800.000 contagios en el Estado, y subiendo. No es consuelo que en lo más inmediato, la demarcación autonómica, la cosa parezca contenida, susto arriba o susto abajo. De sobra tenemos aprendido que es cuestión de que vengan bien o mal dadas durante media docena de días para que las cañas se vuelvan lanzas y viceversa. En la montaña rusa de la pandemia se pasa de cero a cien en un abrir y cerrar de ojos. Sin ir más lejos, recuerden lo razonable que pintaba la cosa en Navarra a principios del verano hasta que la curva se puso en punta y este es el momento en que tenemos cuatro pueblos reconfinados y unos números generales todavía preocupantes.
Lo peor, volviendo a mirar el escenario global, es que da la impresión de que se actúa a salto de mata y con criterios más políticos que sanitarios. Madrid es el ejemplo más claro —aunque no el único— de una sucesión de decisiones (o de falta de decisiones) que parecen fruto de una mezcla letal de improvisación, desconocimiento real, incapacidad y, como detonante definitivo, búsqueda del rédito político a peso. Y es muy fácil culpar a la esperpéntica presidenta de la Comunidad, pero quizá alguna responsabilidad tenga el Ministerio español de Sanidad que, ahora por boca del bienamado Simón, comienza a reconocer que los números eran terribles ya hace mucho.