No todos los corruptos

Como casi todo, la corrupción va por barrios. ¿Porque todos, incluidos los que van de impolutos —a veces llegaban cartas…— tienen uno, dos o veinte casos y lo niegan o se justifican con similares paparruchas dialécticas? Desde luego, pero no solo por eso. También, o mejor dicho, especialmente porque la denuncia de los marrones no atiende a motivos éticos. Vamos, pero ni de lejos. Antes al contrario, cada chanchullo que sale a la luz, da igual en calidad de presunto o de probado, no es más que una oportunidad para atacar al rival político.

¿Y si, por los avatares de la historia y el destino manifiesto, ya no es rival sino compañero de fatigas? Pues nada, pelillos a la mar, al mejor latin lover se le escapa un pedo, como acabamos de ver en las divertidas y altamente reveladoras reacciones a la sentencia del Caso Palau. Por si nadie se ha dado cuenta, incluso en su aguachirlado final, ha quedado demostrado que lo del 3 por ciento (4, en realidad) no era una leyenda urbana ni una acusación al tuntún. Y eso da de lleno y sin remisión a la antigua Convergencia Democrática de Catalunya, convertida hoy, justamente para tratar de huir hacia adelante, en PDeCAT o, en su última versión electoral, Junts Per Catalunya, oséase, la formación o movimiento que ahora lidera el mismo Carles Puigdemont que en la época de autos no era precisamente un bedel del partido.

Siguiendo el manual al uso de los castos y puros, tal circunstancia significaría asumir la responsabilidad correspondiente, pedir perdón, y hacerse a un lado. Por supuesto, en esta ocasión no procederá. En mi cinismo, no lo denuncio. Solo lo apunto.

Adeu, Mas (otra vez)

La primera vez que tuve delante a Artur Mas en carne mortal fue a principios de 2004. Venía de estrenarse mordiendo el polvo como cabeza de cartel de CiU. Tras 23 años y medio de pujolismo, el llamado a ser hereu del todopoderoso mandarín se quedó compuesto y sin presidencia ante el PSC de Pasqual Maragall, que sumó escaños con una ERC que ni soñaba con lo que llegaría a ser y con los restos de serie del histórico PSUC, rebautizados por aquellos días como ICV. El rencor, por no decir encabronamiento, era patente en cada una de las respuestas a las preguntas que le iba haciendo.

A esa impresión inicial de tipo profundamente resentido fui sumando otras en las conversación. Como que era un vendepeines con poco fuste político embutido en un traje caro. O como que, más allá de formulismos, le importaba una higa la pelea que vivíamos por entonces por estos pagos. El llamado Plan Ibarretxe se acababa de presentar en el Parlamento Vasco y hacía correr ríos de tinta tóxica en los vertederos mediáticos del ultramonte. A Mas, oigan, ni fu ni fa. Simpatía y atención por lo que se cocía, pero dejando claro que los ritmos de Catalunya eran diferentes, qué gracioso resulta recordarlo casi tres quinquenios más tarde.

No puedo decir que en adelante mejorase mucho mi concepto sobre quien zascandileó con Zapatero para descafeinar el Estatut de la discordia o quien en la campaña de las elecciones que devolvieron a CiU al poder tuvo el apoyo cerrado de toda la caverna hispana. Comprenderán la risa tonta que me entra al ver que en su segundo mutis obligado sea despedido como la leche en verso del independentismo.

Libertad de voto

El domingo pasado a mediodía las portadas digitales regalaban uno de esos titulares que a la hora de la merienda agonizan al fondo de la página. Raro que es uno, este es el minuto en que sigo dándole vueltas a lo que quizá a la mayoría de ustedes les parecerá una nadería. Aunque había varias versiones, el enunciado más común era este: “Unió concede libertad de voto a su militantes en la consulta del 9-N”. En el primer bote, se manifiesta una eterna duda que nadie me ha satisfecho a pesar de que llevo largo tiempo preguntándolo: ¿Qué es realmente Unió? Desde la distancia y, probablemente, el desconocimiento, a mi me suena a puro residuo histórico que sobrevive pegado a la chepa de Convergencia y que no obtendría más de tres concejales si abandonara el cómodo y generoso vientre que lo acoge. En muchos aspectos me recuerda a… Bueno, dejémoslo, que me lío y no les hablo de lo sustancial del entrecomillado, es decir, de lo de la libertad de voto a la militancia, cuestión que se extiende más allá de Unió. Que tire la primera piedra el partido que esté libre de pecado.

El partido… o los propios militantes, que se dejan tratar como ovejas. Si analizan la frase por el reverso, notarán que se da por supuesto que en otras circunstancias, los afiliados están obligados a votar lo que les manden, so pena de ser considerados ejemplares descarriados y exponerse al correspondiente comité disciplinario. Otra cosa es, siendo secreto el sufragio, cómo narices se va a identificar a los renegados que se atreven a desafiar el imperativo de la dirección. ¿Habrá policías de conciencia? Pues no lo descartaría.

Pronósticos

Hay, como poco, cuarenta formas distintas de interpretar los resultados de las elecciones catalanas. Basta arrimar el ascua a la sardina propia para extraer la conclusión deseada. Depende a dónde se mire, uno se encuentra con la inapelable victoria de la españolidad rampante o del independentismo más radical. Es posible, sin embargo, que no haya ocurrido ni lo uno ni lo otro, sino todo a la vez y nada al mismo tiempo. Digo solamente posible. No me atrevo a ir más allá porque me cuento entre los que pifiaron estrepitosamente el pronóstico. A las ocho menos un minuto del pasado domingo, mi única duda era si CiU estaría dos escaños por encima o por debajo de la mayoría absoluta. Ni por lo más remoto esperaba que el marcador se atascase en los cincuenta que, finalizado el conteo, certificaron lo que siempre hemos llamado hacer un pan con unas tortas.

Mientras casi todos los que se habían lucido como profetas junto a mi se pasaban al bando de los que decían haberlo visto venir y empezaban a aventurar nuevos e infalibles vaticinios, yo me quedé rascándome la coronilla. No he avanzado mucho más en estas horas. Me declaro incapaz de hacer un análisis medianamente solvente de la macedonia que han dejado las urnas. Anoto al margen que los que leo o escucho ni me convencen ni me dejan de convencer. Simplemente, los pongo en fila india en cuarentena, a la espera de que la terca realidad los sitúe donde merezcan.

Ese es, de hecho, el único aprendizaje de fuste que creo haber obtenido de estas elecciones que le han salido al convocante por la culata: hay que tener mucho cuidado con las sugestiones colectivas, los estados de opinión… y no digamos ya con las encuestas, esas escopetas de feria. Lo que parece que va a pasar no es necesariamente lo que pasa. Otra cosa es que nuestra tendencia a la desmemoria haga que resulte tan fácil pasar de patético diagnosticador a esplendoroso forense.

Es divertido extrapolar

Se me pasa el arroz catalán. Desde la convocatoria de las elecciones del domingo, hace casi dos meses, tenía en la cabeza escribir unas líneas sobre la cita con las urnas del país en el que tantas veces hemos querido encontrar los vascos un espejo… y viceversa. Lo fui dejando porque, lo confieso, no daba con un hilo del que tirar, más allá de la obviedad ya confirmada de que el tripartito se iba a ir al desván de los juguetes políticos rotos. Tampoco eran necesarias grandes dotes de análisis para vaticinarlo. Quienes lo habían montado y mantenido vivo fueron los primeros en bajarse en marcha del invento que hace seis años parecía el hallazgo definitivo para unir progreso y sentimiento nacional de diferentes graduaciones y calibres. No eran pocos los que por estas latitudes fantaseaban con algo parecido, aún sabiendo que, por distintos motivos, carecíamos de los ingredientes para versionear el combinado.

Y por ahí me viene la percha que me faltaba, que en realidad es un verbo y una tentación inevitable tras cada proceso electoral: extrapolar. Por si no fuera suficientemente complicada de interpretar la realidad sobre la que pisamos, nos gusta enredar más el juego probándonos trajes de tallas y hechuras que nunca hemos llevado y que es altamente probable que nunca llevemos. Reconozco que es entretenido tratar de adivinar lo que nos va a pasar a partir de lo que les ha pasado a otros, pero en este caso me parece imposible la traslación.

Pocos parecidos

Por más vueltas que le he dado, la única similitud, muy matizable por lo demás, que he encontrado es la que puede existir entre CiU y el PNV. Ambas son, efectivamente, formaciones que, después de décadas en el poder, perdieron el Gobierno, aún habiendo ganado las elecciones. Apurando mucho, se puede añadir como coincidencia menor que en uno y otro caso la presidencia les fue arrebatada por las sucursales locales del Partido Socialista. Y ahí mismo empieza la larga lista de diferencias, porque el PSC y el PSE se parecen como un huevo a una castaña.

Sumemos que en estos pagos hay una parte del electorado puesta fuera de juego arbitrariamente, que nuestro Parlamento tiene casi la mitad de escaños que el catalán, o que aquí la represención de cada territorio no es proporcional a su población, y caeremos en la cuenta de que no hay por dónde ni qué extrapolar. Si queremos saber cómo va a acabar este capítulo de nuestra historia que empezó en mayo de 2009, por impacientes que estemos, no hay otra que esperar los dos años y medio que restan.