La última

Despedida por todo lo bajo. Del no pasarán al acatamos, faltaría más, usted perdone, en qué estaríamos pensando. La montaña que pare el ratón, el viaje y las alforjas, Cagancho en Almagro, el pan hecho con unas hostias. Y por supuesto, ni barcos ni honra, como pudieron constatar en rigurosa primicia los 2.500 empleados públicos a los que les ingresaron la indebidamente llamada paga extra por la mañana y se la retiraron por la tarde, en cuanto el Tribunal Constitucional mandó parar. No hacía ni treinta horas que el lehendakari en los restos, digo en funciones, había advertido que ardería Troya antes de que los currelas de la administración autonómica se vieran compuestos y sin lo que les reconoce el convenio.

Iban a ser los únicos de su género que cobrasen en tiempo y forma, pero de pronto son los que se tienen que dar con un canto en los dientes si el nuevo gobierno vasco pone el turbo y ordena el anticipo de la de julio de 2013 al 3 de enero. Efectivamente, idéntico truco del almendruco que han hecho casi todos los demás entes, solo que con menos bombo y fanfarria. No es, ni de lejos, la solución ideal, pero es la que más se aproxima al pájaro en mano y la que, si de verdad hay voluntad, da margen para ver el modo de arreglarlo mejor.

Habrá quien sostenga que a estas alturas qué más da, que hoy mismo le dan la makila a otro y empieza un partido diferente o que, siguiendo la máxima recién aventada por Rodríguez Zapatero, lo hecho, hecho está. Ocurre que ahí nos las suelen dar todas. Abonados al tanta paz lleves como descanso dejas, resultamos un flete para quienes no tienen el mínimo reparo moral en liarla parda porque les sale gratis. No nos damos cuenta (o no queremos hacerlo) de que esa indolencia es cómplice. Esta ha sido la última de López, simplemente porque no hay tiempo material para que sea la penúltima. Y ha sido demasiado gruesa para anotarla a beneficio de inventario.

El factor humano

Tendemos a pensar, bien es cierto que porque nos dan motivos para ello, que los políticos ya salieron políticos del vientre de sus madres. Como solo los conocemos en esa faceta —y a muchos, desde tiempo inmemorial—, se diría que forman parte de una especie diferente a la del resto de los mortales, con sus propias leyes, determinismos genéticos, y pautas de comportamiento. Y no es así, sino exactamente al contrario. Para lo bueno, lo malo y lo regular, son humanos. Bajo la cubierta de Armani o Elena Benarroch hay seres de carne y hueso con las mismas o parecidas pulsiones, virtudes y miserias que acarreamos los demás. Es ahí donde tenemos que acudir para entender (o tratar de entender) sus tantas veces peculiares conductas.

La actualidad nos regala un ejemplar perfecto para el profundizar en esta teoría. Sea lo que sea lo que ha acabado con una carrera tan prometedora como la de Santiago Cervera, la razón última, o quizá la primera, está en el factor humano. Quedaría por establecer, lógicamente, la naturaleza de ese factor. Los que se pasan la presunción de inocencia por el forro de sus conveniencias y juzgan y condenan en el mismo viaje dan por hecho que al expresidente del PP navarro le perdió la codicia, que es cien por ciento humana. No es una hipótesis inverosímil del todo, habida cuenta de los abundantes precedentes, pero a mi, supongo que por el conocimiento previo que tengo del personaje, me cuesta creerla.

Como, al fin y al cabo, esto va de especulaciones, aventuro la mía. A falta de más datos, creo que Cervera ha sido víctima de un cierto narcisismo bañado en quintales de ingenuidad. Se creyó el prota de una de esas series negras de las que tanto hablaba en Twitter y se pilló los dedos en la famosa rendija de la muralla. Con gorro de lana y bufanda de doble vuelta, para más recochineo y automortificación. No hay nada más humano que ir a por lana y salir trasquilado.

Derechos demediados

Es difícil escoger entre el abundante y variado surtido de “días de” el que provoca más grima, más impotencia o más ganas de pedir asilo en Saturno. Todos —si no es así, que me apunte alguien las excepciones— están tallados a base de hipocresía, cinismo y tres o cuatro gotas de magníficas intenciones a modo de excipiente y cebo. Queda uno fatal si no se suma con el lazo o la pegatina correspondiente a la noble causa del enunciado. ¿Quién no está contra el racismo, contra la violencia de género, contra el hambre, contra la pobreza, contra…? Y yendo al más reciente, que es el que los compila a todos y por eso mismo, el que pongo a la cabeza de la lista de efemérides estomagantes. ¿quién no está a favor de los Derechos Humanos, con D y H mayúsculas?

Como hemos visto en las últimas horas, nadie. Asesinos probados, instigadores o cómplices de grandes, medianos y pequeños crímenes nos han discurseado sobre la materia sin que se asomara el rubor a sus rostros de mármol. A ninguno se le ha visto ni oído decir nada de las conculcaciones. vulneraciones o pisoteos que han llevado o llevan su firma. Naturalmente, siempre son los otros —ya sean concretos o difusos— los verdugos.

Conclusión: esta es una de tantas conmemoraciones hemipléjicas, lo que es tanto como decir absolutamente inútiles. Mientras sigamos demediando los derechos humanos y clasificándolos por conveniencia o por proximidad de las víctimas, no solo no estaremos poniendo coto a las injusticias, sino que las estaremos haciendo más profundas y duraderas. El compromiso debe ser completo y sin lugar a matices ni a descartes interesados. Allá donde se encuentre una persona que haya padecido la arbitrariedad, debe estar nuestra denuncia y nuestra repulsa. Y si, por acción, omisión o las carambolas de la vida, hemos tenido algo que ver con esa circunstancia, no debe faltar el reconocimiento ni la petición de perdón. Es lo mínimo.

La pifia de Díaz-Ferrán

La primera dependencia de la cárcel de Soto del Real que visitó Gerardo Díaz-Ferrán fue la enfermería. Bastante previsible. Les ocurre a nueve de cada diez mangutas —él es todavía presunto, no la vayamos a fastidiar— de cuello blanco enviados entre rejas. En cuanto comprueban lo poco que se parece el local donde se van a alojar por tiempo indefinido a los cinco estrellas que suelen frecuentar, se rilan. Taquicardia, sudor gélido, dificutad respiratoria, tembleque de rodillas y en más de un caso, fuga de vareta intestino abajo. Sin necesidad de explorar, el médico de guardia diagnostica ataque de ansiedad, que es el punto de arranque de la expiación de culpas de esta clase de penados que hasta diez minutos antes se creían, por puras razones estadísticas, intocables. Lo normal entre los de su estirpe es librarse del trullo. ¿Qué se torció para que todo un expresidente de la patronal española haya acabado siendo excepción a la regla?

Empecemos no engañándonos. Al tipo no lo han trincado por dejar en la calle con sus tejemanejes a centenares de currelas ni por promover el neoesclavismo desde su antigua posición de capo mayor. Ni siquiera por despistarle (supuestamente, insisto) un buen pico a Hacienda. Nada de eso manda a un poderoso a la sombra en este estado de derecho selectivo, asimétrico y descangallado. La gran pifia de Díaz-Ferrán ha sido la que cometían quienes en el Chicago de los años treinta del pasado siglo acababan en un barril de cemento. Simplemente, sus dedos se alargaron hasta los bolsillos equivocados. Quiso saltarse el escalafón y las normas de la casa de la sidra del alto hampa y ha recibido el escarmiento establecido. Puede agradecerle al cielo el progreso en los modos de infligirlo. No hace tanto, le hubieran mandado un par de matones. Ahora ha sido delicadamente conducido a la trena por unos educados servidores del orden. Tome nota, Urdangarín, que pronto le toca.

Por la unidad de España

Miles de personas se manifiestan en la plaza de Colón de Madrid “por la unidad de España”. ¿Y…? Están en su perfecto derecho. Cada cual dedica sus matinales festivas a lo que le plazca. Hay a quien le da por hacer ejercicios aeróbicos o anaeróbicos, quien prefiere el marianito de rigor y una de rabas y quien aprovecha para cursar visita a la parentela política. Si a unas decenas, centenas o millares de personas el cuerpo les pide echarse a la calle con la rojigualda en bandolera, no somos nadie para afearles la conducta ni mentarles la madre. Faltaría más. Que lo disfruten con salud y por muchos años, tantos como sigan considerando que deben montar el numerito..

Me asombra ver a mi alrededor semejante crujir de dientes por un acto tan fútil —gracias, diccionario de sinónimos— como esta convención de ciudadanas y ciudadanos que estiman necesario pedir lo que ya tienen. Incluso resulta divertido verlos tan afligidos por algo que, de momento, solo ocurre en sus calenturientas imaginaciones. Será la caraba cuando tengan auténticos motivos para rasgarse los correajes y echar unos berridos plañideros por la rup`tura de España, aunque temo que todavía estamos lejos del caso.

Mientras eso llega, sonriamos a su paso de la oca y descacharrémonos ante las abracadabrantes portadas que los pintan de hijos de Mola y Don Pelayo para arriba. Más que ofendernos, su zozobra debería halagarnos y, ya puestos, animarnos a acrecentarla. Pero siempre con el debido fair play, que es lo que los descoloca y les hace saltar los plomos porque lo suyo es el juego subterráneo en el lodo. Como escribí cuando parte de estos legionarios descafeinados plantaron su bicolor en la Cruz del Gorbea, no hay desprecio como no hacer aprecio. Dejémoslos, pues, que sigan celebrando legítimamente sus coros y danzas en días señalados como el doce de octubre o el seis de diciembre. Si ladran, tal vez sea porque cabalgamos.

Español en Sestao

Cuánta razón, señor Basagoiti. Es un escarnio, un vilipendio, una ignominia y un oprobio de cuatro copones de la baraja el trato que recibe en esta pecaminosa linde vascongada la lengua de Cervantes, que es también, no lo olvidemos, la del insigne Pemán. Se le vuelve a uno el corazón paté de canard paseando por Sestao con la dolorosa impresión de ser un extranjero en su propia tierra. Allá donde se pongan ojos u oídos, la demoníaca fabla vernácula golpea con su soniquete de serrucho oxidado. En la Pela, en el Casco, en las Camporras o en Simondrogas no hay forma humana ni divina de comunicarse en cristiano. Las carnicerías de siempre son harategias, los cambios de sentido, itzulbideas, y hasta los monigotes de los semáforos llevan txapela. ¿Para esto ganaron nuestros abuelos una guerra?

Hay que hacer algo, Don Antonio, hay que hacer algo. No digo yo que otro alzamiento nacional, pero qué menos que un estado de excepción, a ver si enseñándoles los tanques se les bajan los humos y los pantalones a estos indígenas. Como usted bien dijo —¿acaso dice mal alguna vez—, va siendo hora de devolverle al idioma pequeñajo todas las afrentas que le ha escupido al grande, único y verdadero. Y mire, la ley de su compadre Wert, a quien el altísimo guarde muchos años, apunta en la dirección correcta. Mas (con perdón), pero, sin embargo, se antoja corta para desfacer este entuerto creado por tres décadas de paños calientes con los deletéreos nacionalismos periféricos. Si queremos que las criaturas abandonen el imperdonable vicio de llamar aita a sus cada vez menos venerados progenitores o que los locutores de la radio se apeen del procaz egunon y vuelvan a saludarnos como Dios manda, procede aplicar una cirugía mayor. El anillo, los varazos en las yemas de los dedos, unos capotones en el occipucio, por qué no el aceite de ricino. En diez minutos se vuelve a hablar español en Sestao, ya lo verá.

Viudas

Vegetan en el quinto infierno de la exclusión, allá donde no llegan las cámaras de los corazonistas de pitiminí. Casi mejor así, porque su pobreza no es nada fotogénica. Arrugas amarillentas, ojos siempre húmedos cada día más enterrados en un cráneo que anticipa despiadadamente lo que será —ojalá pronto, desean— una calavera. La comisura de los labios en permanente temblor y sellada para ocultar unas encías despobladas de dientes que ya solo pueden con purés de oferta y galletas María mojadas en un simulacro de café con leche. Mejor no sigo con el retrato. Demasiado duro incluso para los estándares de la marginación, donde por tremendo que parezca, también hay derecho de admisión, clases, categorías y compartimentos estancos. Quién coño va a ganar un premio al más solidario o al más chachiguay vampirizando historias tan corrientes y molientes como la de la vecina del cuarto o la del entresuelo.

No tienen mucho que contar ni demasiado que inventar. Fueron niñas en una época difícil. Tal vez jóvenes en otra no mejor. Se casaron —con suerte, con un buen hombre que no les levantó la mano aunque seguramente sí la voz— y criaron tres, cuatro, cinco hijos hoy muy caros de ver. Tuvieron la comida y la cena a la hora y el piso de cincuenta metros cuadrados en perfecto estado de revista. Profesión, sus labores, quedaron reducidas en el carné de identidad y más que probablemente en sus propias cabezas. Madres y esposas en la vida. Lo último, solo hasta que las caprichosas leyes de la biología y de la estadística enviaron al cementerio a sus maridos.

En lo sucesivo y para los restos fueron —son— viudas. Debieron acostumbrarse al vacío y la soledad, pero también a llegar a fin de mes con menos de la mitad de lo que ingresaba su difunto. 578 euros es el promedio engañoso. La inmensa mayoría apenas alcanza 462. Lo peor es que no parece importarle a nadie. Por invisible, su miseria no cuenta.