Algún día venceré mi natural tendencia a la pereza y haré el ránking de los “día de” más estomagantes y pedorros. A la espera de ese ímprobo trabajo clasificatorio, estoy seguro de que aparecerá en los primeros puestos el que celebramos —porque este no se conmemora— ayer bajo la pomposa denominación Día mundial para la erradicación de la pobreza.
¡Qué hartura, señor, de datos absolutamente contradictorios y siempre indemostrables sobre el número de pobres en Euskadi, en España, en el Planeta Tierra, en el Sistema Solar o en la Vía Láctea! Tiene uno la impresión de estar asistiendo a una subasta de desgraciados o a un concurso de cantores del infortunio. Siempre ajeno, claro, porque ahí es donde queda retratada la inconmensurable falacia. Con excepciones dignas de loa, quienes pontifican sobre la miseria de los demás son tipos y tipas —no me cansaré de repetirlo, o sea, de denunciarlo— que tienen el riñón bien cubierto y que en no pocos casos han hecho de la cuestión su lucrativo modo de vida y su piscina para los baños de ego. Su chollo se acabaría, bonita paradoja, si se cumpliera lo que predican, es decir, lo que hacen como que predican.
No descarto que tras esta descarga me venga algún amigo bienintencionado a afearme el descreimiento. O quizá, como me ocurrió anteayer cuando cité sin nombrarla a la benemérita Adela Cortina, que se me reproche osar criticar a los apóstoles de las grandes causas. Bien quisiera no ser tan malaje, pero como yo sí he sido pobre, casi de solemnidad, hace mucho que no adoro santos por la peana ni estoy para lecciones de los comprometidos de boquilla que siempre caen en blando.