Esto es porque sí

“¡Ajajá! ¡Así que usted es de los que piensan que la solución a la violencia es más violencia, o sea, más bombas!”. Lamento pinchar ese globo, pero tampoco. Nada de lo escrito en mis anteriores columnas invita a pensar tal cosa. Bien es cierto que tampoco creo que la cosa se pare con “la grandeza de la Democracia”, como va diciendo campanudamente por ahí Pablo Iglesias, sabiendo, porque tonto no es, que la frase es de una vaciedad estomagante, amén de insultante para las víctimas. Ni mucho menos “con la unidad que derrotó a ETA”, que es la soplagaitez que se le ocurrió soltar a la luminaria de Occidente que en la pila bautismal recibió el nombre de Pedro Sánchez Pérez-Castejón.

¿Y cómo, entonces? Pues mucho me temo que ya andamos muy tarde. Todas esas coaliciones internacionales de venganza van a servir, como mucho, para bálsamo del orgullo herido, para marcar paquete y, lo peor, para acabar una vez más con la vida de miles de inocentes. Es probable que también de algunos malvados, pero, ¿merece la pena? Yo, que no soy más que un mindundi, digo que no.

Del mismo modo y con la misma falta de credenciales, añado que tampoco veo que solucione nada, más bien al contrario, declararse culpable, bajar la cabeza y liarse a proclamar que no hay que enfadar más a los criminales. Tantos doctorados, tantos sesudos artículos leídos y/o escritos, para que luego obviemos lo más básico: esto es porque sí. Es verdad que hay media docena de circunstancias que podrían servir como coartada, pero aunque no se dieran, salvo que nos queramos engañar a nosotros mismos, sabemos que estaríamos exactamente en las mismas.

París, habrá más

¿Alguien recuerda las proclamas tras la penúltima matanza de París? La Democracia vencerá, el Estado de Derecho no se doblegará ante el terror, ni un paso atrás. Bla. Bla. Bla. Pero en cuanto se apagaron los ecos de las voces huecas y aquellas manifestaciones multitudinarias encabezadas por los másters del universo, incluidos señalados matarifes, se instaló el acojono. Meses de culo prieto aguardando la próxima carnicería. Porque nadie dudaba que llegaría. “Estamos más cerca del próximo atentado que del último”, hizo de siniestro profeta un responsable policial francés apenas horas antes de la acción combinada y planificada al milímetro que en el instante de escribir de estas líneas arroja el brutal saldo de 129 personas muertas y más de 200 heridas.

Y como cada vez, incluyendo las muchísimas que sabemos que vendrán, tras la explosión mortífera llegó la creativa. Brillantes iconografías de un corazón lloroso con los colores de la bandera francesa, la torre Eiffel tuneada en el otrora símbolo contracultural de la paz, el consabido ojo con el iris también en blanco, rojo y azul… A modo de guarnición, los eslóganes al uso, esos que valen para un roto y un descosido, probablemente tan sentidos por la mayoría de los que los enuncian como irrefutablemente falsos. ¿Todos somos París? Venga ya.
Pero claro, qué esperar del ciudadano de a pie, si a las autoridades lo primero que se les ocurre es cerrar las fronteras. ¡Jarca de imbéciles! Los autores de estos ataques, de los pasados y de los futuros están dentro desde hace muchísimo tiempo. Y no muy lejos, quienes contextualizan, o sea, jus-ti-fi-can sus crímenes.

Ya, pero es que…

Es tan simple, tan básico, tan primario, como manifestar el horror, la rabia, el asco, la conmoción, la impotencia o, desde luego, el rechazo. Tal como le salga a cada uno, que aquí no hay patrones, pero en cualquier caso, renunciando a la maldita tentación contextualizadora, que como ya escribí hace unos días, demasiadas veces es indistinguible de la justificación más infecta. ¿Aceptarían los requetebienpensantes que ante los asesinos bombardeos de Israel sobre Gaza la primera reacción tuviera como apostilla inmediata una teórica acerca de las cosas malísimas que hacen los palestinos? Claro que no, ni ellos ni cualquiera con medio gramo de decencia personal e intelectual.

¿Por qué, entonces, frente a hechos como el de ayer en París, que no tienen media vuelta, hay que subirse a la parra de los “ya, pero es que…” seguidos de una retahíla argumental de chicha y nabo? ¿Nadie se da cuenta de lo que canta la excusatio non petita y reiterada martingala que nos conmina, como si fuéramos parvos, a no confundir el Islam con el integrismo islamista (o islámico, según el filólogo que esté de guardia)? ¿No será que quien no diferencia lo uno de lo otro, pero a la inversa, es quien tiene que agarrarse a tal comodín? Tan revelador de una conciencia temblequeante como otra de las frases más repetidas en las últimas horas: “Esto solo beneficia a Marine Le Pen (o en la versión local, a Maroto)”.  Y ya fuera de concurso, la gachupinada de rechazar los fanatismos “vengan de donde vengan”, como si en cada ocasión no se pudiera denunciar específicamente a los canallas concretos que han perpetrado la atrocidad.

Otro aniversario

Se me vino encima el tercer aniversario. Andaba atento a otras cosas, y de repente, ¡pafff!, impactaron contra mi los balances, los titulares, las cronologías y las mil entrevistas de rigor. En realidad, exagero: fueron muchas menos, y de hecho, una de mis primeras composiciones de lugar sobre la efeméride es que el asunto va perdiendo fuelle, si es que alguna vez lo tuvo. No puedo arrancarme la impresión de que ya entonces, cuando interrumpimos la programación y paramos las rotativas, todo fue bastante menos lustroso de lo que nos habíamos imaginado. El día después fue casi otro más, y no digamos los que han ido viniendo al rebufo. La normalidad —bendita o maldita, juzgue cada cual— era esto.

Lo extraño es que siendo así, veo que la mayoría de los interlocutores se abonan al adverbio: todavía esto, todavía lo otro, todavía lo de más allá. Se enumeran las carencias, lo que no ha llegado, con una mezcla de voluntarismo e ingenuidad que produce ternura. Los que no esperábamos nada más que lo esencial nos hemos librado de la decepción. De esa en concreto, la del incumplimiento de expectativas demasiado elevadas. Las otras las arrostramos como buenamente podemos.

Por ejemplo, si bien algo me olía, no entraba en mis cálculos que fuéramos a olvidar tan pronto las consecuencias de la violencia, que otra vez vemos relegitimada hasta por algunos que en los años duros estuvieron en primera línea de denuncia. Palabra que no contaba con esta justificación retrospectiva, y menos, con el poco disimulo, por no decir descaro, con que se deja que ver que lo que conmemoramos no obedeció a convicciones morales.

Niñas mutiladas

Según datos de Emakunde, en la Comunidad Autónoma hay 800 niñas en riesgo de sufrir ablación. En Navarra se estima que pueden ser unas 100 actualmente, mientras que un estudio realizado entre 2008 y 2011 identificó a 293 menores de 14 años que habían sido objeto de la mutilación genital. Les ahorro los espeluznantes detalles sobre cómo se practica la amputación del clítoris de las pequeñas, pero ya imaginarán que estas operaciones en las que se despoja a las mujeres de su capacidad para sentir placer sexual se realizan en condiciones más cercanas al matadero que al quirófano. En la mayoría de los casos acreditados, el cercenamiento tiene lugar aprovechando unas vacaciones familiares en el país de origen.

De acuerdo con las leyes españolas, se trata de un delito penado con varios años de cárcel para sus autores, conocedores o instigadores. Aparte de que la reforma de la Justicia Universal ha venido a dificultar (o impedir) su persecución,  la realidad, sin embargo, es que muy pocos casos han llegado a los tribunales y que las condenas han sido excepcionales. En la última memoria de la Fiscalía Superior del País Vasco se justifica lo que podría parecer inhibición respecto a dos casos detectados en Araba diciendo que sancionar a los padres supondría incrementar el sufrimiento de las niñas.

Hace unos meses, Asha Ismail, mujer mutilada y activista contra la ablación, me decía que no le cabía en la cabeza que en nombre del progresismo y el multiculturalismo pésimamente entendido se pudiera guardar silencio o, peor aun, justificar esta barbarie en pleno siglo XXI. ¿Acaso esto no es heteropatriarcado?

Echevarriatik Etxeberriara

Me puse a ver Echevarriatik Etxeberriara cargado de recelos y prejuicios. Temía que, como he comprobado tantas veces, el tic justificatorio —o incluso el glorificador— se colara entre las buenas intenciones declaradas. “El documental trata de indagar en la importancia que ha tenido la violencia dentro del mundo de la izquierda abertzale [en Oiartzun]”, había leído en la escueta nota de presentación que hay en la web del trabajo que firma Ander Iriarte. Mi duda estaba en si las indagaciones buscaban concluir, en una línea ya muy explorada y puesta en práctica, que aunque matar, secuestrar y extorsionar no está del todo bien, hubo un momento en que hubo una buena causa para hacerlo. Un puñado de fotogramas me bastaron para comprobar que el asunto no iba por ahí.

Para los suspicaces a la inversa, me apresuro a aclarar que ni de lejos se intenta hacer la consabida caricatura de los descerebrados criados en territorio comanche y dispuestos a apiolar en nombre de Euskal Herria a quien se les cruce en el camino. Ni siquiera hay un afán de equidistancia o buenrollismo. Son, sin más y sin menos, una hilera de testimonios, todos de personas que pertenecen a la izquierda abertzale en su sentido más amplio, que cada espectador tiene la responsabilidad de interpretar. Lo complicado y a la vez estimulante es que no son relatos cuadriculados. Incluso quienes pueden representar determinado estereotipo sorprenden saliendo por donde no se esperaba.

A falta de espacio, reservo estas últimas líneas para animarles a localizar el documental —temo que no será fácil— y someterlo a su criterio. No les pesará.

El tic justificatorio

Aparte de estar unos cientos de metros por debajo de las expectativas y quién sabe si de lo moralmente aceptable, el problema del llamado suelo ético es su enorme fragilidad. Basta una coma mal puesta en una frase, un adjetivo de más o de menos, un gesto de interpretación múltiple o, directamente, una pedrada lanzada a posta para que le nazca un bache con amenaza de convertirse en socavón. Aún sin estrenarlo, el terreno sobre el que supuestamente pensamos edificar la convivencia futura ya luce —o sea, desluce— unas cuantas grietas. Quiero pensar que no son daños importantes, incluso que entran dentro del presupuesto de una tarea tan endiabladamente complicada a la que, para colmo, nos enfrentamos con poca experiencia y demasiado mediatizados por lo que hemos sido, dicho y hecho en el pasado reciente. Quiero pensar también que, si no todos, sí una gran mayoría está dispuesta a desprenderse de vicios adquiridos y, desde luego, a no alimentar nuevos.

Entre estos últimos me empieza a preocupar el que da título a esta columna: el tic justificatorio. Ojalá sean solo cosas mías, pero últimamente voy percibiendo en ciertos discursos y actitudes un fondo de disculpa —a veces implícita; a veces explícita— de la violencia. De todas las violencias, sí, pero especialmente de la de ETA. Parece como si se estuviera instalando o tal vez emergiendo a la superficie la idea de que, a fin de cuentas, lo que ocurrió fue un mal necesario o, de cualquier modo, una respuesta proporcional y motivada por una provocación previa. En algunos casos, esa lógica perversa en sí misma va un paso más allá y, conforme el calendario nos aleja del último atentado, se abre paso una suerte de reelaboración amable de los días del plomo. Vendría a ser el equivalente de los que dulcifican el franquismo recordando que instauró la Seguridad Social. De ahí a la amnesia voluntaria hay un trecho muy corto, tengámoslo en cuenta.