Ya lo dijo aquel filósofo cañí que daba matarile a los toros que le ponían por delante: lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. Nótese que en el caso que nos ocupa, la imposibilidad no radica en el hecho en sí sino en quienes debían ejecutarlo. Había un congo de formas de evitar las elecciones que se nos vienen encima el 10 de noviembre, pero la maldición divina disfrazada de signo de los tiempos (o viceversa) ha querido que el asunto estuviera en manos de cuatro mastuerzos ególatras metidos a estadistas de chicha y nabo. Con suerte, entre todos juntarían masa gris para regir los destinos de la cofradía de las albóndigas de Alpedrete.
Vaya tropa, diría el chorizo ilustrado Romanones. Pena, penita, pena que ninguno vaya a emular a Don Estanislao Figueras, aquel presidente de la primera República española que espetó a sus compañeros de gabinete: “Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco. ¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!”, antes de coger un tren a París. Descuiden, que esta recua de ineptos ventajistas —de acuerdo, unos más que otros, pero todos por un estilo— tendrán el cuajo de encabezar las listas de sus respectivas formaciones, donde sus acólitos y palmeros todavía les reirán la gracia. Y aquí es donde la responsabilidad se traslada a los fulanos que seguirán haciéndoles la claque… y a las ciudadanas y los ciudadanos que les votarán dentro de menos de dos meses. Qué rabia, no poder decir que con su pan se lo coman porque su decisión nos alcanzará querámoslo o no. El único consuelo es pensar que en estos lares podremos optar por siglas que sí han sabido estar a la altura.