Brexit is Brexit

¡Vaya por God! Según se desprende del rasgado ritual de vestiduras y las coreografías de manos crispadas a la cabeza, el torpe pueblo británico ha vuelto a equivocarse al meter la papeleta en la urna. Y no será porque la legión sabionda que cacarea en Twitter, el programa de Ferreras y alguna que otra cátedra de postín no ha venido contando a los tozudos isleños qué era lo que les convenía y lo que no. Pues ahí tienen la enésima cuchufleta a los predicadores de lo correcto: victoria aplastante del presunto analfabeto que se desinflaría el segundo día de campaña y hostión histórico de la gran esperanza zurda europea. Sobre esto último, por cierto, no sé si reír o llorar cuando oigo o leo a los fans locales del trasnochado Corbyn que “no se trata solo de ganar elecciones”. Literalmente, el chiste de Eugenio: “Me gusta jugar al póker y perder”.

Pues no. Como ha quedado meridianamente claro, se trataba de ganar. Igual que en cualquier contienda electoral, pero mucho más en una como esta, planteada casi como ese segundo referéndum que ya sabemos que, salvo en Escocia e Irlanda del Norte, no tiene sentido celebrar ni pedir. El veredicto de la ciudadanía del Reino Unido ha sido contundente: su deseo es abandonar la Unión Europea, y de entre las fórmulas para la separación disponibles en el mercado, han optado por la que les proponía Boris Johnson. ¿Que va a ser un error del que se arrepientan? ¿Que la decisión va a perjudicar a terceros que pasaban por allí? Ni merece la pena planteárselo. Si, como tanto nos gusta proclamar, creemos en la soberanía popular, deberíamos simplemente asumir que se ha ejercido. Y ya.

La broma del Brexit

Fue bastante simple. Hubo un referéndum y salió que se iban, punto. Todo lo que quedaba por hacer era marcharse y se puso a su disposición un generoso plazo para que la salida fuera lo menos dañina posible para la ciudadanía. El jueves pasado, 29 de marzo, era el día fijado para que Gran Bretaña dejara de pertenecer a una Unión Europea en la que siempre estuvo con el morro torcido pero disfrutando de ventajas que el resto de los estados miembro no podían ni oler. Unas semanas antes, la santa paciencia, cornuda y apaleada, de las autoridades comunitarias amplió el vencimiento al 12 de abril, e incluso se estableció una nueva fecha, el 22 de mayo, si se cumplían determinadas condiciones.

Este es el minuto en que todavía no sabemos si va a haber más prórrogas o, traducido a román paladino, hasta cuándo nos van a estar dando la brasa las autoridades del Reino Unido. Botellita y coco, por cierto, para quien sea capaz de explicar razonablemente en qué punto del enredo estamos ahora mismo. El premio es ampliable si, además, se ofrece una argumentación sobre por qué los otros 27 países, o los dos —Alemania y Francia— que de verdad cortan el bacalao, no han pegado un puñetazo en la mesa y acaban con el vodevil de una pinche vez. Es tremendo no solo que tal cosa no esté en su ánimo, sino que la inacción vaya a provocar la adulteración de las próximas elecciones elecciones al Parlamento europeo del 26 de mayo. Si nada lo impide, los que técnicamente deberían estar fuera tendrán opción a presentarse de nuevo a esos comicios, alterando el reparto de escaños que ya se había hecho y estaba asumido por todos. Intolerable.

Brexit… o no

Llámenme frívolo, pero no puedo evitar que me resulte enormemente divertido el pifostio que tienen montado en (la) Gran Bretaña a cuenta del referéndum para salir o permanecer en la Unión Europea. Tal vez porque no he sabido comprender qué es lo que realmente está en juego, sigo el asunto más como una novelita por entregas que como algo que podría tener las gravísimas consecuencias que algunos andan aventando.

Aunque el argumento se parece lo suyo al psicodrama de la consulta escocesa, la tensión narrativa está muy conseguida. Nadie, empezando por quienes convocaron la cosa, esperaba que a una semana vista del Día D la mayoría de las encuestas vaticinasen la victoria de los partidarios de darse el piro. Se suponía que todo lo que se pretendía era dar un susto a los pagafantas continentales para que fueran todavía más condescendientes y, en el mismo viaje, hacer ver a los gruñones antieuropeos que iban a poder pronunciarse en una urna.

¿Que podía salir mal? Pues en lo primero, en el acojone de los socios de Bruselas, nada; ahí están Juncker, Dijsselbloem, Tusk y Draghi con la camisa que no les llega al cuerpo, prometiendo a los britones que serán tratados como marajás. La cantada estuvo al calcular el número de súbditos de Su Graciosa Majestad dispuestos a mandar al guano la cofradía de la bandera azul con las estrellitas doradas. Resulta que han salido de debajo de las piedras y en el momento de escribir estas líneas superan a los que —sin gran entusiasmo, por cierto— piensan votar a favor de quedarse. Solo la escasa (tirando a nula) fiabilidad de los sondeos británicos puede desfacer el entuerto.

Brexit

De entrada, Brexit me suena, supongo que por proximidad fonética, a brasa. También a complejo vitamíco para vigoréxicos, producto de limpieza para devolver el brillo a las vitrocerámicas castigadas o chicle de a doblón el paquete. Eso, en cuanto al nombre. Si voy por la coreografía que he visto en este par de días de cumbre de barandas que se hacen selfies comiendo pizza, la cosa se me queda en un Gran Hermano VIP, una Isla de los famosos o un Bruselas Shore cualquiera.

Dirán que menuda profundidad de argumentación, y me harán reconocer que, efectivamente, ninguna. Si en otras ocasiones escribo en el filo de la navaja, en esta lo hago desde el más grosero desconocimiento de lo que implica o deja de implicar que (la) Gran Bretaña abandone la Unión Europea, que es lo que se supone que han conseguido evitar los superhéroes de barrio alto, incluido el que lleva un congo de semanas en funciones.

Desde mi osada ignorancia recién confesada, empiezo preguntando si eso es verdad. De entrada, el referéndum se va a celebrar, y ya hemos visto a media docena de ministros de Cameron —que solo llevó tres camisas a la cumbre, por cierto— torciendo el morro y diciendo que menuda mierda había aceptado su jefe. Al otro lado, sin embargo, contemplamos a Juncker y Tusk (excuso anotar sus cargos) dando a entender que habían cedido un riñón y medio hígado, pero que había merecido la pena. Y ahí llega mi (repito) indocumentada duda, y no me la mezclen con ya saben ustedes qué: cuál es el motivo de tanta insistencia en mantener en el club a quien, aparte de estar como si no estuviera, no parece muy interesado en seguir.