Es humanamente comprensible que algunos militantes o dirigentes del Partido Popular echen las muelas cuando se acusa a su formación de ser heredera del franquismo. Hablo de una docena de buenas personas que, del mismo modo que, contra toda evidencia, albergan la esperanza de limpiar sus filas de corruptos, creen que hay lugar para una derecha civilizada. Lástima que en una y otra cuestión vayan dados.
En lo de la herencia del régimen que ganó la guerra de 1936, caben pocas dudas. Solo hay que acudir a los hechos históricos. Nos sirven como fuente, incluso, las versiones edulcoradas hasta el empalago falsario de la cacareada Transición. En todas consta quiénes fueron los padres del invento primigenio, de nombre Alianza Popular. En cabeza, como es suficientemente sabido, el nunca arrepentido Manuel Fraga Iribarne. Junto a él, una pléyade interminable de puntales de la dictadura, varias veces ministros en su mayoría. Desde Carlos Arias Navarro —el que anunció con pucheritos la muerte del bajito— a Silva Muñoz, Licinio de la Fuente, Fernández Mora, López Rodó al perseguidor de rojoseparatistas en las cloacas, José María de Areilza.
Eso, en la primera línea. Vayan a la España interior y sumen a los miles de mandarines de la dictadura que siguieron en sus poltronas cambiando solamente el yugo y las flechas por la gaviota. Se pongan como se pongan, la continuidad de los azules (del más oscuro al más claro) está documentada. Y quizá no sería más que un dato de un pasado suficientemente amortizado, si no fuera por la resistencia al desmarque que sigue exhibiendo el PP 43 años después de la muerte de Franco.