La extra

Resultan fascinantes las denominaciones que mienten de serie. En Donostia, por ejemplo, se sigue llamando quincena musical a algo que se prolonga durante casi un mes. No hay tres pies que buscarle a ese gato. Simplemente ocurrió que para cuando el número de actos programados reventó las costuras del calendario, la marca original ya estaba firmemente instalada y, aunque ya no era fiel a su propio enunciado, no procedía el cambio. Menos inocente es el caso de lo que, alegres y confiados, designamos como paga extraordinaria.

Puede que hubiera un tiempo, efectivamente, en que la percepción de una propina equis estuviera sujeta al arbitrio y la magnanimidad de un mandamás paternalista. Incluso aunque el sobresueldo se sostuviera en una costumbre más o menos generalizada, no había ninguna garantía de cobrarlo. Por eso cabía hablar con propiedad de paga extraordinaria. Desde hace unos lustros, que para algo tenía que servir la lucha obrera, esa retribución está específicamente consignada en los convenios y/o los contratos. Es decir, que para las afortunadas y los afortunados cuya relación laboral se rige por tales documentos en vías de extinción, el ingreso se ha vuelto tan ordinario como la mensualidad de marzo o noviembre. Pura masa salarial, que se dice ahora.

Por inercia, por tradición, porque en el fondo somos niños grandes y nos gusta crearnos la ilusión de cobrar el doble un par de veces al año cual si nos hubiera caído del cielo, hemos perdonado la vida a un término —extra— que ya no hace honor a la realidad. Nadie imaginaba, por lo visto, que los recortadores se colarían por ese boquete psicológico y conseguirían presentar como algo perfectamente presentable la supresión de lo que en el imaginario colectivo sigue figurando como una dádiva generosa. El señor nos lo da, el señor nos lo quita. De momento, este año y no a todo el mundo. Veremos qué pasa el que viene y los siguientes

Tomar partido

Es una vieja película, pero no pasa de moda. Acción, reacción, acción. Sangre llama a sangre. Los primeros muertos son una excusa para provocar la respuesta que justifique, menudo verbo, una represalia mayor. Para el tercer o cuarto ciclo, ya nadie recuerda quién empezó esta vez. Tampoco importa gran cosa. Nunca hemos entendido realmente de qué va esto más allá del trazo grueso. Peor todavía: aunque nos lo explicasen mejor, sería tarde para cambiar de bando. Lo elegimos por intuición, por simpatía o por antipatía. Igual que cuando en un zapping nos encontramos con un Madrid-Benfica o con un Madrid-Apollon Limassol, tifamos sin dudarlo por los contrarios de los merengues. ¿Acaso se pueden equivocar el corazón, las tripas, la bilis? Allá se las apañe la razón, si es que cabe alguna cuando se trata de mandar enemigos al otro barrio, mejor cuanto más despanzurrados, ya los recompondrán en el paraíso de los unos o de los otros.

Tomemos, pues, partido. En las portadas del fondo a la derecha, el autobús humeante de Tel Aviv recoge el relevo del presunto sionista de la quinta columna arrastrado por un motero palestino. En las otras, los cascotes de la sede de Al Jazzera en Gaza City o el hombre llorando mientras sostiene en brazos el cuerpo inerte de una criatura. Es el póker de las imágenes truculentas, con reglas copiadas del juego del hijoputa, también llamado propaganda. Gana quien causa más rabia, más desazón y más indignación entre los que, a miles de kilómetros, no disparan con bala sino con palabras que se reciclan de conflicto en conflicto. Son batallas más cómodas, libradas con pijama como uniforme de campaña, con el apoyo de esa limpísima artillería moderna que son los enlaces a esta o aquella página de internet. No importa cuál; hay miles que contienen argumentarios igual de exagerados y falaces a favor o en contra. Recuérdese que lo único que está prohibido es no alinearse.

Once meses

Contemos bien. Aunque las elecciones que mandaron al PSOE por el desagüe fueron el 20 de noviembre de 2011, entre pitos, flautas y trámites varios, Mariano Rajoy tuvo que esperar hasta el 21 de diciembre para ser investido presidente. Por tanto, no es un año sino once meses —se cumplen exactamente hoy— lo que llevamos bajo el signo de la gaviota. Procede hacer la acotación porque una de las lecciones que hemos aprendido en este tiempo tenebroso es que al PP un mes, o sea, cuatro consejos de ministros, le cunde mucho. De aquí a la efeméride redonda nos aguardan aún, me temo, un puñado de tantarantanes vía Decreto ley convalidable a rodillazo limpio.

El balance es, en consecuencia, incompleto, pero no por ello menos ilustrativo e ilustrador de la que nos cayó encima el día en que el pueblo español soberano y rumboso —¡ay, ay, ay!— le concedió a los genoveses una mayoría, más que absoluta, aplastante, demoledora e incontestable. Si había la menor posibilidad de escape al ricino y la motosierra era que a la formación gobernante no le salieran las cuentas solamente con sus culiparlantes. Inútil, a estas alturas, llorar por la (mala) leche derramada. No quedan muchas más opciones que el pataleo y el desfogue. Y sí, también la protesta en la calle y ceder a la tentación de resignarse, aunque no sea sino para no reconcomernos más todavía pensando que ni siquiera lo hemos intentado.

Como los negros números cantan y se han escrito cien columnas con la misma intención que la presente, obvio el inventario de las medidas que nos han hecho estar peor que ayer y, por desgracia, mejor que mañana. A cambio, señalo con todo el escándalo del que puedo hacer acopio una cuestión que parecemos haber aceptado como un imponderable. Desde 1979 hacia acá ha habido gobiernos regulares, malos, muy malos y pésimos. Aunque se antoje imposible, el actual es sin duda el peor de todos… con bastante diferencia.

Más ladrillo

Cráneo privilegiado, luminaria de Occidente y parte del Peloponeso, el presidente del sindicato de banqueros españoles (modelo Chicago años 30) ha dado con la piedra filosofal que nos devolverá al feliz anteayer de vacas gordas y perros atados con longanizas. Dice Miguel Martín —anoten en letras doradas el nombre del genio de la lámpara— que todo lo que hay que hacer para sacudirse las estrecheces es… ¡construir más casas! Si no querías ladrillo, ladrillo y tres cuartos. Bajo la piel de toro, ni se sabe cuántas promociones inmobiliarias en esqueleto con grúas a media asta, carretadas de dúplex del copón acumulando tres dedos de polvo y reducidos a activo tóxico, decenas de miles de pisos vaciados de bicho vía desahucio, y este magufo de las finanzas nos sale con que quiere más, más y mucho más cemento. Desde esa dieta de adelgazamiento basada en la ingestión masiva de comida basura, no se conocía un absurdo homicida igual.

Para añadir esperpento a la propuesta, la buenrollista justificación. Sostiene el tal Martín, agárrense a lo que tengan a mano, que su fórmula persigue acabar con la exclusión social. Atiendan a la argumentación y, por favor, traten de no blasfemar mucho cuando cierre las comillas: “El crédito ayuda a superar la crisis. Para proteger a las personas que están en peligro de quedarse sin casa, hay que dar más créditos y crear más casas y no poner trabas a que el crédito resurja cuando hay problemas”.

Es imposible calibrar el cinismo, por no escribir otra palabra más gruesa, que hay que reunir para escupir un teorema así con el asfalto manchado por la sangre de quienes prefieren saltar por la ventana a salir a rastras por la puerta de la que creyeron su casa. Lujos que se puede permitir el presidente de una asociación cuyos miembros, los bancos, están libres del peligro de caída. Cuando el balance se les pone en rojo, inyección de pasta pública y hasta la próxima.

Fin del sueño

Investidos de la autoridad que da fajarse con datos contantes y sonantes ocho horas al día, el sindicato de técnicos del ministerio español de Hacienda ha documentado lo que cualquiera con un par de ojos en condiciones de uso ve a su alrededor. Crece y no para la cantidad de personas —sí, de las de carne y hueso— que viven con lo puesto y aun tienen que rogarle a la Virgen, al banco y a los gobernantes que las dejen como están, porque no hay situación mala que no sea susceptible de deteriorarse hasta el infinito.

Según el cómputo de los inspectores, en el conjunto del estado español hay ya 20,6 millones de ciudadanas y ciudadanos mayores de 18 años que han caído al abismo de la precariedad, cuyo umbral técnico está en mil euros de ingresos mensuales. Nótese, de entrada, que hasta en la penuria hay grados. Por tremendo que parezca, no es lo mismo tratar de subsistir con 999 que con cero. Siempre hay alguien que está peor, aunque eso no debería servir de consuelo. Y por lo que nos toca en Euskal Herria, también sería de una autocomplacencia suicida celebrar que nuestras dos subdivisiones autonómicas figuran en la zona de alivio de luto de la lista de la miseria. Si nos comparasen con Burundi, todavía saldríamos mejor en las estadísticas, pero eso no surtiría las mesas de nuestros casi setecientos mil convecinos descolgados del pelotón del bienestar.

De hecho, más allá de las descorazonadoras cifras, la gran enseñanza del informe de los técnicos de Hacienda es lo poco que hace falta para perder pie y verse arrojado a la cuneta. En menos de un año se puede pasar de los salones de Arzak al comedor de Cáritas o del fin de semana en Baqueira a la notificación de desahucio. Como certeramente resume el título del estudio, le estamos diciendo adiós a la clase media. En realidad, al sueño de pertenecer a ella, porque la gran mayoría —ahora lo comprobamos— siempre estuvo ahí de prestado.

¿Y bien…?

Algún día los sindicatos dejarán de enfadarse y no respirar cuando se les apunta, aunque sea con la mejor de las intenciones y en el tono más conciliador, que tal vez, quizá, quién sabe, pudiera ser, a lo mejor… deberían pararse a pensar un poco. Lo sé, pincho en hueso o, peor aun, pongo el dedazo en la madre de todas las llagas dolorosas, sangrantes y purulentas. Ocurre, sin embargo, que no todos somos extremocentristas desorejados que queremos verlos muertos y enterrados en cualquier cuneta de la Historia. Al contrario, algunos (ciertamente, no sé cuántos) de los que nos armamos de valor para garrapatear o balbucear lo que no se puede decir ni nombrar so pena de ir al mismo saco que el malvado enemigo les deseamos larga y combativa vida. Como cualquiera, puedo estar equivocado, pero me da la impresión de que blindarse contra el menor atisbo de autocrítica no es el modo más eficaz de plantar cara a lo que hay enfrente. Y dejo para otro día el concepto enfrente, otro parcial que parecemos tener atravesado.

Me voy a lo reciente. La tercera huelga general en apenas seis meses. ¿Y bien? En realidad, y mal. Ni siquiera regular. Se pueden poner Unai Sordo y Dámaso Casado todo lo animosos que quieran, que nada tapará la indiferencia cruel con la que la jornada atravesó el calendario en la demarcación autonómica de Vasconia. Dos semicorcheas más de incidencia en Navarra, y lo justo para no estallar en llanto en España. ¿No es, como poco, una extraordinaria paradoja que cuando hay más motivos (y son más claros) para protestar, se haga un mundo movilizar al personal?

Sí, hay una respuesta de carril: “es que hay mucho miedo”. Enroquémonos, pues, ahí, y sigamos de fracaso en fracaso hasta la derrota final… si es que no se ha producido ya hace un buen rato. Otra opción, y aquí es donde me brean, es plantearse en serio si a la huelga general no se le ha pasado el arroz. Uy, lo que he dicho.

Traidor o traidor

Ya no basta con las jugadas a balón parado, el tackling o el fuera de juego. Los futbolistas de élite ensayan en los entrenamientos hasta el modo de caer en el área para hacer picar al árbitro o pintureras celebraciones de goles hipotéticos. Tal vez sea mucho pedir que el siguiente paso sea incluir unas sesiones de manejo del Twitter para evitar incendios innecesarios o, simplemente, quedar en evidencia por patear la ortografía con el mismo ímpetu con que mandan el esférico a la grada cuando hay que defender una victoria por la mínima. Sin embargo, se hace urgente empezar a trabajar el regate en corto a los portadores de alcachofas y grabadoras. No se trata de hacer de todos los peloteros unos Valdanos o unos Lillos, porque aparte de que el resultado iría contra la Convención de Ginebra, semejantes verbos floridos no están al alcance de cualquiera. Sería suficiente con que los millonarios prematuros (copyright Bielsa) aprendieran cuatro o cinco rudimentos para no acabar de Trending Topic y saco de las hostias. En el caso de los vascos y catalanes seleccionables por España, esa instrucción es imprescindible.

Seguro que a estas alturas del despelleje a que está siendo sometido por los gañanes mayores del reino borbónico —anónimos y con pedigrí—, Markel Susaeta se arrepiente de no haber ejercitado esas disciplinas tanto como los pases en profundidad. La de veces que en las últimas horas habrá pasado por su moviola personal el infausto momento en que su lengua y su cerebro la pifiaron en lo que, aparentemente, era un lance sin peligro. En su situación, una frase que empieza con “Nosotros representamos…” sólo podía tener un desenlace funesto: traidor a una patria o a otra. En los tres segundos de tensa paradiña tuvo que elegir de dónde le lloverían las collejas. A la desesperada, quiso aferrarse al comodín y dijo “una cosa”. Lo empeoró. La fatua quedó dictada. Rojigualda, en este caso.