En la columna anterior me centraba en el episodio concreto del jueves pasado en el Parlamento vasco y en sus protagonistas. Quedó casi sin tocar la palabra fetiche. ¿Habrá alguien que no haya sido calificado como fascista y/o que no haya lanzado a otro esa pedrada verbal? Lo dudo. Es digno de tratado de insultología avanzada lo fácilmente que se nos viene a la boca o al cogote el término de marras. Si profundizáramos lo suficiente, seguramente descubriríamos que lo que queremos expresar tiene muy poco que ver con el significado original. En realidad, al llamar fascista al de enfrente, lo que estamos diciendo en la mayoría de las ocasiones —aceptaré que no siempre— es que esa persona no piensa como nosotros, lo cual jode mucho, aunque cueste reconocerlo. He ahí la paradoja: acabamos siendo la sartén que se pone estupenda con el cazo. O sea, en el fondo, nos delatamos como una migajita fascistas.
Por fortuna, casi nadie de los que a diestra o siniestra son motejados así lo son en realidad. Tendrán sus defectos y habrán hecho o dicho cosas que merezcan crítica, incluso dura, pero estaríamos metidos en un buen fregado si coincidiera el censo de fascistas reales y nominales. Conclusión: rebajemos de vitriolo el lenguaje o, en su defecto, desterremos la pereza a la hora de utilizarlo. En cualquiera de los idiomas que manejamos por aquí, los diccionarios ofrecen una rica variedad de entradas para definir de modo ajustado comportamientos o discursos determinados.
Además del enriquecimiento de léxico y, por añadidura, de la misma política, el beneficio que obtendríamos hablando con propiedad sería restaurar el significado real del vocablo. Con ello, recobraríamos también la conciencia de lo perverso que ha sido, es y será el fascismo. O por mejor decir, los fascismos. Al mentarlos por elevación y a ojo, hemos acabado por quitarles su carga terrible y su capacidad de hacer daño. Un gran error.