Por qué los matan (2)

Como certeramente me apuntaron numerosos lectores, en la columna sobre los vomitivos justificadores de las matanzas en nombre de Alá, dejé sin citar una de las inevitables martingalas que gastan estos fulanos: la de la supuesta desproporción en el tiempo que dedicamos los medios a las carnicerías en función de dónde se hayan producido. En su absoluta seguridad de estar en posesión de la verdad imposible de rebatir, nos interpelan a los tontos que son sabemos hacer la o con un canuto sobre las razones por las que no convertimos en noticia de portada y motivo de tertulia cada uno de los diez coches bomba que estallan a diario en Kabul, Mosul o Bagdad, o las decenas de víctimas inocentes de los bombardeos en, pongamos, Siria, que es el único sitio donde les suena que hay una guerra. “¡Pues a mi me duelen más los niños de Alepo que los de Manchester!”, llegué a leer en ese vertedero de bilis e hijoputismo llamado Twitter.

Ya hace años, David Jiménez, un reportero que se ha jugado el culo en varios puntos calientes del planeta y efímero director de El Mundo, trató de explicar a esta panda de gañanes el mecanismo del sonajero sobre lo que es o deja de ser noticia. Yo me niego a incidir sobre algo tan obvio o primario. Si alguien no lo entiende, simplemente es porque es un ceporro del quince o un tramposo malintencionado que no merece más que un bufido lleno de desprecio como el que pretenden ser estas líneas. Imaginemos que se aplicara la misma melonada al resto de cuestiones de la actualidad. ¿Debo dejar de informar sobre un asesinato machista en Barakaldo porque no lo hago cuando ocurre en Calcuta?

Por qué los matan

“Hemos matado a vuestros hijos”, se jactaba Daesh tras la masacre de Manchester. Y lo peor es que lo hacen porque pueden. Tanto lo uno como lo otro. Primero matarlos, y después presumir de haberlo hecho. O anunciar chulescamente que no va a ser la última vez, y que nosotros, despreciables infieles, sepamos sin lugar a dudas que es rigurosamente cierto.

No, no es porque sea imposible garantizar la seguridad al cien por cien. Ni por la eficacia manifiestamente mejorable de ciertas investigaciones. Ni por el inmenso despiste entreverado de hipocresía de las autoridades del trozo del mundo llamado a ser fumigado. Todo eso influye, por supuesto, pero la verdadera razón de la barra libre para asesinar en nombre del islam, y ahí nos duele, está en la holgazanería moral de quienes uno esperaría encontrar enfrente y no al lado de los criminales.

Al lado. Eso he escrito. Y cada vez de un modo menos sutil. Ya no disimulan con algo parecido a una condena. Tampoco gastan un minuto en un mensaje de solidaridad. Pasan directamente a la justificación. El trío de las Azores, la pobreza, la intolerancia de los de piel pálida —¡hay que joderse!—, la industria armamentística, el operativo en que se cargaron a Bin Laden… Cualquier explicación es buena salvo atribuir las carnicerías a la maldad infinita y entrenada de sus autores. Del totalitarismo que anida en sus creencias, ni hablamos.

Celebro la mala hostia que estas líneas estará provocando a quienes se están dando por aludidos. Yo también he dejado los matices. Por eso los señalo sin rubor como los colaboradores imprescindibles de los que matan a nuestros hijos.

Dime con quién andas

Pedazo de fascistas manipuladores que estamos hechos. Solo a nosotros, vergonzosos esbirros del capital y del unionismo español que un día habremos de pagar por nuestros desmanes, se nos ocurre convertir en noticia el redecorado gratuito de los exteriores de una docena de batzokis. Además, con tiernos coranzocitos rojigualdos en lugar de las bastas dianas de antaño. ¿Quién se puede molestar por algo así? Si no aguantan una broma, que se marchen del pueblo, diría Gila.

Por desgracia, ironizo lo justo. En las últimas horas he escuchado o leído mendrugadas muy similares. Pasen las aventadas por los cenutrios de aluvión que añoran los buenos tiempos en que estas cosas se arreglaban con unas dosis de plomo o goma 2. Más preocupantes y reveladoras, cuando las letanías salen de labios de individuos con un papel relevante en la vida pública. Alguno, y no sé si reírme o echar el lagrimón, de los que anteayer daban catequesis sobre la deslegitimación de la violencia. Y claro, luego está el definitivo comodín justificatorio: peor que unas inocentes pintadas es pactar con el partido más corrupto de Europa unos recortes que esto, lo otro y lo de más allá.

Lamentos inútiles aparte, termino llamando la atención sobre la frase que la alegre muchachada estampó en varias de las paredes pintarrajeadas: Dime con quién andas y te diré quién eres. Sí, un refrán españolísimo y castizo. También una muestra de la vaciedad ideológica e intelectual de los garrapateadores. Imposible pasar por alto la tremenda confesión de parte que encierran tanto el aforismo en sí como su elección.

Efectivamente, sabemos con quiénes andan.

Totalitarismo democrático

Confieso que esta es una versión de la columna de ayer, aunque prometo repetirme lo justo y necesario para ver si soy capaz de dejar descrita una corriente de pensamiento y acción que cada vez parece gozar de mayor predicamento. Seguramente habrá un nombre mejor, pero yo la he bautizado como totalitarismo democrático. Se diría que lo primero se opone a lo segundo y viceversa, dando lugar a un oxímoron del nueve largo. Sin embargo, es en la contradicción de términos donde reside la gracia del asunto, o sea, la desgracia.

De nuevo, el punto de partida es la negación del derecho a decidir y, más concretamente, la argumentación que la acompaña. Si se han fijado, buena parte de los que rechazan con toda la contundencia de su ser que se consulte a la ciudadanía qué quiere ser o dejar de ser lo hacen en nombre de la democracia. Se presentan, de hecho, ¡manda narices!, como los únicos demócratas genuinos y tildan de reaccionarios descojonaconvivencias a los que, a riesgo de ser derrotados, están dispuestos a someter sus ideas al veredicto de los urnas. Bajo el banderón de la libertad se ciscan en la libertad, y encima tienen los bemoles de hacerse los ofendidos y soltar tremebundas filípicas que básicamente se resumen en la idea de que preguntar al pueblo sobre cuestiones que le atañen es destapar la caja de los truenos, además de una antigualla que ya no se lleva. Y como el balón es suyo, o se juega con sus reglas, o vienen los tanques, a ver quién se aparta antes.

Estamos ante una vuelta de tuerca corregida y aumentada de la democracia orgánica de los vencedores de la guerra de 1936. El razonamiento de partida es el mismo: puesto que las urnas son la raíz de todos las catástrofes porque los ciudadanos se empeñan en votar lo que no conviene, eliminemos la tentación de votar mal. La diferencia es que técnicamente ahora no estamos en una dictadura. Solo en una democracia totalitaria, qué bien.