Un año más, el discurso de nochebuena del rey español en ETB. Dicen que es el último servicio a la causa del fiel aguador Gunga Din, también conocido como Alberto Surio. Sé que va a parecer sorprendente, pero le presento mis respetos. Es admirable su determinación de morir con las botas puestas defendiendo los principios y los valores por los que le invistieron capataz de Txorilandia. No hay un solo pero que ponerle a su argumentación para volver a atizarnos la parrapla del paquidermicida: coherencia. Si ahora no lo hiciera, estaría reconociendo que no debió hacerlo en todas las demás ocasiones. Parecería, incluso, que estaría pidiendo perdón o buscándose el favor de los que repartan los azucarillos en lo sucesivo. Lejos de ello, como los legionarios que saludaban al César antes de ir a dejarse desollar, ha dado un paso al frente y, sin que nadie se lo pidiera ni se lo vaya a agradecer, se ha colocado en el paredón.
Por sorteo o meritoriaje, me tocaría un puesto en el pelotón de fusilamiento dialéctico, pero renuncio ante el lirismo casi enternecedor que encierra el gesto de Surio. Entiéndaseme, no es que me parezca ni medio bien que la televisión pública vasca vaya de paleta y cortesana, hincándose de hinojos ante el Borbón. Eso me revienta como al que más. Ocurre que, una vez destilada la bilis y comprobado que el alcance real de la afrenta es una minucia, no puedo dejar de apreciar que, por poco que me guste, la decisión se basa en unas convicciones firmes.
Lo valoro más aun cuando compruebo que se ha quedado como el último de Filipinas. Mientras el rancho grande ofrece de un tiempo a esta parte un bochornoso espectáculo de ciabogas, recolocaciones de paquete ideológico, borrado de huellas, afectos mutantes y culos en estampida por su salvación, solo resiste, qué curioso, el de lo más alto del organigrama. Será que la navidad me ablanda, pero yo le encuentro mucho mérito.