Cómo fue posible

Tiene muy mal arreglo lo de las preferentes y las subordinadas. En la mejor de las situaciones, los afectados recibirán unas migajas de lo que aportaron —en más de un caso, casi todo lo que tenían— y deberán quedarse con la bilis negra, la sangre hirviente y, con bastante probabilidad, el tratamiento a base de ansiolíticos para sobrellevarlo. Nadie les devolverá los pedazos de vida que se están dejando desde que descubrieron que les había ocurrido a ellos y ellas eso que normalmente leían en los periódicos, oían en la radio o veían en la televisión que les sucedía a otros. Durante muchos años, tal vez hasta el último, se preguntarán cómo fue posible.

Los moralistas de salón, que suelen aparecer sin ser llamados ni ocultar su delectación por la desgracia ajena, señalarán la codicia como única responsable y concluirán, ufanos, que a un pecado capital le corresponde una penitencia capital. Sin descartar que entre las decenas de miles de personas a las que han vaciado los bolsillos haya algunas que se creyeron que se codearían con los Rothschild, yo no apuntaría por ese lado. Me parece más verosímil buscar la causa en la mezcla de ingenuidad, inconsciencia y confianza despreocupada con que, en general, nos dejamos pastorear por las cañadas bancarias, financieras y empresariales. Por ahí vamos dados, pues en la contraparte hay alguien que sí sabe lo que tiene entre manos y que no se parará en barras éticas a la hora de hacernos firmar con una sonrisa en los labios nuestra propia sentencia de muerte económica. Con la bendición de los organismos reguladores presuntamente competentes, ojo.

Para los que han picado, me temo que es tarde. Los demás deberíamos escarmentar en carne ajena de una vez e interiorizar, por ejemplo, que un aval hipotecario no es una formalidad o que un fondo de inversión no es un depósito a plazo fijo. Y como norma, que hay posibilidades de que quieran metérnosla doblada.

Responsabilidad profesional

Si a un ingeniero se le viene abajo un puente, tiene bastantes boletos para acabar entre rejas. En el mejor de los casos, le caerá un puro económico y, desde luego, es altamente probable que los únicos encargos que reciba en el futuro sean para hacer maquetas con palillos. A un cirujano que deje una cicatriz medio centímetro mayor que los estándares permitidos no le libra nadie, como poco, de que le monten un auto de fe de esos que vemos en House y ya puede tener una buena póliza que le cubra la indemnización millonaria que le costarán sus cuatro puntadas mal dadas. Yo mismo, si me da un calentón y escribo aquí que tal o cual fulano es un ladrón y un hijo de mala madre, sé que incluso siendo verdad, me expongo a un querellón y a terminar mis días redactando el horóscopo.

Responsabilidad profesional se llama todo esto que les describo. Las negligencias, igual da si son por acción u omisión, tienen un precio. En ocasiones es excesivo y hasta injusto, pero la conciencia de esa espada de Damocles que te rebanará la yugular en caso de cometer una cantada ayuda —o debería— a andarse con ojo con aquello que te procura el pan. ¿En todos los gremios? Ahí está el truco: nanay. Para ciertos oficios no rige este principio.

Entre los exentos, destacan los políticos, que tienen patente de corso para hundir sucesivamente las áreas que se les encomienden. De igual modo, un juez se puede permitir —pongamos— cerrar un periódico con la tranquilidad de que cuando se descubra que fue injustamente no le tocarán un botón de la toga. Luego están los entrenadores de fútbol. Los hay que llevan un congo de equipos descendidos y siguen contratándolos y cobrando el cojofiniquito. Y, last but not least, los gestores de bancos. Esos sí que saben. Mandan al carajo una entidad de supuesta probada solvencia y son premiados con un pico de muchos ceros a la derecha y un puestazo desde el que arruinar la siguiente.

Rescates

He probado leyendo, y nada. He probado preguntando, y tampoco. He probado imaginando, y ha sido divertido, aunque igualmente inútil. Arrojo, pues, la toalla y confieso enormemente avergonzado que no tengo ni la menor idea de cómo se rescata la economía de un Estado. Sí, claro, ya se que es cuestión de pasta -se “inyecta”, dicen- y hasta sospecho de dónde sale todo ese parné, que en realidad no son billetes, sino números con muchos ceros a la derecha. Donde me pierdo es en lo que pasa una vez que alguien toca el botón que da salida a todo ese chorro de dinero. ¿Llega a un número de cuenta? ¿Se reparte entre varios? ¿Y de ahí, a dónde va? Más importante: ¿Con eso se pasa el peligro? ¿Por cuánto tiempo?

Podría estar poniendo interrogantes hasta la columna del segundo martes del mes que viene, pero sospecho que sería un esfuerzo inútil. Cada gurú de la economía -eso ya lo he visto- tiene respuestas diferentes y contradictorias. El mismo sabio o la misma sabia, dependiendo de la hora del día y lo que marquen el Dow Jones, el Nikkei o el castizo Ibex, expedirán un diagnóstico o el contrario, argumentados ambos con idéntica convicción y siempre adornados con esa palabrería que al común de los mortales nos deja caras de vacas mirando al tren. Y ese es el drama, que el tren es el de la última película (o similar) de Tony Scott. Circula a toda mecha sin maquinista cargándose lo que encuentra a su paso. No se va a detener porque aquellos a los que votamos para que lo hicieran, no saben cómo frenarlo, aunque jamás lo confesarán. Por mal que vengan dadas, a ellos no les faltará la Visa Oro ni el chárter para ir a hacer footing a Seúl.

El capitalismo es historia

Desde el flanco izquierdo y en primera línea de peligro de ser arrollados, se le puede echar la culpa al malvado capitalismo. Tal vez sirva como pataleo para desfogarse, pero poco más. Ojalá el monstruo que nos devora el bolsillo se atuviera a las injustas pero comprensibles leyes de la plusvalía. Qué tiempos, aquellos en los que era tan fácil identificar al enemigo de clase.

Aquellos ricachos con sombrero de copa y frac lo eran porque comerciaban -o traficaban- con materias tangibles, contantes y sonantes. Y si invertían en bolsa, las acciones subían o bajaban siguiendo el ritmo real de negocios también reales. Hoy se compran y se venden números, puro humo. Ni siquiera sabemos quién pone el precio, pero sí que de tanto en tanto todo un Estado puede quedarse sin blanca para seguir jugando al Mononopoly. Y entonces, hay que rescatarlo, sea eso lo que sea