Pensiones (Nivel básico)

A ver, López, Basagoiti y demás bodoques (no es un insulto; vayan al diccionario) del muro de contención contra el secesionismo rampante, pregunta de examen: ¿Cómo funciona el sistema español de pensiones? Calma, que no les pido una explicación al dedillo y con decimales. Basta con lo básico, con lo que sabe hasta el último cotizante… salvo, por lo visto, ustedes. Ya se ve por sus caras y, sobre todo, por las soplagaiteces que van soltando por ahí, que no tienen ni idea. Claro que también puede ser que estén mintiendo como bellacos. No querrán que pensemos eso de ustedes, ¿verdad? Dejémoslo, pues, en ignorancia supina y corrijámosla.

La cosa es más o menos así: Cada mes todos los que tienen la suerte de tener trabajo, ya sea por cuenta ajena o propia, aportan una cantidad equis a la Seguridad Social. Sí, sí, a la española, que de momento no hay otra. Con esa cuota, apoquinada regularmente mientras tengan un contrato en vigor, adquieren el derecho a recibir una paga a partir del momento en que se jubilan. Como sabrán porque leen los periódicos, es el Estado (bueno, ahora atendiendo a los supertacañones de Europa) quien fija la edad mínima —cada vez más tarde— así como el número indispensable de años en el tajo para empezar a cobrar. La cuantía que se percibe depende del periodo cotizado y del tamaño del descuento mensual. Por eso hay quien llega a los 2.500 euros y quien, con suerte, raspa los 500. Anoten que no es la geografía la que marca las desigualdades.

De hecho, y llegamos a lo gordo, la geografía no pinta nada en todo esto. A efectos del sistema de pensiones, España es una y grande. Por algo, su seña de identidad es la caja única. Los pensionistas actuales, vivan en Legorreta o Jaén, pagaron su piquito mensual a España y, en consecuencia, es España quien tiene la obligación de ingresarles su parte mientras vivan. Incluso, fíjense, aunque nos independicemos mañana. ¿Aprendido?

Una pensión, no un regalo

Lo dijo hace un mes Patxi López en el Parlamento de Gasteiz y volvió a repetirlo anteayer en una de sus célebres piadas el lenguaraz portavoz del PSE, José Antonio Pastor: las pensiones de los vascos se pagan gracias a la solidaridad española. Se me ocurren pocas formas peores de insultar, además de a la inteligencia en general, a las personas que durante cuarenta o cincuenta años se han hecho migas el espinazo sin dejar de cotizar religiosamente el mordisco mensual a la Seguridad Social. A la española, cuál va a ser si no había ni hay otra.

Se puede comprender que la política, y más cuando huele a urnas inminentes, se deslice un par de grados hacia los andurriales de la demagogia, de las verdades a medias o, apurando, de los exabruptos de fogueo. Sin embargo, hay líneas —no sé si las famosas rojas u otras verdes, azules o amarillas— que jamás se deberían atravesar. Vamos, ni rozar. Mal está una ofensa gratuita al de las siglas rivales que antes o después te acabará atizando también la colleja de rigor. Tampoco es lo más presentable ir por ahí diciendo que has hecho lo que no has hecho o culpando al del cartel de enfrente de todas tus cantadas. No vamos a hacernos los escandalizados por algo que, insisto, estando feo, es moneda común cuando se abre la veda del voto. Lo que no tiene ni un cuarto de pase es cargar el trabuco miserablemente —si les parece fuerte el adverbio, lo silabeo— contra decenas de miles de personas que están percibiendo una parte de lo que se han ganado con su esfuerzo. En no pocos casos, por cierto, una cantidad ridícula en comparación con lo aportado.

Tal vez la futura pensión de López, que no ha cotizado por un trabajo fuera de la política ni un solo día de su vida, y la de Pastor, que sólo lo hizo durante un tiempo muy inferior al mínimo legal, sean una generosa (y suculenta) dádiva. Las del resto son y serán el fruto de mucho sudor. No confundan. No insulten.

¿Marca o estigma?

Las ha hecho y dicho de todos los colores, sabores y tamaños, pero ni aun así esperaba uno que Patxi López plagiara sin ruborizarse el argumentario cavernícola más rancio. Como si estuviera haciendo oposiciones a tertuliano de Intereconomía o columnero de La Razón, el lehendakari con inminente fecha de caducidad se ha subido al toro de Osborne para proclamar que los vascos deben sus pensiones a la solidaridad española. Les doy diez segundos para que dominen el subidón de bilis y las ganas de blasfemar, pero ni uno más. Recuerden lo de las margaritas y los cerdos. Simplemente, no merece la pena gastar un microjulio de energía en rebatir esas palabras que el de Portugalete se encontró en un Phoskitos o, para ser más exactos, en su diario de cabecera, que tampoco da puntada sin hilo. Nos sabemos de sobra la canción: qué buena es la madre patria, que nos lleva de excursión y nos acoge bajo su alerón.

Ocurre que cada vez va colando menos. Hoy cualquiera que tenga a mano un ordenador con Powerpoint puede demostrar lo que le salga de los orificios nasales, ya sea que los que se llaman Gustavo tienen tendencia a la melancolía, que la sábana santa era de la marca Ualf o, como es el caso, que nuestros jubilados viven de la sopa boba hispanistaní. Será por informes y estudios. También los hay a patadas que prueban justamente lo contrario, que por aquí arriba llevamos pagadas varias rondas sin reciprocidad.

Si les soy sincero, concedo el mismo crédito —ninguno— a los analistas que empujan y a los que estiran. Algún día se harán las cuentas a camiseta quitada y veremos quién pringa y quién no. Mientras, me fío del sentido común y de los hechos puros y duros que evidencian, pese a la defensa cerrada y montaraz de López, que la marca “España” es para la economía vasca como el cartelón que en la Edad Media se ponía en las casas donde había entrado la peste. No hay manera de vender una escoba.

Tal vez un gesto inútil

Haré huelga, sí. Mañana mi columna no estará en estas páginas y mi voz no sonará en Gabon, ese refugio de puertas siempre abiertas y cada vez más frecuentado en la sintonía de Onda Vasca. Casi todos los argumentos racionales, empezando por el hecho de que quienes van a resultar directamente perjudicados por mi decisión nada tienen que ver con el monstruo invisible al que hace frente esta convocatoria, me señalaban que lo más correcto y coherente era no secundarla. Últimamente, sin embargo, mis pasos parecen estar alentados, como cuando tenía veinte años, por una corriente que no parte del cerebro sino de las vísceras. Me gustaría pensar que ha sido el corazón -querría decir que lo conservo- y no el hígado quien me ha hecho apostar esta vez por la belleza del gesto inútil.

Gran apoyo el mío, ¿eh?, que de saque doy por sentado que, salga como salga lo de mañana, cuando nos levantemos el viernes, igual que el dinosaurio de Monterroso, los motivos para el cabreo seguirán estando ahí. Una cosa es que a uno le queden unos gramos de romanticismo seguramente trasnochado y otra muy distinta, que se haya vuelto definitivamente ciego. No se puede tapar el sol con un dedo. Ni la precariedad ni los recortes sobre lo ya recortado van a desaparecer porque durante una jornada hagamos como que estamos muy enfadados y dejemos de respirar.

Vientos y tempestades

Los primeros que lo saben, salvo que hayan agotado hasta la última hebra su capacidad de análisis, son los sindicatos que nos han llamado a la protesta. Y si, además, conservan una mínima reserva de autocrítica, también deberían ser conscientes de su parte de culpa. Confundiendo derechos con privilegios, negando las evidencias y las verdades incómodas, convirtiendo las relaciones laborales en un cuentito de obreros buenos y empresarios malos, ellos también sembraron los vientos que nos han dado como cosecha la tempestad que tenemos encima.

Frente a ella, el único y triste parapeto es un derecho limitado al pataleo que recibe el nombre de huelga general. Cualquiera que no pretenda engañarse tiene claro que se trata de un residuo del pasado. Está por demostrar que fuera útil alguna vez; hoy, sencillamente, es una especie de representación carnavalesca, donde luce lo simbólico y se da por perdida la efectividad. Algo de ruido y ninguna nuez. En el mejor de los casos, una catarsis para que quienes participen en ella tengan la sensación, siquiera temporal, de que no han entregado el partido sin jugarlo o de que tienen vela en este entierro, que es el suyo.

Profecías económicas

Nos jubilaremos más tarde y cobraremos menos. Cuesta asumir ese par de verdades impepinables, pero aún me desazona más pensar que la decisión la han tomado quienes no corren el menor riesgo de verse afectados por ella. La tenebrosa vejez que aguarda a la mayoría de deslomadas y deslomados será, en su caso, una dulce modorra otoñal, salpicada de viajes de placer en business class y alojamiento en hoteles de cinco estrellas. Y, por descontado, ni medio remordimiento de conciencia por haber condenado a sus semejantes -¿semequé?- a algo que se parecerá mucho a la indigencia. Para colmo de recochineo, los nietos de los desheredados tendrán que aprender en la escuela, probablemente de beneficencia, los nombres y los hechos de estos hombres -meterán alguna mujer, tal vez Merkel, de relleno- que supieron enfrentarse con mano de acero a los tiempos difíciles. Padres y madres de la nueva Europa, los llamarán.

¿Exagero? Ojalá, pero no veo por qué mi vaticinio apocalítico ha de tener menos valor que el que a ellos les ha servido para sacar la guadaña y liarse a segar conquistas sociales. Se basa en el mismo desconocimiento y la misma carencia de elementos para el análisis. Son incapaces de olerse lo que va a pasar un mes después, como demostraron cuando la crisis les estalló en sus felices morros, pero no les cabe ni la menor duda de cómo se van a dar las cosas en 2020 o 2030.

Igual que en los noventa

Supongo que no sirve de nada recordarlo, pero estas mismas profecías truculentas se hicieron ya a principios de los noventa. Se aseguraba entonces que el sistema haría crack y que la caja se vaciaría en el año 2005 como muy tarde. Luego cayeron del cielo unas vacas gordas que tampoco habían sido capaces de prever, y donde decían digo, dijeron Diego. Tengo yo media docena de sabios entrevistados en los años de bonanza que me juraban por su Rólex que las pensiones nunca más volverían a estar en peligro. Alguno se gustó tanto que dio por finiquitada la economía de ciclos y auguró que en adelante nos esperaba el crecimiento contínuo. Probablemente para él sería cierto.

Me habría gustado llegar a este punto de la columna con una conclusión o una moraleja que ofrecerles, pero me temo que no es el caso. Como ustedes, sólo sé que el presente tiene una pinta horrible y que el futuro la tiene aun peor. El único clavo ardiendo a la vista es que, como ha ocurrido otras veces, las funestas previsiones estén equivocadas y pasado mañana se nos haya olvidado esta pesadilla… hasta que se nos venga encima la siguiente.