CHURCHILL EN LA HAYA

Domingo 10 de abril de 2016

ChurchillEste es un interesante artículo escrito por Indalecio Prieto, líder socialista, de la reunión de La Haya que marcó el comienzo de la Unión Europea. Allí estuvo el Lehendakari Aguirre y por lo menos Prieto menciona su presencia. Seguramente no le haría mucha gracia, pero allí estuvimos los vascos del PNV representados por el Lehendakari y Javier de Landaburu.

El trabajo es interesante y por eso he creído adecuado reproducirlo. Prieto era un magnífico periodista y un gran orador parlamentario. Escribió así:

“¿Hasta dónde llega el rigor de la etiqueta en la Corte británica? Siempre se nos ha presentado como muy extremo. El transeúnte londinense cree percibirlo en la inmóvil tiesura de los centinelas del Palacio real, y muchas estampas, de tiempos pretéritos y presentes, nos revelan ese rigor, en el cual no han hecho mella los avances democráticos.

Una de las estampas que al respecto nos impresionó mucho fue cierta portada del madrileño diario «ABC» reproduciendo el retrato de don Ramón Pérez de Ayala, primer embajador de la República española en Londres, cuando presentó cartas credenciales» a su Graciosa Majestad. El señor Pérez de Ayala, vestía casaca, calzón corto y medias. Viéndole de tal guisa nos imaginamos la violencia que para él significaría semejante cambio de indu­mento. Ante tamaña violencia apenas contaba la de algunos ministros de aquella República embutiéndose por vez primera dentro del frac, prenda en cuyos faldones se derrocha el paño escatimado en el busto.

Si un personaje inglés guarda en su país el protocolo palaciego, cabe suponer que lo guarde, con tanto o mayor cuidado, en Cortes extranjeras. Por eso nos sorprendió en La Haya que la princesa Juliana, delegada de su madre, la reina Guillermina hubiese de esperar a Mr. Winston Churchill, presidente del Congreso de Europa, en lugar de que Mr. Winston Churchill esperara a la princesa en la sesión inaugural de dicho Congreso. Ya llevaba algún minuto en la plataforma presidencial la heredera del trono holandés, acogida con ceremonioso respeto por los concurrentes, cuando estos se estremecieron prorrumpiendo en salvas de aplausos para saludar al ex premier, a cuyo paso apiñábanse los fotógrafos.

De este hombre extraordinario no puede decirse que el silencio es oro, sino todo lo contrario, dada la enorme suma que le valen sus memorias, ahora divulgadas por periódicos de todos los Continentes. Nosotros íbamos a oírle por primera vez. Habló sin énfasis, pausadamente, con cierta monotonía, usando mímica muy sobria. Apenas movía los brazos, casi siempre rígidamente caídos a lo largo del chaquet, y si los cambiaba la posición era para colocar las manos sobre el vientre o para agarrar las dos puntas de la solapa, pero, cual si se arrepintiera, volvía pronto a dejar caer los brazos con indolencia.

Orador, al comienzo de su discurso, previamente escrito, tuvo la atención de mencionar a los «exiliados notables de Checoeslovaquia y de casi todas las naciones de Europa oriental, así como de España», asistentes a la Asamblea. ¿Fueron estas palabras las que provocaron el copioso chaparrón de injurias que descargó la radio oficial franquista sobre Churchill? En Madrid, acaso doliera mucho que, mientras las puertas del Congreso de Europa se nos abrieron de par en par a don Salvador de Madariaga, a los doctores José Trueta y Rafael Fraile y a mí, más a don José Antonio de Aguirre y a otros tres vascos, se diera con ellas en las narices a cuatro falangistas llegados expresamente de España sin haberles llamado nadie. Es posible que ello fuera causa de los dicterios radiofónicos, sobre todo teniendo en cuenta que entre quienes abrían y cerraban las puertas del magno Congreso preponderaba Mr. Duncan Sandys, hijo político de Churchill.

El saludo de Churchill entrañaba una rectificación: no todos los defensores de la República española son comunistas, según alguna vez llegó a afirmar con notorio error.

En Madrid habrán dolido más que aquel desaire las definiciones, de Churchill primero, y del Congreso después, sobre los regímenes de las naciones que han de constituir la futura Europa unida. «Nosotros —dijo el jefe conservador— acogeremos a todo país donde el Gobierno sea servidor del pueblo y no el pueblo servidor del Gobierno». Así dejaba ya excluido a Franco y más terminantemente aun cuando repudió a los «hombres nefastos que erigen su predominio sobre la miseria y la servidumbre de sus semejantes”. “Los habitantes de esos millares de humildes hogares de Europa —siguió diciendo—, incluso buena parte de sus intelectuales, de los representantes de su cultura, ¿deben seguir temblando cada vez que suenen golpes a la puerta de casa y vivir bajo el terror policíaco? Tal es la pregunta a la que debemos contestar aquí».

La pregunta quedó rotundamente contestada. El socialista belga M. Drapier, jefe de gabinete de M. Spaak, logró en el articulado de la resolución política una extraordinaria justeza de lenguaje para definir qué debe entenderse por régimen democrático, o sea aquel que mantiene las libertades negadas por Franco, las libertades que constituyen delito en España, donde las gentes tiemblan siempre que el aldabón suena a la puerta, donde un hombre nefasto predomina sobre la miseria y servidumbre dé sus compatriotas… Avanzando en sus concreciones, la Comisión Política, tras suscribir la nota de 4 de marzo de 1946, firmada conjuntamente por Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, declaró que un Gobierno bajo el cual el pueblo español libremente determine el régimen que desee y elija sus dirigentes «podrá restablecer la democracia en España, única manera para España de participar en la unidad de Europa». El Congreso, pues, condenó sin rebozo a Franco. Y es de advertir que el Congreso no estaba formado con exclusividad por elementos de izquierda. Precisamente, la circunstancia de figurar en su cúspide Winston Churchill retrajo a bastantes socialistas, originando abstenciones y discordias en el laborismo inglés. Los católicos derechistas llevaron a La Haya nutrida representación que, dentro de la Comisión Cultural, formó un bloque apretadísimo. Ante ciertos titubeos de delegados de esa filiación hubo de exclamar el doctor Trueta: «Yo vengo aquí no a título de político, sino de cirujano, y como cirujano quiero librarme de otros años terribles metiendo a diario el bisturí en carne humana lacerada por la guerra».

Si bien las filiaciones políticas agrupadas en La Haya eran diversas, un denominador común servíales de glutinante: la democracia. El Congreso puede considerarse un intento de unir sólida e internacionalmente a la democracia. Actualmente sólo hay dos auténticas organizaciones internacionales: la Iglesia Católica y el Comunismo. La primera tiene por vínculo el dogma y el segundo las consignas, sirviendo aquél y éstas como agentes de una fe ciega. La democracia carece de organización internacional. Ni siquiera la tiene el socialismo democrático, que nunca la tuvo efectiva, pese a rótulos rimbombantes que ahora se pretende izar de nuevo.

En la Europa actual el Oriente está unido y el Occidente proyecta unirse. Tan considerable diferencia se patentizaría de modo impresionante si, concluido el Congreso de La Haya, se convocara otro similar en Varsovia o Belgrado. El Congreso del Este demostraría que allí existe ya la unión, mientras que en el Oeste sólo palpitan aspiraciones de lograrla, las cuales no tienen muy llano el camino. Mejor que en La Haya se descubrieron en París, durante la reunión de parlamentarios socialistas europeos y la del COMISCO, los graves escollos que es preciso allanar. Quizá se hiciera tal descubrimiento en la capital francesa porque hubo menos solemnidad y mayor intimidad que en la holandesa.

Es curioso el fenómeno de que las fuerzas capitalistas se muestren más resueltas que las socialistas en la empresa de unificar Europa o, hablando en plata, de unificar Europa occidental, que es de lo que ahora se trata, aunque quiera ocultarse en los discursos oficiales.

En la reunión de partidos socialistas europeos constituyó principal tarea echar agua al vino unificador hasta el punto de que los acuerdos salieron incoloros. ¡Con qué temor se medían las palabras! Un delegado pudo decir, muy justamente, que el optimismo de la víspera en la sala Pleyel, donde León Blum pronunció alentador discurso, se había transformado en pesimismo. No sin extrañeza oímos a un socialista suizo cantar las excelencias de la Confederación europea tomando por ejemplo la helvética, pero queriendo dejar a salvo permanentemente la neutralidad de su país ¿Acaso la Confederación Helvética se abstendría de defender a uno de los cantones que la forman si fuera atacado? ¿Cabría en trance semejante la neutralidad de los demás cantones? Entonces, si Europa occidental se confederara, ¿podría justificarse que los Estados confederados se encogieran de hombros ante ataques contra cualquiera de ellos? Los distingos suizos tienen igual raíz que los de las naciones escandinavas, también formulados a través de los partidos socialistas, partícipes, en sus respectivos Gobiernos. Desde luego, en la asamblea heterogénea de La Haya se ha ido mucho más lejos que en la asamblea homónea de París. Los socialistas, que debieran ser los más entusiastas adalides de la idea, preséntanse desmayados y asustadizos, ofreciendo la paradoja de parecer más nacionalistas que nadie. En fin queda por andar en Occidente mucho camino, ya andado casi por entero en Oriente.

Pero Winston Churchill, ambicioso de coronar su vida con la Unión Europea en que soñó Arístides Briand no pierde su optimismo. Bien lo vimos en el discurso de clausura del Congreso de La Haya que salpicó con rasgos humorísticos. No consideraba perfectos los dictámenes de las Comisiones Política, Económica y Cultural, que estuvo estudiando hasta las seis de la mañana, mas, según dijo, representaban grandes avances. “Ahora —-añadió— voy a entrar en algo muy serio, que me preocupa mucho, en algo horrible para mí…» Los asambleístas contuvieron el aliento y se inclinaron hacia adelante para oír mejor, para no perder sílaba. «Voy a hablar en francés, leyendo una cuartilla que mi mujer ha traducido a ese idioma, en el que difícilmente consigo expresarme». La concurrencia, donde tantos hombres sesudos había estalló en carcajadas. No va mal un poco de alegría para amenizar empresa tan árida.

 

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