simplemente me da risa. De la floja e incontenible, además. Y como sentimiento anejo, me provoca también una divertida curiosidad. Ni me va ni me viene si acaban jugándose los partidos, porque hace como unos diez años que fui capaz de expulsar al forofo que se hospedaba en mi anatomía, pero sí me da una gotita de morbo saber en qué queda la mascarada. Que tenga que decidirlo la Audiencia Nacional, esa que yo creía que sólo estaba para las afrentas más gordas al presunto estado de derecho -con minúscula lo escribo, sí-, hace que la cosa resulte aun más entretenida.

Leo una y otra vez sin salir de mi asombro que la protesta de los gladiadores modernos se basa en la tremenda tropelía que supone hacerlos trabajar sin dejar que se recuperen de los excesos del cambio de año. En realidad, creo que apelan a lo entrañable y familiar de las fechas, y hasta blanden un convenio colectivo que recoge la demanda negro sobre blanco. Me pregunto si tendrán reconocidos también días moscosos para ir a los concesionarios a husmear haigas o para rodar los cargantes spots que suelen protagonizar.

Jornaleros de la gloria

Ya, lo de siempre, estoy cayendo en la demagogia barata al pintar a los obreros de la patada cual si todos fueran Cristiano Ronaldo. De sobra sé que no, pero ni de guasa me va a colar que me canten las mañanas diciendo que también hay mileuristas en las dos categorías profesionales, porque contestaré entonces con uno de sus latiguillos preferidos: el fútbol es así. Si esos a los que José María García llamaba jornaleros de la gloria tienen que rebelarse, será frente a los figurines que les centuplican la soldada. Tal vez no se han dado cuenta de que sin ellos como actores secundarios, las primadonnas balompédicas no tendrían forma de lucirse. Que les reclamen su trozo de la tarta.

El pintoresco director de deportes del Gobierno vasco, Patxi Mutiloa, le decía el otro día a Unai Larrea en estas páginas que la próxima burbuja que estallará será la del deporte profesional. Argumentaba, pienso que con tino, que no tenía ninguna lógica que un deportista de nivel medio bajo cobrase más de 120.000 euros al año. Nivel medio bajo, recalco. Ahí es donde la pelota -qué mejor símil- se detiene en el tejado de los aficionados que sostenemos y fomentamos esa realidad.

Réquiem desafinado por CNN+

Los del gremio somos así. Lloramos casi siempre cuando es demasiado tarde y más de una vez, por penas que no tienen vuelta de hoja. No recuerdo yo que CNN+ haya despertado grandes pasiones militantes durante los once años, para mi milagrosos, que se ha mantenido en el aire. Ahora que tenemos la certeza de que hace unas horas dejó de emitir uno de los pocos canales que, con sus defectos, surfeaba sobre la nadería catódica y el raca-raca cavernario en que sesteamos, izamos a media asta la bandera de la profesión. Creo que a nadie se le escapa que el luto solidario por las decenas de compañeras y compañeros que se quedan a la intemperie tiene música de Paco Ibáñez y letra de Blas de Otero: Vendrán por ti, por mi, por todos; aquí no se salva ni Dios, lo asesinaron. Los próximos, efectivamente, podemos ser culquiera de nosotros.

¿Culpables?

Mal haremos si señalamos como culpable al empedrado o, en este caso, a la impía lógica empresarial que antepone el beneficio al inalienable derecho a una información veraz y blablablá. Está bien que nos creamos la última chupada del mate, que diría Cortázar, pero ya que no salimos de las facultades con la ortografía y la gramática en mínimas condiciones de uso, por lo menos, podríamos habernos licenciado sabiendo que este juguete es muy caro. Si los medios no son rentables económica y/o ideológicamente, no hay más tutía que echar la persiana. Será todo lo injusto o cruel que queramos, pero en eso somos exactamente igual que la mercería de la esquina: si el género amarillea en el escaparate, toca poner el cartel de “Liquidación por cese de negocio”.

Siento ser tan descarnado en la exposición, pero estoy convencido de que el primer mandamiento de nuestro oficio es tomar conciencia de la realidad, por cruda y jodida que sea. Y ahí es donde nos desmorramos una y otra vez. Durante años, y con especial regodeo en los de bonanza económica, hemos alimentado la fantasía de que poner una grabadora en una rueda de prensa o llamar al secretario de la cofradía del espárrago para hacerle una entrevista de plantilla nos situaba a la misma altura que George Steer contando al mundo el bombardeo de Gernika. Google y la Wikipedia han hecho el resto. Para qué aprender el nombre del alcalde de Gasteiz, si con darle unos toquecitos mágicos al teclado, la pantalla te lo chiva. Nosotros mismos hemos elegido una forma de ejercer el periodismo que nos convierte en material perfectamente prescindible. Cuando las cuentas no salen, a la calle. Como consuelo, el pataleo.