No basta con palabras

Una vez más, y pierdo la cuenta de las que van, lo sorprendente es que nos sorprenda. ¿Cómo puede ser que siga habiendo agresiones sexuales en las fiestas con lo bien que nos quedan los lemas, los avatares, las manitas rojas o las huellas moradas? ¿Por qué misterio insondable los agresores no se detienen en seco ante nuestras contundentes e inequívocas requisitorias? ¿De qué mecanismo demoníaco se sirven los violadores para evitar que hagan mella en ellos las formidables concentraciones, marchas, movilizaciones o lo que sea en que les dejamos claro clarito que No es No, que ojo al cristo que es de plata y que a ver si vamos a tenerla?

Me canso de escribirlo. Supongo que no están de más las bienintencionadas campañas, las coloristas y hasta multitudinarias salidas a la calle o las diferentes expresiones públicas de rechazo a los depredadores. Pero mal vamos si nos persuadimos de que una pegatina o un pin son el remedio. Y me temo que en esas andamos. Basta ver cómo en Sanfermines o en cualquier otra fiesta todo este material se reparte y se recibe como si fueran estampitas de la Virgen de los Remedios para combatir el flato.

Se diría que se busca —y tristemente, se consigue— un efecto balsámico sobre las conciencias. No pongo la palabra por casualidad, pues de ella deriva otra que se repite machaconamente, también a modo de exorcismo: concienciación. Que sí, que cada vez estamos más concienciadas y concienciados. ¿Quiénes? Pues las personas que jamás de los jamases forzaríamos a una mujer ni justificaríamos a quienes lo hacen. Tendríamos que actuar, y no exactamente con palabras, sobre esos tipejos.

Otro día después

De 8 de marzo en 8 de marzo renuevo mi escepticismo, aunque voy dejando de preguntarme por qué en ciertos terrenos en lugar de avances, hay retrocesos. La respuesta, diría el inopinado premio Nobel, está soplando en el viento. Me refiero al viento por el que circulan las consignas que son casi letanías. Discursos por la igualdad en serie y régimen de semimonopolio, qué gran contradicción. Con su jerga cada vez más intrincada, con un número creciente de profesionales en nómina y/o con caché.

Campañas, lemas, pancartas. No, por supuesto que no sobran. Pero alguien debería pararse a pensar, o directamente a investigar cuánto, a quiénes y cómo llegan, no vaya a ser que volvamos a estar en el consumo interno o en la retroalimentación. Un grupo selecto produce eslóganes para sus integrantes, que se los repiten entre sí creando la (me temo) falsa sensación de ser partícipes de una idea universal. Sin embargo, a nada que se rasque, se comprueba que no es así. Fuera quedan las personas que en mi humilde opinión deberían ser las destinatarias de los mensajes. No hablo de machistas recalcitrantes e incurables, sino de hombres y mujeres —sí, ¡y mujeres!— que por razones que habrá que escudriñar, no se dan por aludidos y aludidas. O peor, se sienten definitivamente muy lejos de muchas de las proclamas en apariencia mayoritarias.

Por lo demás, y como he escrito un millón de veces aquí mismo, yo soy partidario de priorizar el hecho sobre el dicho. Urgentemente, además. Empezaría por la tolerancia cero, que en mi cabeza es cero absoluto. Sin excepciones, sin contemporizaciones, sin mirar hacia otro lado. Cero.