¡Fascista! (2)

En la columna anterior me centraba en el episodio concreto del jueves pasado en el Parlamento vasco y en sus protagonistas. Quedó casi sin tocar la palabra fetiche. ¿Habrá alguien que no haya sido calificado como fascista y/o que no haya lanzado a otro esa pedrada verbal? Lo dudo. Es digno de tratado de insultología avanzada lo fácilmente que se nos viene a la boca o al cogote el término de marras. Si profundizáramos lo suficiente, seguramente descubriríamos que lo que queremos expresar tiene muy poco que ver con el significado original. En realidad, al llamar fascista al de enfrente, lo que estamos diciendo en la mayoría de las ocasiones —aceptaré que no siempre— es que esa persona no piensa como nosotros, lo cual jode mucho, aunque cueste reconocerlo. He ahí la paradoja: acabamos siendo la sartén que se pone estupenda con el cazo. O sea, en el fondo, nos delatamos como una migajita fascistas.

Por fortuna, casi nadie de los que a diestra o siniestra son motejados así lo son en realidad. Tendrán sus defectos y habrán hecho o dicho cosas que merezcan crítica, incluso dura, pero estaríamos metidos en un buen fregado si coincidiera el censo de fascistas reales y nominales. Conclusión: rebajemos de vitriolo el lenguaje o, en su defecto, desterremos la pereza a la hora de utilizarlo. En cualquiera de los idiomas que manejamos por aquí, los diccionarios ofrecen una rica variedad de entradas para definir de modo ajustado comportamientos o discursos determinados.

Además del enriquecimiento de léxico y, por añadidura, de la misma política, el beneficio que obtendríamos hablando con propiedad sería restaurar el significado real del vocablo. Con ello, recobraríamos también la conciencia de lo perverso que ha sido, es y será el fascismo. O por mejor decir, los fascismos. Al mentarlos por elevación y a ojo, hemos acabado por quitarles su carga terrible y su capacidad de hacer daño. Un gran error.

¡Fascista!

Empezaré diciendo que si todos los fascistas de la historia hubieran sido como Borja Sémper, seguramente en la lista de vergüenzas de la humanidad no figurarían el exterminio de los judíos ni la segunda guerra mundial, por poner un par de ejemplos de carril. Vamos, que no veo al correoso dirigente popular ni remotamente cerca de las actitudes o las garrulas ideas que provocaron tales ignonimias. De hecho, aparte de sus querencias futbolísticas merengonas, no encuentro en su proceder motivos de reproche que sean muy diferentes de los que le haría a cualquier político de cualquier partido. Como (casi) todos, está sujeto a una disciplina y a un catecismo, y cuando le ponen un micrófono delante, le toca seguir la partitura. Y aunque, de cuando en vez el irundarra gusta de marcarse unos gorgoritos que no vienen en el pentagrama, lo que no hará nunca será entonar una canción que no le haya señalado el director del coro. O sea, que el pasado jueves en el parlamento vasco le correspondía defender lo justo y necesario de la operación judicioso-policial contra Herrira tirando de argumentario. Lo hizo con tanto brío y entrenada convicción —las cámaras, ya saben, ayudan—, que consiguió arrancar en alguien de la bancada a la que se dirigía el epíteto comodín: ¡Fascista!

La cosa podía y opino humildemente que debía haber quedado ahí. Un lance sin más del juego parlamentario. ¡La de exabruptos que se escuchan cuando se está en el uso de la palabra! Contra lo que uno diría que es su carácter, a Sémper, sin embargo, le dio por tomárselo a la tremenda. La intervención del metete Maneiro, que quería chupar plano, terminó de hacer un mundo de lo que no pasaba de anécdota poco edificante. Como remate, varios compañeros del espontáneo que lanzó la invectiva se entregaron a teorizar que no se trataba de un insulto sino de una definición. Y el retrato de nuestra política quedó completado una vez más.

Verstrynge el rojo

No era suficiente con Garzón, el gran ego pisoteador conspicuo y no arrepentido de derechos humanos que funge de lo contrario. Ahora en primera línea de pancarta y de cámara en los programas del rentable género protestil se ha situado Jorge Verstrynge. Entre que unos son demasiado jóvenes y otros, demasiado desmemoriados —o voluntariamente olvidadizos, que tiene más delito—, un jolgorio propio de colegio de monjas el día que se explica lo de la semillita acompaña sus parraplas y sus bravatas. No me joroben que nos va enseñar lo que es la izquierda un tipo que tiene en su currículum algún costillar de rojo quebrado a cadenazos. ¿Que no está probado que los arreó? Venga, va. Pongamos que no tuvo la presencia de ánimo o la ocasión de atizar los físicos. Los intelectuales están en las hemerotecas en publicaciones tan revolucionarias como la revista de Fuerza Nueva y/o en opúsculos varios a mayor gloria de José Antonio y toda la quincalla azul mahón.

“Feerstrynnnge”, pronunciaba de modo inimitable su apellido Manuel Fraga Iribarne, que fue su ídolo, su mentor y el que veinte años después de haberlo amamantado, lo largó de una patada en el tafanario justo a tiempo de evitar una dolorosa traición. Eso también está documentado. El pupilo rebasaba por la derecha al maestro. Se le había quedado demasiado blandita, amén de pequeña para sus aspiraciones, aquella Alianza Popular que no acababa de cobrar la herencia del bajito de Ferrol ni siquiera cuando se vino abajo la tramoya de UCD.

No me hablen del derecho a la evolución, por favor, que eso es algo sagrado y respetable. No procede en este caso, más explicable por el resentimiento —¡Os vais a joder, menudo soy yo!— y un narcisismo que se escapa de los manuales. Así se escribe la historia, es decir, la historieta. No es anécdota sino categoría que el gran defensor de los desahuciados sea un menda con un porrón de inmuebles en propiedad.