Jaque a la DYA

Esas casualidades tan reveladoras. Rafael Bengoa ficha como vicetiple para la septuagesimoquinta línea de coro de la administración Obama al mismo tiempo que los papeles que lo festejan dan cuenta de su (pen)último servicio al frente de departamento de Sanidad del Gobierno López. Solo o en compañía de otros se las ha arreglado para clavar un estoque de muerte a la DYA. Sí, una organización muy querida y todo eso, pero ya aprendimos en El Padrino que los afectos ni pueden ni deben interferir con los negocios. Y también aprendimos que, llegado el momento del matarile, debía parecer un accidente.

En este caso, la fórmula elegida para disimular el crimen ha sido —de qué nos sonará— un concurso público. ¿Hay algo menos censurable? Un pliego de condiciones debidamente publicitado, un plazo para la presentación de ofertas y, como broche, la resolución final, basada en criterios escrupulosamente cuantitativos. La plica más baja se queda con el lote a subasta en presencia de luz y taquígrafos. Puro ejercicio de la responsabilidad gobernante, la transparencia (ejem) y la igualdad de oportunidades. Se antoja difícil encontrarle un pero a tal proceder, ¿verdad?

Pues según y cómo. Aparte del millón de modos de apaño que hemos visto y habremos de ver, ocurre que no todo debería regirse por la ley del mejor postor. No es igual licitar el suministro de material de papelería que adjudicar el servicio de ambulancias para la atención de emergencias. La diferencia nada pequeña y fácilmente comprensible está en las vidas en juego. Tal cual suena, vidas.

Nadie pone en duda que la empresa que se ha llevado la concesión resulte, mirando solo el parné, un chollo en comparación con la oferta de la DYA. Nos podrán demostrar que en términos fría e inhumanamente mercantilistas, era la opción más barata. Difícilmente nos convencerán, sin embargo, de que es la mejor. No para nuestra seguridad, por lo menos.

Pinchos y ensalada

Pinchos y ensalada de lechuga y tomate. Menú frugal, anotaba la compañera de El País que susurró ayer el chauchau de una reunión secreta en Ferraz. ¿Secreta? Perdón, discreta. Ahí está el matiz, que diría el filósofo postsocrático Cantinflas. Derecho de admisión reservado a barones y baronesas de confianza, principalmente con un buen batacazo electoral acreditado. López, Fernández Vara, Pérez Rubalcaba; tres mayorazgos, incluyendo Moncloa, entregados con deshonra al enemigo en las urnas. Junto a ellos, nombres que hay que buscar en la wikipedia, excepción hecha de Elena Valenciano, intelectualmente tan liviana como las viandas que había sobre la mesa. ¿Cónclave de perdedores? No exactamente, porque tuvieron gran cuidado en mantener al margen a Tomás Gómez, el que pasó de invictus a hostiatus en medio suspiro. Tampoco fue avisado Griñán, el que ganó perdiendo en la Bética y la Penibética. Dejó escrito el profeta Guerra que los que se mueven no salen en la foto. Ni siquiera aunque se haga de extranjis, como esta. Por cierto, ¿a santo de qué tanto misterio?

La militancia inasequible al desaliento e impermeable a la realidad podría pensar que el sigiloso conciliábulo marcaba el día D y la hora H de la catarsis, el toque a rebato, la firme determinación de abandonar la posición fetal y empezar a ser un poquito de lo que se espera. Verdes las siegan entre los puños y las rosas. Era solo una junta de escalera para pedir una nueva derrama de labia con la que afrontar el enésimo tortazo que se venía encima. Convocado nueve días antes de las elecciones catalanas, el único objetivo del encuentro era juramentarse para vender como grandioso éxito el descomunal varapalo que iba a cosechar el PSC. Fue así como el peor resultado histórico de un partido que anteayer gobernaba se convirtió en motivo para sacar pecho y levantar la mandíbula. Se decidió entre pinchos y ensalada de lechuga y tomate.

Veda macabra

Se ha abierto la veda del suicida. Tan demoledor como suena. Y tan inhumano, aunque seguramente todos los que participan en la cacería encontrarán el modo de autoabsolverse. Que es por una causa noble, que es en aras de la información, que es, incluso, para denunciar una injusticia. Demasiado cinismo detrás de esas excusas. En el fondo, se está diciendo que ancha es Castilla y que qué más da si los muertos no van a estar ahí para desmentir la versión interesadamente manipulada de sus motivos. ¿Qué tipo de dioses nos creemos para apropiarnos de un cuerpo precipitado al vacío e inventarle unas circunstancias que nos convienen? ¿Quién nos ha dado permiso para hurgar en su pasado y echar al viento, citando nombres y apellidos, una retahíla de datos presumiblemente ciertos mezclados al tuntún con suposiciones, chismes y absolutas patrañas?

De la suma de las dos preguntas anteriores sale una tercera: ¿por qué, aun cuando esas intimidades que nunca debimos conocer desmontan la relación causa-efecto que se llevó a los titulares, se sigue insistiendo en que los hechos fueron como se quisieron contar? Probablemente, porque la realidad ha pasado a ser una mera anécdota. No es lo que es sino lo que se decide que sea. El fin y los medios, la mentira como arma revolucionaria, la eterna ley del embudo y me llevo una. Vale todo y aquel que no tenga redaños para entrar en el juego es un moralista redomado, un pinchaglobos y un desgraciado que debería quedarse en la grada comiéndose sus estúpidos escrúpulos como si fueran palomitas.

Asumido ese ingrato papel, predico en el desierto que no deberíamos trivializar el suicidio. Simplemente, no somos competentes para interpretar en docena y cuarto de líneas lo que bullía en la cabeza de alguien que decidió quitarse de en medio. Empeñarnos en hacerlo nos convierte, además de en personas manifiestamente mejorables, en probables instigadores del próximo.

Comercio o contrabando

Sin duda, el titular tenía gancho: “Desmantelada en Durango una trama de contrabando de maquinaria destinada al programa nuclear de Irán”. En una sola frase, las palabras desmantelada, trama, contrabando, nuclear e Irán, todas ellas con un profundo poder sugestivo para que el lector medio armase en su cabeza su propia película o, como poco, un capítulo de la segunda temporada de The Wire. Escuchas telefónicas, emails cifrados interceptados, tipos de tez morena y bigotillo negro paseando maletines en las inmediaciones de Tabira sin saber que los está fotografiando un agente del CNI disfrazado de cashero… y hasta plutonio camuflado en botes de leche en polvo embarcando en un container en el puerto de Bilbao. Buen trabajo del plumilla de la Hacienda española que redactó la nota sabiendo que, primero las agencias de prensa y después los periódicos, se limitarían —¡ay, la precariedad económica y la profesional!— a copiar y pegar. Faltaba en el texto el adverbio “presuntamente”, pero bueno, quién va echar de menos una nimiedad tan superflua. En contrapartida, abundancia de pelos y señales sobre la empresa acusada (ni ese verbo se empleaba) de tener apaños turbios con el maligno Ahmadineyad.

Ahí viene la segunda parte, más enjundiosa si cabe que lo de las licencias narrativas, porque directamente entra en el terreno de la arbitrariedad y la hipocresía de la llamada legalidad internacional. Los tratos comerciales son un delito del quince según con quién se establezcan. Si se venden unos molinillos a Irán para que el cliente disponga de ellos como tenga a bien o, ejem, a mal, estamos ante una fechoría tremebunda. Ahora bien, si se suministran bombas, gases, rifles, carros de combate o cualquier cosa que mate a otros regímenes tan deleznables como el de Teherán o incluso a multinacionales del crimen de conveniencia, el asunto se queda en ejercicio de la sacrosanta libertad de mercado.

No solo un sablazo

Al Gobierno vasco en funciones le correspondía tomar la decisión sobre la paga de navidad de sus empleados y lo ha hecho. Por ese lado, no hay absolutamente nada que objetar. Ha cumplido exactamente con lo que se le estaba pidiendo. ¿Cabe sorprenderse o llamarse a engaño por cómo ha zanjado el asunto? Tampoco. Era de parvulario político que aprovecharía la ocasión para despedirse con un gesto póstumo de magnanimidad que, de paso, se lo pondría un poquito más en chino a los sucesores, gero gerokoak. Para nota, el despiporrante informe jurídico —los hermanos Marx no lo habrían mejorado— en el que se sostiene la resolución. Bien es cierto que esas fintas y contrafintas legaloides, por retorcidas y lisérgicas que sean, obedecen a una causa justa y legítima. Se trataba de derrotar con las mismas armas del derecho a la carta la arbitrariedad inaceptable de bailar a los funcionarios un buen pico de su sueldo. ¿Por qué el mismo ejecutivo tragó hace dos años con el tajazo del 5 por ciento lineal del salario ordenado desde Madrid por José Luis Rodríguez Zapatero? La respuesta está en la misma pregunta.

Este galimatías de la mal llamada paga extra no ha visto todavía su último capítulo. El virrey Carlos Urquijo guarda un as jurídico en la manga. Nadie descarte que dentro de equis, cuando la pasta no sea ni un recuerdo, empiecen a llegar notificaciones exigiendo su devolución. A quienes la hayan percibido, claro, porque esa es otra. Cada una de las administraciones ha tenido que buscar su propia solución más o menos creativa para hacerle un escorzo al gran marrón dejado sobre su tejado por el Gobierno español. Debería hacernos pensar que no haya habido una respuesta única o, por lo menos, mayoritaria. Esta medida no es solamente un sablazo a los bolsillos de quienes tienen una nómina del sector público. También es un gran mordisco a la capacidad de decidir sobre nuestros propios asuntos.

Pronósticos

Hay, como poco, cuarenta formas distintas de interpretar los resultados de las elecciones catalanas. Basta arrimar el ascua a la sardina propia para extraer la conclusión deseada. Depende a dónde se mire, uno se encuentra con la inapelable victoria de la españolidad rampante o del independentismo más radical. Es posible, sin embargo, que no haya ocurrido ni lo uno ni lo otro, sino todo a la vez y nada al mismo tiempo. Digo solamente posible. No me atrevo a ir más allá porque me cuento entre los que pifiaron estrepitosamente el pronóstico. A las ocho menos un minuto del pasado domingo, mi única duda era si CiU estaría dos escaños por encima o por debajo de la mayoría absoluta. Ni por lo más remoto esperaba que el marcador se atascase en los cincuenta que, finalizado el conteo, certificaron lo que siempre hemos llamado hacer un pan con unas tortas.

Mientras casi todos los que se habían lucido como profetas junto a mi se pasaban al bando de los que decían haberlo visto venir y empezaban a aventurar nuevos e infalibles vaticinios, yo me quedé rascándome la coronilla. No he avanzado mucho más en estas horas. Me declaro incapaz de hacer un análisis medianamente solvente de la macedonia que han dejado las urnas. Anoto al margen que los que leo o escucho ni me convencen ni me dejan de convencer. Simplemente, los pongo en fila india en cuarentena, a la espera de que la terca realidad los sitúe donde merezcan.

Ese es, de hecho, el único aprendizaje de fuste que creo haber obtenido de estas elecciones que le han salido al convocante por la culata: hay que tener mucho cuidado con las sugestiones colectivas, los estados de opinión… y no digamos ya con las encuestas, esas escopetas de feria. Lo que parece que va a pasar no es necesariamente lo que pasa. Otra cosa es que nuestra tendencia a la desmemoria haga que resulte tan fácil pasar de patético diagnosticador a esplendoroso forense.

Mudanza

Por desgracia, es demasiado habitual, prácticamente una rutina, que los gobiernos que saben que se van apuren su mandato hasta el filtro. De pronto, entran las urgencias, y quienes no han dado un palo al agua en toda la legislatura se entregan, a riesgo de infarto o ciática, a una actividad febril. En realidad, a dos. La primera consiste en el borrado de pruebas a toda pastilla o, en los casos en que no es posible, en su sepultura bajo alfombras, triples fondos o tapas de carpeta con las etiquetas cambiadas. Hay quien, sumando la hijoputez innata y la derivada del escozor por tener que entregar el juguete a otro niño, incluye en esta tarea la destrucción indiscriminada de cualquier material que pueda resultar útil a los nuevos. Hasta el más insignificante directorio telefónico es bueno para la trituradora de papel o la función Delete. Que se jodan y empiecen de cero, bastante que no nos llevamos la grapadora, el pegamento de tubo ni la caja de clips.

La otra labor frenética del tiempo de descuento busca pasarse por la sobaquera la fecha de caducidad. Se trata de dejar atornillados a poltronas y canonjías existentes o levantadas ex-novo a la mayor cantidad posible de centuriones que de otro modo quedarían con una mano delante y otra detrás. Entran ahí las personas físicas, blindables en fundaciones y demás trapisondas públicas o parapúblicas, y las jurídicas, a las que se les prolonga la mamandurria vía plicas ajustables a la medida deseada.

Como escribía, esta acelerada carrera contra el reloj para legar una herencia infiltrada acompaña sin remedio a cada mudanza gubernamental. Es algo tan asumido, que incluso las leyes, por lo menos en esta parte del mundo, no ponen el menor reparo. De ese modo, el límite de desparpajo lo marcan los salientes. Hasta ahora, solía haber un miligramo de decoro en el indecoro y los que cesaban se cortaban un pelo. Pero nada es para siempre. Al tiempo.