Domingo 14 de octubre de 2018
La consigna de que fuese panteón igualitario la quebrantó el propio Franco
Se han sacado coplas a la urna de Lenin en la Plaza Roja y fabricado democráticos pisapapeles con escombros del «muro de la vergüenza». El santuario de Cuelgamuros también ofende. Los ingleses y yankis que acuden a visitarlo y a quienes se asegura que «allí también yacen voluntarios de Brigadas Internacionales» pueden preguntarse, una vez desengañados, con qué autoridad moral persigue a Pinochet un Estado que perpetúa el homenaje a un Movimiento genocida que jamás se depuró.
Invisible, aunque presente, ¡presente!, Franco está ahí, acartonado, taxidérmico. Con lastre de medallas, cintajos, puñetas de pan de oro, toisón y sable. Es el único jerifalte fascista y nazi de Europa con mausoleo público cuya realidad y esencia las informadoras turísticas distorsionan sin pudor. Disfruta de losa blanca y azucenas frescas a diario. El conjunto desprende, con sólo avistarlo, un aura ineludible de mal gusto advenedizo, de atrezzo para superproducción de Bronston.
En estos pedregales se acometieron, un 17 de julio de fuego, en 1936, dos juventudes. En 1940 llegan los batallones de castigo a las lomas circundantes y mil hoyos de unos veinte centímetros, tierra de urgencia para cadáveres despanzurrados entre sí, expelen osamentas rojas, azules y caquis. Ya tallaban la piedra viva los galeotes. Se encomienda a Pedro de Muguruza y Otaño, arquitecto, el grandilocuente diseño. Un ingeniero de Manchester, jubilado, viaja en uno de los autopullmans.
«Esto tiene, er… un cierto aire, ¿no cree?, un tanto mussoliniano». Con cautela. En el bus les han contado patrañas de transición fraterna, de fosas comunes compartidas. Sobre todo, mentiras a medias.
Muguruza y Otaño falleció en 1952. Le pasó el muerto a Diego Méndez González. La cruz hueca, transitable, es de hormigón armado y granito. Sirve de mirador, 150 metros de alto y 42 de ancho. El funicular que hasta ella trepa desgarra la naturaleza, la transforma en kermes. Hace una mañana de perros en el Risco de la Nava. Hay ganado bravo en la ruta que conduce de la verja a la cafetería. La Guardia Civil, que no guardas jurados, custodia la taquilla y dependencias de la entrada. Elocuente.
«Mordieron el polvo»
En agosto de 1953, el del Concordato con Pío XII, los forzados iban perforando ya una cripta que costaría vidas, mutilaciones y, en una España de ridícula autarquía, librecambio de pacotilla, recursos de estraperlo y hambre negra, unos veinte millardos de pesetas de 1959.
La consigna de que fuese panteón igualitario para combatientes de ambos bandos la quebrantó el propio Franco, sépalo el turista, en acalorado discurso inaugural. Ante 2.000 alféreces provisionales y altos mandos de los tres ejércitos, sin más presencia del adversario que los despojos anónimos que a este engendro sirven de cimientos, el Caudillo enalteció «nuestra Victoria», y «nuestros caídos». Incurrió en sonrojante léxico de tebeo al denostar a «ese enemigo obligado a morder el polvo de la derrota».
La propaganda del Régimen se encargaría -hasta hoy- de encauzar la torpeza del general propugnando un Cuelgamuros en simbología de la falsa concordia que, a los cuatro años, torturaba y fusilaba a Grimau, propinaba garrote vil a muchos anarquistas y mantenía en las mazmorras de Carabanchel -ahí sí se podría organizar un museo de los horrores- a un sinfín de sindicalistas, gudaris, marxistas y judeomasones variados. Bajo esta bóveda, de los llamados rojos no quedan ni los tuétanos.
La tumba de José Antonio, frente al Cristo, deja frío; y la del general, helado. La urna con los restos del «Ausente» no está bajo la lápida, enclavada sobre un sumidero, sino tres metros más allá.
Franco queda de espaldas, simbolismos del azar, al Cristo de Beobide, obra excelsa y tan ajena al popurrí de pastiches, tecnicolor, oropel y tenebrismo marcial de la nave, que sorprende como única pieza digna de admirarse. ¿Qué hace allí? Testimonios absolutamente fiables y contrastados resolvieron la incógnita a «euskadi información».
Un Cristo cautivo
El taller de Zuloaga era visitado con asiduidad por Franco, que se encaprichó de la obra sacra de Beobide allí instalada. Solicitó un Cristo para él. Zuloaga, franquista, u oportunista, amigo de un Beobide abertzale acérrimo que se negaba en redondo a «ir a saludar a Franco, ese criminal de guerra», optó por decirle al artista zumaiarra que el encargo era de unos suramericanos. Él, Zuloaga, se ocuparía de la policromía. Acabaría confesando quién era el destinatario. Estaba el Cristo casi culminado. Beobide, que «esculpía los Cristos rezando» y que hacía de su trabajo mística, pensaba por convencimiento íntimo que cuanto peor era un sujeto, más necesitaba la oración.
El Cristo pasaría a la capilla de El Pardo, en 1941. La factura fue de 20.000 pesetas, tramitada por Zuloaga. Años después, sin consultar, un Caudillo no pregunta, Franco decide erguir el crucifijo de Beobide en pleno ábside, en el altar de la Basílica del Valle de los Caídos. Allí sigue. En el conjunto bisutero, tremendista, tiene mucho, por contraste, de cautivo. Impresiona su impavidez. Carece de rictus, de sangre seca. Beobide se negó a visitar Cuelgamuros «mientras no enterrasen allí también a todos los gudaris». No entró, consecuentemente, jamás.
«Por Dios y por España
En la Capilla del Vía Crucis la esposa del ingeniero de Manchester, jipi residual, poetiza la lluvia: «Hoy el cielo llora por todos los muertos de la guerra». Un dedo prudente le traduce el gran rótulo sobre las puertas que acceden a las sacristías benedictinas: «Caídos por Dios y por España». «Ese es el eslogan del bando vencedor». La mujer se desconcierta. «¿Conoce USA? Bien, esto no es Arlington, aquí se exalta a los vencedores, y sólo a ellos, de una guerra civil.
Comunistas, socialistas, nacionalistas vascos, republicanos y masones eran la anti-España y los sin-Dios. Este no fue jamás su lugar, aquí no constan y es lógico que sus familias se resistiesen a sepultarlos junto al verdugo, de no mediar engaño o el chantaje con la vida o la libertad de un familiar o varios». La inglesa llama a su marido. «Es que él tiene amigos que lucharon en las Brigadas Internacionales». Repite, el ingeniero, que todo el conjunto le suena «francamente mussoliniano». Se le ratifica. «A saber qué camelos les cuentan durante el viaje. Puede que entre los 50.000 esqueletos de las capillas laterales se halle el de algún brigadista.