España soberana

Veo la apuesta de Iñigo Urkullu y la subo. Decía ayer el presidente del EBB que parece que el Gobierno español no tiene soberanía. Sobra el primer verbo. No es que parezca, es que no la tiene. En la piel de toro —incluyo Portugal y los territorios insulares anejos— lo único soberano que debe de quedar a estas alturas es el brandy rascapechos que se publicitaba apelando a la testosterona. Todo lo demás son cervices inclinadas y ronzales de los que tira una correa que llega a Bruselas, que no es la capital de Bélgica que nos enseñaban en la escuela, sino el nombre dulcificado de Berlín. Es al pie de la puerta de Brandenburgo, símbolo de libertad u opresión según la cambiante historia de esa entelequia llamada Europa, donde se hace restallar el látigo. Y todos los demás, a joderse y a bailar al ritmo de los fustazos, que más cornadas dan los mercados.

Es cómico y trágico al cincuenta por ciento que los que se envuelven en la rojigualda y se proclaman quintaesencia del patriotismo hayan capitulado ante el invasor sin oponer la menor resistencia. Claro que tampoco es tan raro. En la Francia ocupada, los colaboracionistas presumían de ser los primeros adalides de la grandeur. Los nazis, que como la mayor parte de los criminales, no tenían un pelo de tontos, les dejaron seguir creyéndose los hijos de Napoleón y les regalaron alcaldías, prefecturas y hasta el mismo gobierno para que hicieran por ellos el trabajo sucio.

Salvando alguna que otra distancia, hoy al sur de los Pirineos estamos en las mismas. Nominalmente, hay un Gobierno en Moncloa. A su frente están un registrador de la propiedad de Pontevedra, una joven ambiciosa que todavía no ha empatado un partido, un charlatán que vendía peines y subprimes y un contable gris que parece sacado de una película de José María Forqué. Su función es firmar, vestir el muñeco y callar. Háblenles a estos de soberanía, a ver qué cara se les queda.

Démonos por…

Les sigo haciendo la lista de mis desconfianzas. La de ayer, esa España económica que igual que la política no ha completado la transición desde el franquismo, era de manual. Tal vez les resulte más sorprendente la que me ocupará en las próximas líneas. Más que nada, porque, necesitados de creer en Dios o, aunque sea, el ratoncito Pérez, hay muchos que pronuncian el nombre de Europa como si fuera un conjuro que nos librará del descalabro cuando estemos a un milímetro del precipicio. Sin embargo, si atendiéramos a los hechos y no a la desesperación, tendríamos la certeza de que lo que llevan en la mano los presuntos salvadores es una puntilla.

Europa —o para ser más exactos, la Unión Europea— es una de esas fantásticas teorías que se estrellan en cuanto emprenden el camino del dicho al hecho. No niego que a los padres fundadores les guiaran las más nobles intenciones. Ni siquiera que con viento a favor y fondos de pasta fresquita para repartir, la cosa haya sido capaz de tirar mal que bien. Pero en cuanto han empezado a pintar bastos, ha quedado claro que no es nada fácil marcarse un mecano con 27 piezas que son cada una de su padre y de su madre. Lo que alguien soñó como un sublime ejercicio de natación sincronizada se ha convertido en un naufragio apelotonado donde impera el sálvese quien pueda. Tarde han caído algunos en la cuenta de que tal vez no se debió invitar al ejercicio a quien no sabía nadar.

Cabría un atisbo de esperanza si los que llevan el silbato y los galones no fueran una panda de maulas que han ganado su cargo en una subasta de intereses cruzados. Tal vez ustedes no tengan ese vicio, pero como a mi no me queda más remedio, dedico buena parte de mi jornada laboral a leer y escuchar lo que dicen Durao Barroso, Van Rompuy, Olie Rehn o Mario Draghi. Un día es arre, otro es so y media hora más tarde, una mezcla de lo uno y de lo otro. Démonos por… ya saben.

Cruz o cruz

Nos dicen que Europa se juega hoy su futuro. Deben de ir ya como veinte veces en medio año. En todas se ha repetido exactamente el mismo ritual: toque a rebato, anuncio preventivo de un apocalipsis más atroz en cada capítulo, amago de bronca entre los líderes y final feliz en el último minuto, con los cronistas contándolo como si fuera la caraba y las bolsas de borrachera para celebrarlo. Tres o cuatro días después llegaba el clavo monumental en forma de índices que bajaban el doble de lo que habían subido, y vuelta a empezar. De nuevo, a convocar otra cumbre salvadora, no sin antes esquilar una punta más el estado del bienestar para poder presumir a la llegada a Bruselas de haber hecho los deberes.

Tendríamos que sabernos de corrido la canción, pero a fuerza de acojonarnos, consiguen convencernos de que la que viene es la buena, la definitiva, la que marcará el antes y el después, la que determinará quién puede seguir jugando a la ruleta rusa y quién se queda para los restos en la cuneta. Lo terrible es que las opciones que nos ofrecen son cruz o cruz. La única diferencia es el tamaño de los clavos con que nos fijarán al travesaño y si nos quemarán o no las palmas de los pies. Y como la psicología funciona, nos damos por afortunados si sólo nos arrean treinta y nueve latigazos en lugar de cuarenta.

¿Qué hacer? Poca cosa, desgraciadamente, porque también nos han metido en la cabeza que si protestas te hace más daño y no están los tiempos para heroicidades. Como mucho, se puede echar un vistazo a ver si hay un prójimo que vaya a salir peor parado, que siempre consuela mucho comprobar que hay otros que pringan un poquito más. Lo demás es ir agrupándose dócil y resignadamente a las puertas del desolladero y aguardar turno en animada tertulia sobre cuánto le queda a Montanier o sobre si mola más un HTC, un Iphone o la Blackberry. Aunque quizá haya otras alternativas, quién sabe.

Tecnocracia

Mucho Iphone 4, mucha tabletita superchachipiruli, pero a la hora de la verdad, estamos como cuando el calzado universal era la alpargata. Otra vez toca pedir pan, libertad y ya, si eso, un poco de justicia. Quién nos lo iba a decir. Apenas anteayer estábamos bien surtidos de lo primero y, como teníamos el estómago satisfecho, un plasma de 40 pulgadas y banda anchísima para subir fotos chorras al Facebook, nos bastaban las migajas de lo segundo y lo tercero. De pronto, nos han despertado del tórrido sueño burguesote y nos han devuelto a un siglo XIX con aire acondicionado, autovías, aeropuertos y, como adorno, sufragio universal para que, si protestamos, nos recuerden que fuimos nosotros quienes escogimos entre susto y muerte.

Antes de que les dé un shock anafiláctico a mis cuatro o cinco lectores (y amigos) tardoliberales, aclaro que, efectivamente, estoy exagerando la nota. Guárdense esas maravillosas y autotranquilizadoras tablas que demuestran que la Humanidad, con gigante H mayúscula, nunca ha estado mejor que ahora. Aunque a diferencia de ellos, no me consuela que hoy mueran 25.000 personas de hambre al día en lugar de 100.000, si me miro los michelines o abro el grifo del agua caliente, ya veo que, desde que Marx escribió “El capital”, el progreso material ha dado un arreón considerable. Otra cosa es que piense que esas comodidades y esos cachivaches que compramos, tiramos y volvemos a comprar, nos han disparado el colesterol de las conciencias.

Ahí es adonde iba yo: ahora que comienza la reconquista tecnócrata de Europa desde las penínsulas helénica e itálica, nos encontramos, como decía Hubbard, demasiado cobardes para luchar y demasiado gordos para salir corriendo. Muy pronto, los chisgarabises políticos —que ya mandaban poco— serán relevados de todos los gobiernos por implacables gestores de hierro. Está por ver que nos procuren pan. Justicia y libertad, ni soñarlo.

Pleito de vecindad

En un empeño inútil, siempre he tratado de mantener a raya mi euroescepticismo congénito chutándome dosis del entusiasmo que les sobraba a muchos de mis bienintencionados amigos que sostienen ardorosamente que el conglomerado continental es nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida como pueblo. Son muy buena gente, con la cabeza perfectamente amueblada y argumentos que lucen sólidos. Como es de cajón, son abertzales desde el meñique del pie izquierdo a la coronilla. Esta es la primera vez que me atrevo a decirles -jamás lo he hecho en privado- que me consta que sólo se envuelven en la bandera azul con estrellitas para taparse el fierro rojigualdo que, velis nolis, llevamos marcado. Soñándose europeos evitan recordar que a todos los efectos siguen siendo españoles.

Tal vez haya llegado la hora de revisar esa fantasía voluntarista. El trato a los arrantzales, la política agraria común que se pasa por el forro a los baserritarras o la bendición de la ilegalización de Batasuna nos podían haber servido como pista y enseñanza. Para las sacrosantas instituciones europeas, este trocito del mapa es tan España como Vitigudino. Y, como prueba del nueve definitiva, la sentencia contra las llamadas minivacaciones fiscales, que el Tribunal de Luxemburgo ha ventilado talmente como si fuera un pleito de vecindad. Entre españoles, por supuesto.

Siendo grave, lo de menos es el pastón que habremos de pagar en este tiempo de estrecheces. Peor es la lección -más bien, el escarmiento- que se nos ha querido dar. Ahora ya sabemos que esa autonomía fiscal que nos enorgullecía y que, bien utilizada, nos ha servido para capear temporales, es pólvora mojada. Cualquier prójimo tiñoso y querulante -y estamos rodeados de ellos- tardará en un padrenuestro en irse con el cuento al señorito europeo cuando vea que a nuestro lado de la linde los tomates crecen con más lustre. Y se saldrá siempre con la suya.