Antes de que se acabe el mes de María, las flores y los fastos de medio pelo, habrá que dedicarle unas líneas a las bodas de oro —y la expresión casposa es intencionada— de una de las mayores estafas ideológicas del siglo XX. Lo sorprendente, o quizá no, es que medio siglo después, con todos los hechos contantes y sonantes que documentan la filfa, hayamos tenido que asistir al orgasmo colectivo celebratorio.
El pasado no es lo que fue, podríamos parafrasear libremente a Paul Valery. Claro que tampoco descubro nada, pues desde que tengo uso de razón (y soy nueve meses mayor que los acontecimientos reseñados), mayo del 68 ha sido contado más desde la mitología que desde el periodismo o la Historia. Qué patéticos resultaban ya en los 80 y los 90 los fantasmones de aluvión que se pegaban el moco de haber estado a pie de barricada en París, cuando sus contemporáneos los recordaban con el culo bien prieto y cuidándose de tirar una mala octavilla en su terruño de aquella España donde mandaba un señor, cuántas veces habrá que recordarlo, que se murió de viejo en la cama.
Solo los más sinceros reconocen que mayo de 68 fue una enorme derrota del progresismo. No solo porque De Gaulle aplastó con las urnas y no con las armas a los que decían haberse levantado contra el orden establecido. También o especialmente, por la lección que supuso ver cómo no demasiado tiempo después, la inmensa mayoría de aquellos jóvenes revoltosos fueron pillando cacho en el perverso Sistema y se convirtieron exactamente en la clase de individuos que pretendieron combatir. ¡Y las veces que se habrá repetido lo mismo desde entonces!