Otra de tantas

La enésima bronca tonta. Unas palabras a la parroquia que acaban convertidas en titular escandaloso al gusto de la cofradía de enfrente. A partir de ahí, Pavlov puro: declaraciones sobre las presuntas declaraciones, dirigidas también a la congregación de cada portavoz y, claro, pronunciadas de tal modo que encuentren un hueco entre las noticias del día. Para completar la coreografía, o quizá solamente el primer giro de la espiral, la indignación un tanto forzada de la fuente original por la tergiversación —antes se decía torticera para darle más empaque a la protesta— de las manifestaciones. Y vuelta a empezar, que la actualidad se mide en centímetros cuadrados o minutos ocupados.

Diría que no es serio, e incluso que es peligroso, pero como en mi papel de caja de resonancia de lo que (se) dicen unos y otros, formo parte de la farsa, me hago el cínico y escribo sobre ello. Me consuela pensar que muchos de los sufridos lectores que han llegado a esta línea se están preguntando de qué rayos estoy hablando porque tuvieron el buen juicio o la suerte de no haber estado atentos a la refriega. Y su vida seguirá siendo exactamente igual de feliz, desgraciada o anodina que si hubieran estado al corriente de esta, otra de tantas, reyerta de andar por casa. ¿No se dan cuenta los que las protagonizan de que van perdiendo público? Pues ahí va una mala noticia: no son el centro del mundo.

Por resumir y no terminar de volverles tarumbas con la ausencia de referencias: que no creo que vaya a ningún lado lo que el presidente de Sortu le respondiera a un militante que le echaba en cara una presumible claudicación. Sin haber escuchado a Hasier Arraiz, ya sé que no es tan inconsciente como para afirmar que “matar en democracia fue una decisión acertada”. Ni tan primaveras como para soltarles a los suyos en frío que la izquierda abertzale ha vivido en el error permanente. Lo demás son ganas de enredar.

Ni periodismo ni democracia

Sin periodismo no hay democracia. Como frase, es resultona, no cabe duda. Lo alucinógeno es verla en pancartas que sujetan quienes no distinguirían ni el periodismo ni la democracia de una onza de chocolate. No se ofenda nadie: confieso que yo tampoco soy capaz de hacerlo. Cada vez menos, de hecho. Sobre la democracia, tengo la creciente impresión de que mi generación no la ha conocido y que designamos con tal nombre lo que no es sino una versión perfeccionada de la dictadura. En cuanto al periodismo, ahí sí que no me engaño: me consta que la inmensa mayoría de los que decimos ejercer tal oficio apenas somos trasegadores de noticias. Las llevamos de un sitio a otro, las servimos al detalle o a granel, añadiendo este o aquel aditivo y empaquetadas con nuestra etiqueta, que en realidad suele ser prestada, y no hay lugar para más misterio. Lo demás es marketing, hacer que hacemos, filigranas y cabriolas que nos van saliendo mejor a fuerza de repetirlas, diversidad simulada para que la clientela —o sea, ustedes, pero yo también cuando me quito el buzo— crea que es dueña de elegir entre un variadísimo surtido. ¡Ay, si descubriéramos lo singular que es la pluralidad!

Suena apocalíptico y fatalista, pero con el tiempo se va sobrellevando, y hasta se aprenden rudimentos para salirse del guion, siquiera por un rato, ¡pero qué rato! Sin embargo, hay ocasiones en las que la tramoya te revienta el alma. Me ocurrió el otro día, viendo la soflamilla que encabeza esta columna salmodiada con reiteración en una protesta contra el cierre de Canal 9. ¡Y la peña tragaba que era un primor! Se unía al coro que exigía que seiscientoseuristas y otros pardillos siguieran financiando a casi dos mil tipos con nominaza que acababan de confesar que durante 24 años habían estado mintiendo. Todo ello, en nombre de lo público, las señas propias de identidad, la democracia y el periodismo. Hay que jorobarse.

Adeu, canal 9

No es verdad, por más que nos empeñemos y lo proclamemos con hueca solemnidad, que cada vez que se cierra un medio de comunicación la libertad recibe un mordisco. Básicamente, lo que ocurre es que se consuma un fracaso, por lo general —aunque no siempre— empresarial y de gestión, y que decenas o centenares de personas pierden su medio de vida. Una putada como un piano, pero no más gorda que cuando la china les cae, pongamos, a los currelas de una cadena de supermercados, de una empresa de limpieza o de una correduría de seguros. Con las torres tan altas que hemos visto venirse abajo, con las escabechinas laborales que nos toca contar a diario, lo que no se entiende es que no tengamos clarísimo que las próximas campanas pueden doblar por nosotros, soberbios miembros del gremio plumífero. Tenemos en contra la ley de probabilidades, el mercado, los caprichos del público, el grosor de los bolsillos, los zarpazos del gratis total, las bajezas políticas, la frialdad de los contables y, a veces, hasta el puñetero azar y la jodida mala suerte. Lo milagroso es seguir a flote. Pero insisto: enfrente del teclado o detrás del mostrador de una degustación.

Leo y escucho los lamentos funerarios por la liquidación fulminante de Canal 9 y compruebo que no hemos asumido nada de lo que describía. Por supuesto que siento en el alma la pérdida de empleos y los dramas personales que los acompañan. Sin embargo, ni la pena ni la empatía me impiden ver que no había otro fin posible para el medio gubernamental valenciano. Sí, gubernamental; público era, en todo caso, el dineral que engrasó la brutal maquinaria de propaganda del que gozaron sucesivos dirigentes de la Generalitat e instituciones afines. Y fue así con la aquiescencia de muchísimos de los que ahora se han quedado sin otro recurso que protestar detrás de una pancarta. ¿Será esta una lección para escarmentar en carne ajena? Mucho me temo que no.

Pereza siria

¿Siria para la columna de vuelta? ¡Qué pereza! Y tanto, solo que la otra opción que me proponían mis neuronas en recomposición era atizarles por tercer año consecutivo la consabida reflexión sobre cómo se relativiza la actualidad cuando a uno no le toca contarla. En el fondo, algo me dice que, una vez destiladas y libadas, las líneas que vienen acabarán siendo exactamente eso, un lamento fingido sobre la insoportable levedad de lo que llamamos información. O si lo prefieren, sobre la brutal asimetría entre el tiempo y espacio dedicados a un asunto equis y la atención despertada en los supuestos destinatarios del inmenso despliegue.

Porque, con la mano en el corazón, ¿cuánto nos importa lo que está pasando en ese trozo del mapa que malamente sería capaz de situar la mayoría, incluyendo los pontificadores que nos disparan a bocajarro su opinión de copia-pega? Yo diría que muy poco tirando a absolutamente nada. Puede parecer una declaración escandalosamente cínica rayando lo provocador. Sin embargo, defiendo que es menos hipócrita que hacer como que nos caemos del guindo con dos años de retraso, que mes arriba o mes abajo, es lo que llevan matándose las tropecientas facciones que andan a la gresca. Se diría que las decenas de miles de muertos —siempre calculados a ojo— han sido apenas unos preliminares macabros. Una guerra no es tal hasta que el malvado sheriff del imperio anuncia su intención de mandar la caballería a poner orden. Entonces sí, se desempolvan las pancartas y se sacan a paseo. Es el momento de tomar postura, recauchutarse de moralina y echar los eslóganes a pastar. No a la guerra y otra de calamares.

Pues vale, me apunto. A los calamares y a la negativa, no se vaya a decir que no soy un tipo comprometido o que me alineo vergonzosamente con los villanos. Otra cosa es que guarde para mi la íntima convicción de que da exactamente igual lo que servidor piense o diga.

Lo mejor y lo peor

Prometo que cuando esta columna empezó a tomar forma en mi cabeza, la intención era, por una vez, fijarme en lo positivo. Centenares de ciudadanos que salen de casa de madrugada para donar sangre, bomberos que abandonan la huelga, sanitarios, policías (sí, policías, ¿qué pasa?) o personal de servicios de emergencias que aparcan sus vacaciones y acuden a echar una mano porque sí, hosteleros que organizan un banco de habitaciones para los familiares de las víctimas… Y cómo olvidar a mis compañeras y compañeros que tuvieron que contarlo luchando contra su condición humana —no imaginan lo jodido que es mantener a raya los sentimientos en situaciones así— y contra los elementos: precariedad general del oficio, verano, noche, víspera de puente, confusión indescriptible, ausencia casi total de fuentes fiables, portavoces mudos y otros que hablan de más, la presión de lo que ya ha sacado el de al lado. Ahí quería ver yo a los cátedros de periodismo que, en pijama y con una cerveza al lado, se pusieron a impartir lecciones y soltar doctas collejas. Pena que no se les comiera el smartphone o la tableta un cerdo.

Fueron esos toreros de salón los primeros que cambiaron lo que pensaba escribir. Luego llegaron las condolencias con sigla e ideología en estandarte, donde uno no sabía si destacaba lo patético o lo miserable. Más o menos en la misma ola, acudieron los pescadores de río revuelto y los arrimadores de ascua a la sardina propia en dos bandos diferenciados, los que daban fe de que la culpa la tenían Rajoy y la troika y los que porfiaban que si no hubiera sido por Mariano, nadie habría salido con vida de los vagones. Aún quedaban los expertos en seguridad ferroviaria, que curiosamente son los mismos gurús que nos adoctrinan sobre Bárcenas, la prima de riesgo o la madre que nos parió.

Mi enseñanza es que, efectivamente, las tragedias sacan lo mejor que tenemos. Y por desgracia, lo peor.

Un rumano preguntando

Los periodistas somos de traca. Pero no de colección para concurso de Astondoa o Vicente Caballer. Con suerte, llegamos a cohete del día de la patrona en una pedanía donde Cristo perdió el mechero. Lógico, como dice la martingala que repetían el primer día de clase en la facultad los profesores de las siete asignaturas, que nuestras madres prefieran pensar que somos pianistas en un burdel. O traficantes de armas, o tesoreros del PP, cualquier cosa antes que miembros de un gremio que se asombra de su propio ser. ¡Pues no te joroba que convertimos en prodigio nunca visto que uno de nuestro oficio levante la mano y haga una pregunta! Y no crean que el plumífero protagonista del portento cuestionó a su interlocutor sobre la inmanencia como opuesto y complemento de la trascendencia, la fórmula de la cocacola, ni sobre otra hondura metafísica del pelo. Qué va. Todo lo que hizo el colega erigido en leyenda instantánea fue interpelar a Mariano Rajoy, aprovechando que lo tenía enfrente, acerca de su intención de comparecer o no en el parlamento para echarse unos ripios en torno al marrón Bárcenas. Exactamente lo mismo que habría hecho cualquiera de las decenas de tribuletes acreditados en la alocución protocolaria conjunta del presidente español y el primer ministro de Rumanía, ¿verdad?

Tal se diría, si no fuera por la sorpresa y el festejo que acompañaron a lo que debería haber sido, insisto, rutina. “Y un rumano lo consiguió”, narraba la gesta un diario. “El periodista rumano que hizo hablar a Rajoy”, encumbraba otro al corresponsal que había hecho algo tan extraordinario como ganarse el sueldo. Las emisoras de radio y las cadenas de televisión se lo disputaban, cual si fuera el ganador de una bonoloto millonaria para acribillarlo a melonadas que, más que admiración, destilaban una nauseabunda condescendencia. Lo sustantivo no era la pregunta, sino que la había hecho un rumano, claro.

Periodismo de datos

En la acera opuesta del sensacionalismo de casquería sobre el que les lloré mis penas ayer está el periodismo de datos. Es tan viejo como la imprenta o más, aunque cada equis aparece un vivillo que le pega un lavado de cara y bajos y lo presenta tal que si lo acabasen de parir. El domingo pasado, sin ir más lejos, el canal con el que el Grupo Planeta juega al pressing-catch consigo mismo estrenó un programa que jura traernos en presunta primicia la novedad que ya les digo que no lo es. Se hace llamar El Objetivo, lo que viene a ser como si yo bautizara esta columna El rincón del macizo de ojos azules, y sin necesidad de abuela y cual si no conociera la programación de su cadena, dice tener la misión de purificar nuestras meninges podridas a base de chutarnos en vena tanta tertulia dicharachera. No es mala la intención, desde luego, pero me mosquea en varias acepciones del verbo que el purgante con el que se pretende acometer la limpieza neuronal esté compuesto a base de datos.

Les extrañará que lo enuncie así, porque a primera vista se diría que no hay nada más aséptico, neutro y fuera de sospecha que un dato. Tararí. Aparte de que casi nunca llegamos a saber cómo han sido cosechados y cuando nos llegan a la mesa han pasado ni se sabe por cuántas y cuáles manos, pocas herramientas de mentir son tan efectivas como un puñado de cifras aparentemente inocentes. Basta ordenarlas así o asao y apartar a un lado unas y poner doble subrayado a otras para obtener conclusiones diferentes. O para inducirlas, que tiene más mérito. Muy pero que muy diferentes, como cualquiera con diente levemente retorcido puede observar una noche electoral o, ¡ay!, cuando salen las mediciones de audiencias de los medios.

Con los mismos datos convenientemente destilados es posible demostrar, y de hecho se hace, una cosa y la contraria. Ténganlo en cuenta. Lo único cierto es que todo es según. Y tal vez, ni eso.