Medir el sufrimiento

Hasta hace un par de días ni se me había ocurrido que pudiera existir una tabla de pesos y medidas para determinar científicamente la cantidad y la calidad del sufrimiento. Lo descubrí escuchando, debo decir que atónito, a uno de los forenses que han intervenido en el juicio al que en los medios llamamos teatralmente ‘el falso shaolín’ cuando quizá bastaría referirnos a él como ‘el asesino del gimnasio’. El experto hablaba, en concreto, de Ada Otuya, la última víctima del matarife, la que tenía casi literalmente entre las manos en el momento de su detención. Fue hallada agonizante, ingresó en el hospital en estado de coma, y falleció tres días después.

Al impresionable común de los mortales como usted y yo se le ponen los pelos como escarpias y se le encoge el alma imaginando los padecimientos de la mujer. Pues con la cinta métrica oficial en la mano, no tenemos motivos para ello. Según afirmó el perito con una mezcla de frialdad y lo que parecía cierta molestia por tener que explicar cosas que en su círculo profesional son de parvulitos, Ada no fue sometida a un sufrimiento excesivo ni inhumano. Vamos, que fue el dolor corriente y moliente de cuando a alguien de complexión fuerte le está matando un tipo bajito con conocimientos de artes marciales.

Seguramente, desde el punto de vista técnico, la argumentación es impecable y, desde luego, imposible de refutar por quien, como servidor, sabe de la ciencia forense lo que ha visto en las películas y en las mil series sobre la materia. No puedo, sin embargo, dejar de anotar mi estupor y mi desazón al comprobar que hasta lo más íntimo es tasable.

Víctimas en las aulas

El testimonio de las víctimas de abusos policiales llegará también a las aulas vascas. La noticia es que sea noticia. O, en todo caso, el retraso. Si algo debería parecernos extraordinario, es que hasta la fecha se haya obviado esa parte del relato con absoluta naturalidad. Es como si en clase de matemáticas enseñaran a dividir pero no a multiplicar, un sinsentido que solo se comprende en un país que hemos pretendido construir únicamente con los ladrillos de conveniencia. Pero como también somos previsibles hasta el aburrimiento, un titular así provoca crujidos de dientes y rasgados rituales de vestiduras. ¡Equiparación, equiparación!, claman fuera de sí los que se niegan a admitir cualquier sufrimiento que no sea el canónico. Al hacerlo, se retratan —nuevamente— como ciegos voluntarios, amén de como inhumanos monopolistas del dolor que intentan eliminar la competencia. Ni se les ocurre pensar que los padecimientos no solo no se anulan entre sí, sino que son complementarios.

En cualquier caso, no sé qué ando gastando tinta, papel, energías y su paciencia describiendo por enésima vez una evidencia de la que (casi) todos, incluidos los que obran así, estamos al corriente. En el espacio que me queda intentaré ser propositivo, que no sé muy bien lo que quiere decir, pero que está muy de moda. Me limitaré a dar la bienvenida a la iniciativa y, en la medida que me lo permite mi escepticismo, a desear que resulte de provecho. Debo confesar que albergo mis dudas sobre el efecto que puedan tener las experiencias de víctimas de cualquier violencia en chavalas y chavales de entre 12 y 16 años. Digo yo que mal no les harán las narraciones, pero igualmente me temo que asistan a ellas con el mismo entusiasmo con que atienden una lección sobre las partes de la célula o las características del ser parmenideo. Quizá baste, es verdad, con que a uno o dos les llegue el mensaje. No estamos para pedir mucho más.

Del sufrimiento

Pablo Gorostiaga no ha podido despedirse de Judith, su compañera, que falleció durante la noche del pasado lunes. Se lo ha impedido la (despiadada) razón de estado torpemente travestida en burocracia. Hacía cuatro días que el exalcalde de Laudio, que fue uno de los condenados del macrosumario 18/98, había recibido en su celda de Herrera de la Mancha un permiso para lo que se sabía que inevitablemente sería la última visita. Pero el traslado se demoró. Se puede fletar un helicóptero para llevar puerta a puerta a alguien esposado a la Audiencia Nacional y, sin embargo, se hace un mundo encontrar un furgón de tres al cuarto para que un preso llegue a tiempo de decirle adiós para siempre a la persona con la que compartió su vida. Ya, claro… No hablamos de un recluso cualquiera, sino de uno de los que recibe una sentencia con propina: lo legalmente dispuesto más la cuota variable de venganza que toque en cada momento. Sin sanción social o, si cabe, con aplauso del respetable. ¿Quién va a protestar, aparte de los de siempre, por haber violentado las ordenanzas y disposiciones vigentes en perjuicio de un malísimo oficial? Un paso más allá, ¿quién se va a enterar siquiera de lo ocurrido? Estas noticias solo tienen difusión en un círculo muy concreto. De hecho, actúan como mensaje para que ese entorno tenga claro lo que está dispuesto a moverse el Gobierno, o sea, nada.

Tienen toda la razón quienes, a la vista de esta arbitrariedad de manual, denuncian la utilización perversa de la política penitenciaria que practican las autoridades españolas. Es rigurosamente cierto que se pone de manifiesto el afán de revancha. Pero no debería quedarse todo en indignación y rabia. Compartiendo y comprendiendo el sufrimiento de Pablo Gorostiaga quizá se pueda llegar a entender lo que sintieron tantísimas personas que tampoco tuvieron la oportunidad de despedirse de sus seres queridos. ¿Tan difícil es?

Una fecha secuestrada

Nada que no conozcamos por aquí arriba. El dolor se ejerce en régimen de monopolio. Como mucho, se puede aspirar a una franquicia si juras y pruebas adhesión inquebrantable a los principios fundamentales de la secta. Para los que no tragan, escarnio público. Que se lo pregunten, por ejemplo, a Pilar Manjón, que tuvo que leer ayer en el editorial de El Mundo que ha demostrado que le puede más el odio a quienes no comparten sus ideas que el dolor por la muerte de su hijo. Así las gastan los acaparadores y especuladores del sufrimiento. ¿Se atrevería alguien siquiera a imaginar unas palabras similares sobre personas cuyo nombre no pienso escribir pero que sé que están en la mente de cualquiera?

Igual que han hecho con prácticamente todo lo demás, quieren quedarse con el 11-M en propiedad. Dicen que es por los muertos, por la sangre derramada y, qué cara, por la búsqueda de la verdad. Si hubiera algo de cierto, no les habríamos visto echando paletadas de mentiras infames a lo que ocurrió. En el minuto uno, cuando a casi todos nos cupo una duda razonable, pero también en el dos, en el tres, en el cuatro y en el cinco, cuando ya la patraña era insostenible pero había que ganar las elecciones a toda costa y, conscientemente, se dejó que la máquina de intoxicar siguiera en marcha. Lo que no alcánzabamos a sospechar es que aquello que ya nos resultaba imposible de concebir con los cuerpos aún calientes se vería corregido y aumentado durante ocho años consecutivos. Más los que vendrán, me temo.

Eso es quizá lo peor, que no tienen la menor intención de dejar que las personas asesinadas en los atentados de Madrid descansen en paz. Ni ellas ni, por supuesto, sus familias. Las han tomado como rehenes, como fetiches, como mascotas. En realidad, bien lo sabemos, les importan una higa. Sólo las quieren para enarbolarlas a modo de espantajo o de ariete contra los que no bajan la testuz a su paso.