Me llega el recuerdo difuso de las uvas de hace 366 días. Qué poco imaginábamos entonces que el feliz año que nos deseábamos cándidamente sería una sucesión de pesadillas. Era imposible por aquellas horas creer que podríamos pasar dos meses encerrados en casa prácticamente a cal y canto. O que irían cayendo una detrás de otra las mil y una fiestas que jalonan el calendario. O que se suspenderían las clases en todos los niveles educativos. O que miles de nuestros conciudadanos fueran arrojados al paro o, en el mejor de los caso, a ese barbecho laboral con fecha de caducidad llamado ERTE. Qué contarles de los comercios o las empresas pequeñas y medianas que bajaron la persiana y no volverán a levantarla.
Y todo eso que enumero, amén de lo que dejo sin nombrar, es el mal menor al lado de lo que ustedes y yo estamos pensando. Este es el minuto en el que ni conocemos realmente cuántas vidas se han quedado en el camino. 50.000 rezan las cifras oficiales para el conjunto del Estado, aunque hasta el menos ducho en matemáticas sabe que son bastantes más. Claro que lo más terrorífico llega al pensar que no es ni de lejos un balance cerrado. Nos quedan meses por delante para ver cómo se incrementa. No pretendo amargarles el brindis de esta noche; solo recordarles que 2020 se va pero el virus sigue ahí.