Zaldibar, un año

Yo sí me acuerdo. Al día siguiente, la noticia principal en la demarcación autonómica —y en especial, en Gipuzkoa y Bizkaia— no fue el derrumbe sino la posibilidad de una final vasca de Copa. Aquella noche, mientras los equipos de rescate se afanaban entre los escombros sin saber aún que eran altamente tóxicos, la Real y el Athletic se deshicieron, respectivamente, del Real Madrid y el Barça en cuartos. Queda como testimonio para no olvidar la imagen de alguno de los líderes políticos que más se echaría las manos a la cabeza después enfundado en la camiseta del club de sus amores con una sonrisa Profidén. Eso, insisto, cuando desde las cuatro y pico de la tarde conocíamos que dos personas habían quedado sepultadas bajo miles de metros cúbicos de tierra y residuos venenosos.

De alguna manera, semejante festival de hipocresía fue el presagio de lo que vino a continuación. Siguiendo un libreto archiconocido, repetido hasta la saciedad en nuestra triste historia, una brutal tragedia humana y un notable desastre medioambiental se convirtieron en munición para el aprovechamiento politiquero más vil. Transversal, por demás, pues se moría uno del asco y de la pena al escuchar diatribas idénticas en labios españolistas del copón o soberanistas del nueve largo. Lo de menos, las dos vidas perdidas.

¿Con o contra Abascal?

Y luego se preguntan qué ha pasado, mesándose los cabellos, agriando el rictus para los selfis megacabreados, como si no lo supieran. Como si no lo provocaran. Enardecidas manifestaciones para mostrar la-más-enérgica-repulsa… ¡por un resultado electoral! Un sarao por cada capital andaluza, se lo juro. Los demócratas contra lo que ellos mismos juraban que era la democracia. ¿Antifascismo con métodos que atufan a fascismo? Uy, muchos decimales para entendederas tan escasas. Como la voluntad popular no fue la suya, una de pataleo, prometiendo ser la tumba de un muerto cada vez más vivo —gracias a sus balones de oxígeno, antipático detalle— y clamando que no pasarán los que ya han pasado… por la alfombra roja que ellos mismos les han tendido, que aquí es donde viene la desvergüenza definitiva.

Sí, porque la orgía plañidera de diseño trae consigo un millón de chapas infames sobre Abascal y sus mariachis. Y qué más quiere el jeta del Valle de Ayala, un tipo que lleva desde los 23 años pillando cacho gordo del erario público sin dar un palo al agua, que engrandezcan su leyenda. De Le Pen, Bolsonaro o Salvini no les sé decir, porque me pillan lejos. De este, con bastante conocimiento de causa, sí les puedo contar que no pasa de fachuzo vividor del cuento. Una versión barbada de Rosa Díez, quizá con alguna lectura y alguna luz más, pero empatado en afán de figurar, rostro de alabastro y falta de moral. 80.000 euros anuales cobraba el rapaz en la canonjía que le procuró su madrina Esperanza Aguirre. No está mal para quien se caga en las autonomías, el nuevo héroe encumbrado, cachis la mar, por sus presuntos enemigos.

La palabra del año

Como no quería taza, me han tocado tres. Vaya puntería la mía, que hace unos meses echaba aquí las muelas por la difusión, mayormente en labios y dedos muy finolis, del palabro “aporofobia”. Pues ya ven, ahora resulta que el artefacto verbal ha sido declarado “palabra del año 2017” por la llamada Fundación del Español Urgente, más conocida por su (creo que) acrónimo, Fundeu. Conste que es una organización que, en general, nos resulta muy útil a los que nos movemos en los andamios de la lengua castellana, pero como ya vamos para viejos zorros, bien sabemos que en no pocas ocasiones sus recomendaciones se las sacan de la sobaquera. Y luego hay un hecho en el que tendemos a no reparar, pero que si quisiéramos, nos haría ver el mecanismo del sonajero: la entidad está costeada por uno de los dos principales bancos de España.

Es gracioso al tiempo que hartamente revelador que una institución cuyo mecenas es una corporación financiera sin un gramo de piedad hacia los pobres encumbre como término del año uno que justamente significa “Miedo, rechazo o aversión (¿odio?) a los pobres”. Parecería una paradoja, pero no lo es. Todo cuadra. De hecho, “Aporofobia”, como ya señalé en su día, es un término de y para ricos… ¡que manifiestan un desprecio infinito a los pobres! Tipos y tipas de riñón bien cubierto lanzan el exabrupto como insulto a personas que malamente llegan a fin de mes, junto con las manidas imputaciones de ignorancia, zafiedad, insolidaridad y, cómo no, racismo. Lo hacen, simplemente, porque se lo pueden permitir, que para eso viven allá en lo alto de la escala social, donde los pobres no pisan.

En manos de patanes

La paupérrima calidad de la democracia española no solo se mide en demasías judicioso-policiales como las que hace tiempo dejaron de ser noticia. Ni en la profundidad de sus cloacas pobladas por lo más pútrido de la especie humana. Ni en las obscenas puertas giratorias que sirven para premiar a la vista de todo el mundo los servicios prestados desde el Boletín Oficial correspondiente. Ni siquiera en el latrocinio que se ha practicado —y me temo que se practica, ojo— a destajo y hasta hace poco, con total impudor.

Causa y consecuencia de todo lo anterior, y para mi, la invitación definitiva a abandonar cualquier esperanza de enmienda, es la brutal mediocridad de la mayoría (hay excepciones, por fortuna) de los principales representantes políticos. Hago precio de amigo, porque en algunos casos, como el que da lugar a esta descarga, tacharlos simplemente de medianías es un elogio desmesurado. Ya quisiera el patán con sifón Albert Rivera reunir los suficientes méritos para llegar a lo llanamente ramplón. Ahí tienen a un tipo que ha pasado directamente de delegado de la clase a líder de un partido —gestado in vitro, anoto— que a nada que se tuerzan las cosas, y más allá de las encuestas que inflan sus números, puede sumar con el PP una mayoría absoluta que arrasaría con lo poco decente que queda. Si por lo menos estuviéramos hablando de un perverso con fondo de armario intelectual, cabría resignarse. Pero es que este individuo con trajes caros a medida y labia de charlatán de feria, con perdón para tan honrado gremio, es la viva encarnación de la ignorancia osada y viceversa. Y cada vez tiene más cancha.