¿Fue un éxito el 8-M?

Me intuyo minoría absoluta y es altamente probable que esté equivocado. Agradeceré infinitamente ser desmentido. Con datos y argumentos, por favor, que los bufidos, los te vas enterar de lo que vale un peine y los sé dónde vives están muy vistos y tengo comprobado su nulo efecto sobre mi peculiar manera de pensar. Y en el caso que nos ocupa, así le lleve dadas tropecientas vueltas, sigo sin ver dónde está el éxito arrollador del último 8-M que me cuentan por tierra, mar y aire todos los medios, incluyendo los míos.

Por supuesto, no niego las inmensas y diversas en mil sentidos movilizaciones que volvimos a ver en nuestras calles. Ni la ocupación de la centralidad informativa de sur a norte y de oeste a este, algo que, por otro lado, quizá fuera lo que nos debería mover a la suspicacia. ¿A nadie le resulta extraño tal unanimidad en el morado? ¿Por qué quienes han de salir perdiendo, y mucho, con la satisfacción de las reivindicaciones feministas han participado tan alegremente en la difusión de las demandas y han estado en primera línea de pancarta?

Dejo ahí la pregunta junto al recordatorio incómodo de que la jornada se planteó como una huelga. Y ahí sí que no hay lugar para los paliativos. Prácticamente todo funcionó como cualquier otro día. Se dirá, con razón, que muchas mujeres (y muchos hombres) no pueden permitirse perder los ingresos de esas horas. Pero eso se sabía antes de lanzar el pulso. Cuidado con la otra brecha, la que separa a las convocantes de las convocadas. Eso, sin contar que no consumir habría sido bastante para que se dejara notar la incidencia del paro y no fue así. Tan solo lo anoto.

Actos y consecuencias

Un jurista vasco de reconocido prestigio por quien profeso admiración, respeto y cariño me reprocha que me estoy volviendo un radical. Se refiere a mi columna de ayer, que curiosamente escribí con el freno de mano echado y que no envié a publicar sino después de repasarla media docena de veces para evitar que pareciera que me estaba lanzando por el peligroso tobogán de la demagogia facilona. Nada más lejos de mi intención que dar la impresión de que llamaba a las capuchas y las antorchas. Al contrario, mi pretensión, incluso a fuerza de un ejercicio de autocontención franciscana, era y es templar el debate sobre cómo hay que actuar con unos críos que, teniendo un gigantesco historial de tropelías violentas, terminan arramplando con una vida y aun tienen el cuajo de vanagloriarse públicamente de haberlo hecho.

La receta no puede ser, en ningún caso, hacer como que no ha pasado, so pretexto de la martingala que sostiene que no hay que echar gasolina al fuego. ¿Cómo explicar que en esta vaina los genuinos incendiarios son los santurrones que predican desde sus elevados púlpitos que la sociedad es la culpable, salen con el topicazo de las familias desestructuradas o se encaraman a la cansina letanía de la educación en valores? ¡Como si el primero de esos valores no debiera ser tener claro que los actos acarrean consecuencias! Confieso que me resulta imposible entender, salvo como perversión que debería ser inmediatamente tratada, que los mismos que llaman a la necesidad de hacer un esfuerzo por empatizar con los verdugos sean incapaces de mostrar un sentimiento remotamente parecido hacia las víctimas. Y así nos va.