En el ratito de gloria que le tocó en la bufonada de investidura, la medianía que ejerce como portavoz del PSOE le echó un cuarto a espadas a su señorito Sánchez tirando del cuento de hadas de la Inmaculada Transición. Ya lo había hecho en la sesión matinal, con bastante mejor prosodia e idéntico abismal desconocimiento del asunto, el figurín Rivera, que cita tanto y tan mal a Suárez, que el Duque acabará resucitando para darle una manta de hostias.
Aparte de en la ya mentada ignorancia atrevidísima, el chisgarabís Hernando y el recadero del Ibex coincidieron en retratar esos años como un nirvana donde todo fluía en insuperable armonía. Cuánta razón hay que darle una vez más a Gregorio Morán —que a diferencia del par de zascandiles con acta de diputado, sí vivió aquello y lo recuerda con dolorosa precisión—, cuando señala ese peculiar fenómeno del pasado que consiste en cambiar constantemente mientras el presente sigue inmutable. Con media hora que pasaran en la hemeroteca, los alegres juglares descubrirían que la crispación de hoy es una broma divertida en comparación con la sangre, la pólvora y la bilis que corrían por entonces.
O la cal viva, cuyo uso se extendería hasta unos lustros más tarde, como citó en la misma jornada y sin que nadie pueda acusarle de inventarse nada que no ocurriera el diputado Iglesias Turrión. Mucho más leído que el dueto del Pacto a la Naranja, el líder de Podemos se estrenó en el Congreso recordando los 40 años de la masacre de Gasteiz. Aunque al principio me pareció que se adornaba, viendo lo que vino después, el ejercicio de memoria resultó más que pertinente.