Zapateado de la movilidad

Como las insistentes oscuras golondrinas de Bécquer, vuelve hoy al santoral administrativo ese enorme brindis al sol que llaman “Semana europea de la movilidad”. Buen caladero para pescar rellenos travestidos de noticia y gran escaparate para que se den una jartá de declaraciones pomposas los que entrarían en shock anafiláctico si tuvieran que sacar un creditrans de una expendedora automática. Que hagan el censo de quienes, bajo el influjo irresistible de las pegatinas, los trípticos y las mascotas de gomaespuma, abjurarán de la religión motorizada para pasarse con armas y bagajes a la fe del peatón. Se verá así que el éxito de este despliegue de palabrería es tendente a cero.

Y no, no es cuestión de fuerza de voluntad, de conciencia ecológica o de comodidad. Adentrarse en nuestras ratoneras grises en coche es lo más parecido a un suplicio bengalí que se pueda imaginar. ¿Por qué lo hacemos, entonces? Excluyendo a los cuatro gañanes que van a comprar el pan o a potear a bordo de su deslumbrante GTI, casi todos los demás nos ponemos los faralaes de santos Job urbanos porque no nos queda otra opción.

Me encantaría admitir que eso suena a excusa, y lo haré encantado si alguien resuelve mi pequeño drama cotidiano. ¿Cómo hago los quince kilómetros -precio de amigo- que separan mi trabajo en Azkuna City de mi casa en la bonita aldea santurtziarra? Como no sea por toda la orilla, con la saya remangada y luciendo la pantorrilla, en homenaje a la Bella Charo, no se me ocurren muchas alternativas, salvo un taxi, que también es transporte público. Treinta euros me despellejó el último que tomé por una apasionante carrera nocturna que incluía entre sus extras un recorrido sin guiar por las obras de la Supersur a la luz de los focos. En el bolsillo me quedaron quince céntimos. Un minuto más de trayecto y acabo en comisaría.

Cuando consulte un horario de trenes, metro, autobuses o tranvía y vea que el último es capaz de esperar a una hora en la que todavía es necesario para mucha gente, empezaré a creerme los jolgorios oficialistas a mayor gloria de la movilidad. Lo haré, incluso, a sabiendas de que los promueven los mismos que lloran la pena negra cuando bajan las ventas de esos tremendos depredadores con cuatro ruedas. Mientras, seguiré siendo ese energúmeno eternamente cabreado que hace slalom gigante entre monovolúmenes apalancados en doble fila, o direcciones prohibidas. Todo, para no encontrar sitio y dejar el utilitario -manos arriba, esto es un atraco- en un parking.

Otros silencios de la Iglesia

Brillante y certero, como en él es marca de la casa, el teólogo Jon Sobrino ha levantado el dedo para denunciar que el poder eclesiástico ha traicionado a Jesús. Si la curia oficial tiene un rato libre, se hará la ofendida y regañará a la oveja descarriada por su atrevimiento, pero, seguros de su báculo, los purpurados con mando en plaza no perderán un minuto de sueño por las palabras del eterno disidente portugalujo. De hecho, es más que probable que la andanada no fuera dirigida a ellos sino, por paradójico que parezca, a quienes tienen exactamente la misma convicción pero no acaban de atreverse a dar un paso al frente.

“Se ha acabado el tiempo de los silencios. Son tiempos de testimonio, de compromiso”, recalcaba el mensaje suscrito en el último encuentro de la asociación de teólogos progresistas Juan XXIII por los que comparten con Sobrino el ideal de una Iglesia a pie de obra. Hay algo de S.O.S. (acrónimo de “Salvad Nuestras Almas”, por cierto) en esa declaración. Como en todo texto redactado por estudiosos de la fe, caben mil interpretaciones, pero una de las más verosímiles es que se estuviera llamando a la rebelión. No a la de pensamiento, sino a la de obra.

Miedo a salir del rebaño

Ya sería hora de que fuera así. Los que estamos en el córner del catolicismo -y no digamos ya los que se sitúan definitivamente fuera- no acabamos de entender la capacidad de tragar quina de quienes son tan Iglesia como la cohorte vaticana y extravaticana que marca la doctrina pata negra. Quien pone el grito en el cielo (lo siento, todas las metáforas se me van por ahí) ante tal mansedumbre, recibe por toda explicación que estamos hablando de una institución bimilenaria donde las cosas no cambian de un día otro.

Dada la naturaleza -o sea, la no naturaleza- de la fe, es comprensible el terror al vacío, incluso el sentimiento de culpa que puede atormentar a quien se debate entre dar o no un paso adelante o un puñetazo en la mesa. No tiene que ser fácil encontrarse de pronto en una vida en la que las respuestas no están en el libro mágico. Tampoco aceptar que la decisión que se tomó tal vez hace veinte o treinta años guiada por algo inmaterial llamado “vocación” pudo haber sido un error. Y aún así, hay quien lo hace. Entre nosotros, Joxe Arregi ha sido el último caso notable. Con todo el dolor de su corazón y un coste personal inmenso, ha optado por colgar los hábitos y el sacerdocio franciscano. Es curioso que, al obrar así, ha hecho algo tan cristiano como predicar con ejemplo. Munilla teme que cunda.

Gabon

Estas notas que me siento a redactar tienen algo de esas cartas póstumas que dejan algunos suicidas. Quienes las lean lo harán después de que haya ocurrido lo inevitable. Nadie se alarme. Hablo sólo de mi reestreno radiófonico, que por esas paradojas espacio-temporales, habrá tenido lugar horas después de que yo envíe estas líneas al periódico, pero horas antes de que ustedes las lean. Me voy haciendo una idea de que aprender a vivir entre hoy y mañana será una de las principales tareas que me aguardan en los próximos meses.

No les puedo contar, por tanto, cómo fue el nacimiento de Gabon en Onda Vasca. Espero que lo noticiable, en todo caso, se quedase en la deliciosa sensación de vértigo y miedo de las auténticas primeras veces y en cuatro anécdotas para aburrir dentro de un tiempo a cualquier víctima propiciatoria. Convenientemente exageradas, naturalmente. Por lo demás, ayer entre las diez y las once y media de la noche no debería haber ocurrido nada más -y nada menos- que la inauguración de un espacio donde las palabras se sientan cómodas, valoradas, seguras y, lo más importante, libres. La última, eso debe quedar claro, la tendrán siempre las y los oyentes, que habrán elegido libre y voluntariamente sintonizar ese punto del dial y que tendrán al alcance de sus dedos la facultad de abandonarnos sin que nadie les pida cuentas.

Simple: información y opinión

No hay programa -nuevo o veterano- que no se anuncie como la reinvención definitiva de la radio, el bálsamo infalible contra todos los males y el generador instantáneo de la felicidad de quienes reciben sus benéficas ondas. Me temo que no es el caso de Gabon. Lo nuestro es más modesto, pero también sincero. La receta que combina información con opinión es, con total seguridad, la más utilizada ahora misma de este a oeste y de norte a sur del espectro radioeléctrico. Si algo nos distinguirá, y en ello sí que nos aplicaremos, será la preparación, la forma de servir la mesa, y el paladar exquisito de quienes nos presten su tiempo desde el otro lado. Las ruedas de molino quedan fuera del menú.

Guiados por la experiencia, hemos comenzado con lo mínimo imprescindible. Los formatos chachipirulis de los arranques suelen convertirse en mazmorras inexpugnables para cualquier brizna de creatividad que brote después. Será una estupenda señal que el programa que vino al mundo ayer, minutos antes de que la renovada Onda Vasca cumpliera su primer año, no tenga mucho que ver con el que escuchen dentro de unas semanas. Sé que nos ayudarán a conseguirlo.

¡Cámbienme ese mapa… otra vez!

Me ha resultado muy sugestivo ver frente a frente en la edición digital de un periódico -adivinen cuál- la última hora del cretino ese que anda quemando el Corán y la noticia del nuevo tuneo del mapa del tiempo de ETB. ¡Calma! Todavía no he desarrollado lo suficiente el gen demagógico como para poner lo uno y lo otro en el mismo estadío de la imbecilidad y las ganas de tocar el napiamen, pero sí detecto algo en común: por medio están los símbolos, los puñeteros símbolos. Que arríe la primera bandera el que esté libre del pecado de la iconofilia.

Según nos cuenta Rosana Lakunza, estajanovista recapituladora de la época suriana de Txorilandia, con éste, ya van tres liftings en el año y poco que ha pasado desde que la Transversalidad (¡Cuántos crímenes se han cometido en tu nombre!) asentó sus reales en el rancho grande. Si se mantiene esta imprensionante media de customizaciones, para cuando acabe la legislatura, cabrá todo el mar de los Sargazos entre Irun y Hendaia, y el agujero de la capa de ozono será broma al lado del que pinten entre Irurtzun y Andoain. ¡Con lo que costó hacer la dichosa autovía! Y a ver qué zoom maravilloso se sacan de la sobaquera para mostrar todo eso, porque se antoja insuperable lo del barrido que parte de la piel de toro y desemboca en el terruño de nuestros pecados para que quede claro que sólo somos una de las muñequitas menores de la gran matrioska española. Qué pereza.

Cuestión de estética, ¿no?

Ardo en deseos de escuchar la explicación que ofrecerá el Director General a la más que probable interpelación parlamentaria del inasequible al desaliento Luke Uribe-Etxebarria. Apuesto que dirá que sólo es una cuestión estética, que la infografía anterior no combinaba bien con los visillos del plató. Convenientemente arrinconado, tal vez admita que si las sensibilidades esto, las sensibilidades lo otro. De puertas adentro -esta pregunta me la sé, profe-, los que tienen que poner su cara y su voz junto a la nueva realidad cartografiada volverán a escuchar la dulce milonga del respeto institucional. Vamos, que no hay que cabrear a Sanz. Como si hubieran servido de mucho las toneladas de “Pamplonas” bien silabeadas que se le han regalado al de Corella. ¿Y esas licencias para la TDT que nos iban a dar a cambio?

Lo chistoso es que a casi todos los que van a hacer rular la consigna el mapa les da igual. Y a la inmensa mayoría de los socialistas vascos, ídem de lienzo. ¿Cuál es, entonces, la mano que mece el tiralíneas? “Cien gaviotas dónde irán”, cantaban los Duncan Dhu.

Los fumadores y la tolerancia

Vaya por delante y como parapeto, que los pulmones de quien escribe estas líneas trasiegan cada día la ponzoña destilada de entre cuarenta y cincuenta cigarrillos, encendidos todos ellos -por lo menos, presuntamente- por voluntad propia. Mi espasmódica tos matinal, el chotunesco olor de mi ropa, la constatación de que un primer piso puede ser el Sisha Pangma y las otras cien mil consecuencias adosadas al llamado vicio me surten de argumentos de sobra para desmentir a Sara Montiel. Fumar no es un placer. Es, en todo caso, lo que Toxo dijo de la huelga del día 29, una gran… ya me entienden.
Ocurre que hay un efecto de la nicotina aun no suficientemente estudiado: altera la percepción de la realidad a tal punto, que los yonkis del trujas desarrollamos fantasías persecutorias. Nosotros, que somos los victimarios, ponemos cara de pollito Calimero y nos travestimos en víctimas vergonzosamente repudiadas por la injusta y cruel sociedad. “¡No queremos ser los apestados del siglo XXI!”, plañe un comando de adictos autodenominado “Fumadores por la tolerancia”, que acaba de presentar medio millón de firmas contra la versión corregida y aumentada de la ley del tabaco que prepara el Gobierno español.

Liberales liberticidas al frente

Entre lo grotesco y lo morrudo, este lobby de andar por casa presidido por Antonio Mingote y con miembros de amplio currículum revolucionario como Alfonso Ussía, Antonio Burgos o Carlos Herrera, se ha agenciado como lema el trillado “Prohibido prohibir”. Tiene bemol y medio, los mismos que aplauden con las orejas el cierre de periódicos que no bailan su agua, los mismos que celebran como triunfo de la democracia la exclusión de las siglas que envenenan sus sueños, sí, esos mismos, reclaman ahora la libertad para ahumar al prójimo. Tampoco es tan extraño, si pensamos que tienen como líder carismático al Titán de Quintanilla de Onésimo, aquel que defendió con lengua de trapo su derecho a conducir con Don Simón como copiloto.
También yo me acuerdo de todas las constelaciones cuando tengo que salir a atizarme la dosis a la abrupta intemperie con el gesto clásico -hombros sobre la cabeza, rodillas flexionadas, cara de urgencia infinita-, pero no me da por fantasear con que soy un proscrito. En eso, por lo menos, no. Admitidas tantas derrotas, poco me cuesta asumir, bandera blanca en ristre, lo ridículo e indecente de plantear como reivindicación innegociable la licencia para intoxicar a discreción a quien se ponga a tiro. Perdonen que los abandone: tengo que vaciar el cenicero.

Muertos sin relieve

Curiosa e inquietante coincidencia: alguien con las iniciales J.V. es, por lo menos en el momento de escribir estas líneas, el último nombre incorporado a la siniestra lista de muertos en el tajo en Euskadi. Una pieza de quinientos kilos le golpeó en la cabeza el jueves pasado en la empresa Indubilsa de Loiu y falleció el martes en Cruces después de pasar cuatro días en coma. Vivía en Sopelana y tenía 58 años.

Nunca llegamos a saber mucho más. Ocupados en asuntos seguramente más transcendentales que la pérdida de una vida, los periodistas damos por supuesto que a nadie le interesa conocer más detalles de lo que, al fin y al cabo, ya no es sino un apunte, otra muesca en la culata de las frías estadísticas. Tres muertos en una semana de septiembre. Han caído, además, de uno en uno, así que ni siquiera han contado con el poder del morbo de los accidentes múltiples, que dan para tres cuartos de página y un primer plano de los allegados deshechos en el lugar de la tragedia. Ahí sí caben, aunque se anoten con afán lacrimógeno, las apostillas que humanizan, individualizan y ponen en contexto cada drama: “Esperaba un hijo”, “se acababa de casar”, “le quedaban tres días para jubilarse”…

Nadie se atreve a escribirlo en ningún manual de estilo, pero en la prensa la muerte atiende a jerarquías. Según quién y cómo pase a la condición de cadáver, merecerá los honores de un monográfico, una llamada en portada, un breve emparedado entre las noticias de una feria ganadera y un campeonato de mus o, a veces, ni eso. Bien es cierto que, previo pago, siempre hay sitio en la sección de esquelas.

Los que menos importan

En esa macabra clasificación el farolillo rojo lo ocupan exaequo los fallecidos en las carreteras -salvo que se disponga de una buena imagen del amasijo de hierros o haya habido más de tres víctimas a la vez- y los que se han dejado la vida en el puesto de trabajo. No mucho más arriba están las mujeres asesinadas por sus carceleros domésticos, que en los últimos tiempos han escalado posiciones porque sirven de coartada para declaraciones huecas del tipo “hay que acabar de una vez con esta lacra”.

No juzgo, sólo relato. De hecho, me considero cómplice de este inhumano método de ordenar la muerte por tamaños, colores y sabores del que tantas veces he participado. Algo me dice, incluso, que es la mala conciencia la que ha inspirado estas líneas que sólo pretendían dejar constancia de que quien murió el otro día golpeado por una pieza de quinientos kilos no era un número, sino una persona.

Plaga de profetas

No hay tímpanos ni pupilas capaces de digerir un cuarto de la mitad de lo que se ha dicho y escrito desde el domingo sobre el comunicado de ETA. Animados, según los casos, por las mejores o las peores intenciones, profesionales, amateurs y mediopensionistas de la opinión nos hemos lanzado en tromba a embotellar la interpretación genuina e indiscutible del recado que nos llegó a través de la BBC. Habernos equivocado patéticamente el millón de veces que hemos hecho el mismo ejercicio estéril a lo largo de los años no ha contenido nuestro ímpetu por arrojar a la Humanidad esa luz de la que creemos ser propietarios únicos. Luego, qué risa, proclamamos que ETA no nos marca la agenda y que el único comunicado que merecerá ser valorado será el que anuncie su disolución.

Alguna vez me he preguntado qué pasaría si quienes recitan ese par de coletillas levantando el mentón y engolando la voz fueran consecuentes con ellas. Para mi desazón, la respuesta es que ni siquiera es una opción contemplable. De entrada, sería una faena para los que vivimos de revender palabras ajenas a granel. Tendríamos que sudar tinta china para encontrar con qué saciar el hambre informativa de nuestra parroquia, con lo cómodo que es poner el zurrón y dejar que caigan las declaraciones de manual que servimos apenas sin desbastar y sabiendo que nadie guardará recuerdo de ellas media hora después. ¿Recompensaría alguien ese esfuerzo? Al contrario, pasaríamos por tibios, encubridores de la verdad y, en el mejor de los de los casos, por mantas del periodismo. Mejor dejarse arrastrar por la inercia.

Por suerte, nadie se acuerda

Y cuando no es la inercia, es el ego, la impepinable necesidad de demostrar que nosotros también sabemos todo lo que hay que saber y un poco más, lo que nos empuja a llenar páginas o minutos de material de aluvión, cuando no de puras fantasías sobre lo que va a pasar o a dejar de pasar con ETA. Luego, todo eso queda, para nuestra fortuna, sepultado en las hemerotecas o disuelto en el aire.

Sería una humillación demasiado grande confrontar los brillantes pronósticos con lo que acaba ocurriendo, que suele ser, puñetera casualidad, exactamente lo contrario de lo vaticinado. Tal vez alguien debería tomarse el trabajo de bucear en los quintales de finísimos análisis que el tiempo ha desmontado del punto a la cruz y publicarlos con doble subrayado bajo el nombre y el apellido de sus autores. Sospecho -lo decía al principio- que ni aún así acabaríamos con la plaga de profetas, pero el sofoco no se lo quitaba nadie…