El corresponsal de The Times lo vio así

Domingo 12 de abril de 2020

En esta fotografía podemos ver al Párroco de Gernika en abril de 1937, D. José Arronategi, al historiador Bonifacio Etxegaray, al Alcalde Gernika Labauria y al corresponsal de Thimes George Steer, de quien trata esta entrega el día en el que denunciaron por la radio el bombardeo de Gernika.

George L. Steer fue el corresponsal del diario británico The Times durante la guerra. Gracias a él se dio a conocer el bombardeo de Gernika, aunque antes hubo otros como los ocurridos en Otxandio, Durango, Amorebieta y Eibar, así como en Bilbao, pero gracias a su maestría, su olfato por la noticia y el hecho de que era la primera vez que se bombardeaba una población abierta, aquello dio la vuelta al mundo.

Su relación con los vascos de mutua amistad y muy fructífera ya que se volcó con la causa de aquel gobierno y del hombre que la presidía que se refleja en el capítulo que le dedicó al Lehendakari Agirre, en estos trazos periodísticos que lo definieron muy bien. Y no era un periodista cualquiera de un periódico de barrio sino de uno de los periódicos más influyentes del mundo, siendo además sus crónicas reproducidas en el New York Times.

Sepamos algo de su interesante vida.

Georges Lowter Steer nació en Sudáfrica donde su padre era propietario del diario «Daily Dispatch». Ya en la es­cuela el pequeño Georges editaba su periódico «The Wykehamist». Al terminar sus estudios en Oxford, ingresó en el «Argus» de El Cabo. En 1933 volvió a Inglaterra para entrar en el «Yorkshire Post» de Londres.

El verano de ese mismo año «The Times» lo envió a Abisinia. Allí su voz se alzó para denunciar la invasión de Italia contra Etiopía, to­talmente indefensa. En mayo de 1936 al entrar victoriosos en Addis Abeba, los italianos lo expulsaron de Etiopía. Me­ses después llegaba a Bilbao como corresponsal especial del «The Times». Steer fue un testigo directo de la guerra en el Norte. Pero en sus crónicas no se limitó a exaltar las virtudes que él consideraba dotado al vasco, sino que puso al desnu­do a veces con gran crudeza, sus defectos y errores. Al caer Bilbao, Steer regresó a Inglaterra donde en 1938 publicó «The Tree of Gernika».

En 1939 se hallaba de nuevo en África enviado esta vez por el «Daily Telegraph» a fin de es­tudiar las reclamaciones italianas sobre Túnez y las de Ale­mania sobre sus antiguas colonias. De allí pasó a Finlandia cuando éste país recibió el ultimátum ruso.  El estallido  del conflicto mundial le obligó a reintegrarse a Inglaterra, don­de se alistó en el ejército. En 1940 George Steer acompañó al emperador Haile Selassie (el Negus) al Sudán y se constituyó en el cerebro rector de la campaña de propaganda que contribuyó a la liberación de Abisinia y a la expulsión de los italianos.

Seguidamente bajo las órdenes de Lord Wavel que co­mandaba las fuerzas británicas que peleaban contra los ja­poneses, se trasladó a la frontera de Birmania donde halló la muerte en un absurdo accidente de automóvil. Para enton­ces los alemanes empleaban en gran escala contra las ciuda­des inglesas su técnica de la «mystique» del aire que Steer había contemplado en Bilbao. Coventry —como Gernika tres años antes— se hallaba convertida en un montón de ce­nizas humeantes. George Steer recogió en cinco libros sus impresiones de un mundo desgarrado por la guerra. Viudo de Margarita Herrero, Steer, se casó con Esme Barton, de la cual tuvo dos hijos. Eterno defensor de causas desesperadas su integridad y su coraje marcan un hito en el periodismo mundial.

Afortunadamente en Gernika hay un busto en su memoria inaugurado por su hijo.

En su libro «The Tree of Gernika» George L. Steer, retrata a José Antonio de Agirre de la siguiente manera:

«El límite de mi estancia en Bilbao fue de 6 días. A las pocas horas, a causa de una llamada que recibí, tuve que marcharme en un dragaminas vasco, que con las luces apa­gadas para burlar el bloqueo, navegó en zig-zag rumbo a Francia, vía Castro Urdiales llegando al puerto de Bayona después de 13 horas de balancearse sobre el golfo. Me basta­ron seis días para ver una gran parte de la administración ci­vil vasca.

Al día siguiente de mi llegada visité el Hotel Carlton, donde se había instalado la Presidencia desde que cayó una bomba junto a la Sociedad Bilbaína. La primera sorpresa del recién llegado era el contemplar la entrada vigilada por dos guardias ya de edad con uniforme azul y boina roja. Había que volver a leer de nuevo la historia vasca para saber que la boina roja —que es vistosa y marcial— no representa en realidad al carlismo nabarro sino que es una tradicional prenda utilizada por los vascos en la guerra, fiestas y bailes locales. Los que así iban vestidos eran los Miqueletes o guar­dias de la Diputación Provincial de Gipuzkoa. Llevaban guantes blancos y fusil al hombro y hacían la ronda pasean­do de arriba a abajo a la entrada de la presidencia con cierto desenfado entibiado solamente por el reumatismo.

Se llegaba a la presidencia cruzando el puente que separa el Casco Viejo de Bilbao con sus estrechas y tortuosas calles, iglesias macizas, y casas altas, de la nueva ciudad en la orilla izquierda del Nervión. Aquí girando sobre el eje que es la Gran Vía, el Bilbao comercial se extendía tras sus clásicas pi­lastras con sus amplias vías de granito y prósperos bajorre­lieves de cornucopias que representaban racimos de uvas y navíos, robustos querubines y ninfas tendidas de principios de siglo, cuando Bilbao conoció su gran renacimiento gra­cias al comercio con Gran Bretaña y Francia. Ahora no había sino embudos abiertos por las bombas y ventanas cerradas no precisamente para comerciar.

En la Presidencia a la que conducía esa avenida de esta­bilidad y dinero antiguo, esperaba una segunda sorpresa. Cuando presentaban al jefe del Departamento de Relaciones Exteriores se hallaba con que su titular, don Bruno Mendiguren, el Míster Edén vasco, era más joven que uno. Por averiguaciones posteriores supe que tenía 25 años.

El joven Mendiguren, que más tarde duplicó su trabajo al hacerse cargo de la oficina de prensa vasca, era como un enviado de Dios para un periodista. Ardiente defensor de su causa, con un torrente de francés político, en el cual encabe­zaba sus referencias a la dignidad vasca, que citaba en una frase de cada tres. Mendiguren concebía la oficina de prensa como un medio para permitir a los periodistas extranjeros ver y oír todo lo que quisieran, y no para indicarles lo que tenían que decir en su crónica diaria y expulsarlos después por lo que habían añadido por su cuenta.

En la vida civil, Bruno fue ingeniero-constructor y era socio de su cuñado Gamboa en una empresa que se hallaba en condiciones de preparar los ensanches de ciudades de la noche a la mañana con la construcción masiva de edificios de cemento. Había estudiado la carrera en Bruselas de don­de se ufanaba. Había sito coetáneo, aunque de un curso in­ferior, de Degrelle. Allí aprendió francés.

Era un joven más bien bajo de estatura, siempre traje­ado de azul marino y boina, como muchos vascos. Se dife­renciaba de otros en que su fuerza física no parecía estar al nivel del entusiasmo que mostraban sus ojos, lengua y bra­zos. Era bien parecido: tenía la cabeza estrecha y nariz en punta un poco caída, y cuando hablaba de su país sus ojos brillantes parecían salírsele de sus órbitas de pura excita­ción. Para dar énfasis a la entereza y determinación de su lucha tenía un movimiento peculiar del antebrazo, del hombro hacia abajo, que se detenía nada más para no rom­perse violentamente contra la mesa del despacho. Hasta que conocí a Bruno Mendiguren yo siempre había pensado que el nacionalismo vasco era una chifladura; algo así como el movimiento de la Isla de Man para sus habitantes. Más, en­seguida, pude darme cuenta lo mortalmente serio que era para ellos. Bruno con sus enérgicos ojos y brazos era la pun­ta de lanza de la persuasión. Me disipó todas las dudas.

Era un tipo fascinante. «¿Qué quieren ver?» —me pre­guntó al terminar su introducción, cuando su delicado físico se estaba todavía recuperando de su sugestivo esfuerzo. En momentos como este Bruno Mendiguren cerraba la boca y esperaba democráticamente a que uno dijera lo que tenía que decir. Era todo oídos democráticos. Empecé a conge­niar con Bilbao.

Cuando volvió la cabeza hacia la ventana, por un hueco de la camisa abierta, descubrí que bajo el nudo de la corbata llevaba una cruz. Estaba colgada del cuello con un cordón.

Tomando aliento le dije: «Quiero ver sus escuelas, hos­pitales, sus instituciones sociales» —cosas inofensivas y amables. Y levantando la voz un poco más añadí: «Y tam­bién sus prisiones, sus cuarteles y el frente». Entonces tras una última pugna entre la lengua, las amígdalas y la saliva, con el sentimiento que, al fin y al cabo, acababa de decirme que ellos eran tan libres y demócratas, decidí también plan­teárselo: «… sus defensas, sus aeródromos, sus aviones, sus ingenios motorizados y sus industrias de guerra». El aliento me falló. ¡Acababa de hacer una cosa terrible!. Así pues mi último grito frente al paredón sería: «¡Usted mismo me invi­tó a hacerle preguntas, decía que todos ustedes eran demócratas!».

Perfecto —dijo Mendiguren— lo arreglaremos para que pueda verlo todo. Fue mi tercera sorpresa en el segundo día de mi estancia en Bilbao. Mucho tiempo después le pregunté por qué eran tan confiados. ¡»Oh»! me respondió como si todo fuera tan lógico como la ingeniería —usted es inglés y a nosotros nos agradan los ingleses y nos había sido presenta­do por su cónsul Stevenson. El jamás trató de engañarnos como los demás con pasaportes falsificados para los refu­giados». Supongo que era una forma razonable de condu­cirse.

«Ahora dijo Bruno —venga a ver al presidente—». Un ordenanza de uniforme de la presidencia entró y dijo: «José Antonio me envía a decirles que ya está listo». Aquél viejo empleado se sentía con la libertad suficiente como para parecerle innecesario usar el apellido de su presidente en pre­sencia de un extranjero. Fue como un sobresalto. Imagínense a un nazi diciendo al corresponsal del «The Ti­mes» en Berlín: «lo siento pero Adolfo no puede recibirle hoy porque tiene una terrible ronquera». El plan cuatrienal se hubiera desplomado en un minuto y Alemania se sentiría de nuevo humillada.

Entramos en una pequeña habitación cuadrada que daba a una plaza de aspecto invernal. Sobre la mesa había una cruz alta de madera de ébano en la que estaba suspendido Nuestro Señor con clavos de plata. Fijadas en la pared se veían algunos tipos de las municiones que se fabricaban en las industrias movilizadas de Durango, ahora concentradas en Bilbao. El hombre que trabajaba sobre la mesa se levantó y avanzó un par de pasos hacia nosotros.

José Antonio de Agirre extendió su mano. Tenía en aquel momento 32 años. Era pequeño de estatura. Lo pri­mero que le llamaba a uno la atención era la extraordinaria finura y delicadeza de sus facciones. Lo segundo, que anda­ba con un ligero balanceo: los irlandeses llamarían a esto jactancia. En sus tiempos José Antonio había sido un gran jugador de fútbol y la gente para distinguirlo de otro del mismo apellido, acostumbraba a aplaudir a «Agirre, el cho­colatero», aludiendo a sus hazañas paralelas como fa­bricante.

Agirre era también abogado y había dirigido las batallas del Partido Nacionalista Vasco desde 1931 en que su organi­zación surgió totalmente fortalecida a la caída de la Monarquía, para ganar en Gipuzkoa y Bizkaia por abruma­dora mayoría que jamás perdió hasta que ambas provincias fueron conquistadas en la guerra. Era un movimiento basa­do totalmente en la juventud vasca.

Había vivido días muy movidos cuando en las primeras Cortes de la República su colega Leizaola, ahora ministro de Justicia y Cultura, había sido agredido por un indignado so­cialista, por defender a la Iglesia Católica de las usurpa­ciones del Estado. En esos días en que los demás se dedica­ban solamente al pugilato, los nacionalistas vascos estaban coaligados con los tradicionalistas de Nabarra. Pero la unión de los ardientes católicos no duró. El movimiento tradicionalista sin perder en definitiva el entusiasmo del campe­sinado nabarro, fue cayendo en manos de los caciques pro­vinciales. Lo respaldaba el gran capital y se puso en contacto con los jefes del Ejército y con los partidos centralistas de derecha, que hubieran sido los últimos en reconocer la autonomía a los vascos. Porque creo que fue su líder Calvo Sotelo (cuyo asesinato fue la señal para el alzamiento que venía preparándose desde mucho tiempo antes) quien dijo en San Sebastián (en el mismo centro del País Vasco) lo si­guiente: «prefiero una España sin Dios, sin Iglesia y sin fa­milia, que una España rota». Los vascos con Agirre, se vieron obligados a inclinarse hacia la izquierda, por su autonomía. Fue un gran disloque y aún se podían ver las huellas de la lucha en el rostro de Agirre.

Su cara estaba bien trazada y sus ojos eran vivos y un tanto irónicos. Sus largas cejas, rectas y negras, tenían en el centro las enigmáticas líneas que tiene todo hombre que transige para poder alcanzar un ideal. Porque Agirre, al igual que todos los de su partido, era primero y hasta el final un idealista. Su gran calidad brotaba como una flor en sus discursos públicos que jamás fueron demagógicos ni tan si­quiera en las más amargas horas de Bilbao, sino más bien de definición en el más estricto significado de la palabra. Esta­ban traspasados de parte a parte con llamadas a la Historia y a la Ley y modelados con la misma profundidad por un sen­tido humanístico de ambas. Era algo admirable escucharle en la gran cancha cerrada de pelota, el frontón Euskalduna, donde acostumbraba dirigirse a la multitud antes de que le cayeran encima bombas de 12 pulgadas. Su voz, que se veía forzada hasta alcanzar cierta dureza en sus animadas con­versaciones privadas, se hacía magnífica y vibrante. La gen­te —la mayor parte pertenecía a otros partidos ya que los miembros del suyo estaban en el frente— le oía fascinada. Y eso que no hablaba de pan, paz, cañones y mantequilla sino del mercantilismo, de las virtudes y vicios del liberalismo económico del siglo XIX, de los movimientos proletarios a que dio origen, de los esfuerzos de la burguesía para llegar a un entendimiento humano con ellos, de los fracasos y triun­fos de ese movimiento a lo largo del mundo. No afirmaba como los oradores bullangueros, que Bilbao no podía caer. El hilo histórico de su argumento probaba más bien que valía la pena defenderlo. En cada párrafo, su voz natural­mente dulce y clara, se ponía áspera como la de un juez. Hasta que llegaba a sus conclusiones se paseaba de arriba a abajo por la plataforma con ese ligero balanceo característico del futbolista que yo había observado. Su úni­co gesto en un país en que estos son tan extraños consistía en meterse las manos en los bolsillos.

Bajo él los republicanos de izquierda, los socialistas, los comunistas y los anarquistas, alargaba el cuello con asombro. Allí estaba el hombre que resolvía todas sus contradicciones, a quien por esa misma razón, no podían ni ver por ejemplo, los jefes organizadores del comunismo por­que les había salido al paso impidiéndoles llevar adelante sus planes de controlar el Ejército Vasco. Pero los anarquistas para quienes el factor personal tiene su peso, comían de su mano. Si en alguna parte sus masas se desmandaban, acudían a Agirre mostrando la más profunda de las contricciones y prometiendo no volverlo a hacer nunca más. Y has­ta los comunistas que murmuraban contra él no se atre­vieron a salir al descubierto hasta que cayó Bilbao, después de dos meses de continua ofensiva. Fue entonces sólo cuan­do Larrañaga, su joven comisario político en el Estado Ma­yor General, pronunció un discurso en Santander compa­rando a Agirre con el Luis XIV del «L’Etat c’est moi» y profetizando que la resistencia de Santander unida y prole­taria, sería muy diferente de la de Bilbao, y en realidad lo que duró fue menos de dos semanas.

Agirre frente al que me encontraba sentado, era desde luego, la última persona a quien yo compararía con Luis XIV. No era un déspota. Era un joven político asceta quien al final tendría que practicar su fe en el desierto. Su nariz fi­na y delgada, su boca recta con el labio superior extraña­mente apretado de tanto practicar el autocontrol, y su cara atlética bastante delgada, eran los rasgos característicos de un hombre que trataba más de hallar el camino recto que de imponerlo.

No pretendo decir con esto que Agirre no supiera por dónde se hallaba. Era bien claro respecto a sus proyectos a corto o largo plazo. Por de pronto deseaba —según me manifestó— canjear en bloque todos los presos por los vas­cos que tenían los nacionales. Unos 2.300 de su parte por 1.000 de la otra. No era cuestión de cifras sino de humanitarismo —dijo— terminar con el problema de los presos de una vez por todas, mostrándose reacio a considerar las pro­posiciones de Salamanca de conceder trato especial a unos pocos seleccionados marqueses y condes. ¡No! Golpeó con la mano derecha abierta sobre el cristal de la mesa y el soni­do de su anillo de casado añadió énfasis a su declaración.

Término medio: estaba decidido a luchar en el bando de la República hasta el final. Me dijo esto porque los vascos sabían que en lo sucesivo una propaganda bien organizada en Inglaterra, estaba tratando de introducir una cuña entre ellos y el Gobierno Republicano.

Todo esto llevó a Agirre a sus cálculos a largo plazo. Si perdía, mala suerte. Pero si el Gobierno resultaba victorioso Agirre presionaría para que se le reconociera un Estatuto que garantizara a Euzkadi el equivalente a un Estado-dominio. El no decía todo esto en forma ofensiva para Es­paña. De hecho Agirre era uno de los pocos vascos naciona­listas que jamás pronunciaba una palabra desagradable sobre Castilla y por eso había tenido tanto éxito en la con­ducción del Gobierno de Vizcaya. La corrección de sus mo­dales, la indudable decencia de sus intenciones, su cos­tumbre de consultar permanentemente con sus colegas, es­tablecieron un notable récord en la Administración españo­la. En tiempos de guerra, mientras los Gobiernos de Valen­cia y Barcelona vivían en medio de constantes altercados e injurias y Salamanca tenía que reprimir y encarcelar a algu­nos falangistas, el Gobierno de Euzkadi bajo la presidencia de José Antonio de Agirre no sólo permaneció inalterable hasta el final sin dar motivo tan siquiera a un rumor de cri­sis, sino que logró algo más: desde el 7 de Octubre en que se constituyó el Consejo de Ministros hasta el 19 de Junio en que cayó Bilbao, ni tan siquiera se procedió a votar una sola vez. El imperio de la ley en Vizcaya y la conducción de la guerra estuvieron garantizados por decisiones unánimes.

Al contemplar el barril de pólvora que era Bilbao, los rostros hundidos y descarnados de sus pobres, la depresión de la clase media, los almacenes de víveres consumidos, las hileras de tiendas (que antaño fueron prósperas) hoy cubier­tas de polvo, las ventanas vacías listadas con papel engomado como medida de protección contra los raids aéreos, la su­cesión de puertas herméticamente cerradas y persianas enro­ñadas que antes habían sido comercios, la paz y la armonía que reinaba en el Gobierno Vasco parecían un milagro. En parte se debía al carácter vasco que tiene experiencia en Ad­ministración provincial y sabe que el progreso material re­quiere compromisos materiales. Pero, más todavía, a la pre­sidencia de Agirre. Tal vez hubiera en el Consejo de Mi­nistros caracteres más fuertes que el suyo: Leizaola, por ejemplo, su más viejo lugarteniente. Había también algunos con más experiencia de la vida: pero Aldasoro, con todo su encanto, no podía presentar la misma mente lúcida ante sus colegas y las masas. Idealismo, capacidad de adaptación, compañerismo y honestidad eran las cualidades que se requerían y Agirre las tenía todas. Era un gran conciliador.

No iba taimadamente tras un interés particular. Perdió toda su fortuna en la guerra. Y mucho antes de que esta es­tallara obtenía escasas ganancias en sus negocios porque practicaba sus propios principios. Instituyó salarios fami­liares y participación en beneficios para los trabajadores: es­taba orgulloso de ello. Estaba también orgulloso de la tra­yectoria humanitaria de su Gobierno, el único que tomó las iniciativas de la Cruz Roja Internacional y del Foreign Offi­ce con entusiasmo. Él y sus vascos estaban horrorizados por la crueldad con que se peleaban unos contra otros. Las ma­tanzas de prisioneros en el campo de batalla o el fusilamien­to de sus enemigos políticos, subrepticiamente no entraban en sus métodos. «Ves, por ejemplo, nuestra policía —me decía— y averigüe por su cuenta a cuántos ha matado. Mire si tenemos mujeres prisioneras. Pregunte en su hotel cuán­tos infelices miembros de los partidos de derechas hemos salvado de Asturias y Santander». «Pregunte a su cónsul a cuántos hemos permitido huir a Francia y cuántos de aquéllos a quienes salvamos están trabajando en el bando opuesto contra nosotros».

Todos estos imperativos parecían muy altisonantes sobre el papel pero Agirre los pronunciaba con voz amable y poco afectada, mientras fruncía las cejas irónicamente y se dibu­jaba una sonrisa en los bordes de su boca. «Lo puede creer o no: pero opino que lo estamos haciendo bastante bien».

Había algo muy deportivo en su manera de ver las cosas. Era de nuevo capitán de un equipo de fútbol que aún a ries­go de perder estaba dispuesto a obedecer las reglas del juego y al árbitro. Nada de mordiscos, patadas o zancadillas. Cla­ro que esto, de hecho, no era muy continental pero ellos tampoco lo eran. Cuando uno paseaba bajo su llovizna creía encontrarse en Liverpool con las tiendas cerradas, los irlan­deses ausentes de Blackpool y los protestantes metidos decentemente en sus casas para guardar la paz del Señor.

Agirre: Optimismo y Euskera

Sábado 11 de abril de 2020

1936: Primer discurso de Gabon

Durante muchos años no supe quién era Azkon. De él recibíamos para las emisiones clandestinas en euskera de Radio Euzkadi  que transmitía en onda corta desde Venezuela sus textos comentando la actualidad. Era constante y cuando encontré su carpeta de artículos para entregar a la Fundación Sabino Arana, valoré una vez el inmenso trabajo de hormiga de aquel erudito durante una década y me enteré que incluso había escrito un método de aprendizaje de nuestro idioma llamado Umandi.

Cuando unas navidades visité Paris y fui a la Delegación del Gobierno Vasco en el exilio en la rue Singer  a visitar al Lehendakari Leizaola me salió a recibir un señor de cara afilada, gafas redondas y grandes solapas y me dijo que él era Azkon. Le agradecí su desinteresado trabajo y hablando con él le pedí su opinión sobre el Lehendakari Aguirre  y me resumió  su percepción en esas dos palabras: Optimismo y Euskera.

Posteriormente me desarrolló lo dicho  y aquí lo reproduzco.

Queriendo dar, en alguna medida, satisfacción a los de­seos que se me han expresado de contribuir en lo que me sea posible a la reunión de datos concretos que puedan comple­tar una biografía de nuestro primer Lehendakari, mi primer recuerdo hacia él ha de ir contenido en un sentimiento pro­fundo de gratitud personal.

Habiéndome tenido que exiliar, como tantos otros, a consecuencia de la cruel y horrorosa guerra y persecución que tuvo que sufrir nuestro Pueblo a partir de la sublevación militar española contra el Gobierno de la República y todas sus instituciones en 1936, en cuanto llegué a París fui acogi­do por el Lehendakari Agirre con las mayores atención y cor­dialidad; y no sólo dándome las ayudas que me fueron nece­sarias al principio, sino admitiéndome casi desde el primer día como un empleado más en la Delegación que el Gobier­no vasco tenía en la capital francesa en el número 11 de la Av. Marceau. Y me parece obligado del todo que aproveche esta ocasión que se me brinda al soli­citárseme mi pequeña colaboración a los fines indicados, pa­ra expresar esa gratitud mía que siempre la tuve y la sigo guardando.

Y quiero destacar que los dos aspectos a que me refiero son: el gran optimismo que tanto caracterizó a nuestro primer Lehendakari en todas sus actuaciones, y su intensa preocupación por la vida del euskera.

Bien conocida es por todo el mundo la primera cualidad citada; desde su famosa campaña al frente de los ayunta­mientos vascos para tratar de conseguir siquiera un estatuto de autonomía para nuestro País, pasando por su cargo de Presidente de nuestro primer Gobierno Vasco en la durísima y horrorosa etapa en que hubo de actuar como tal en medio de la guerra declarada y desencadenada con tanta crueldad contra nuestro Pueblo, hasta su posterior laborar en el exi­lio, no decayó su ánimo un solo momento, luchando siempre en circunstancias tan adversas como las que tuvo que atravesar.

Según pude constatar durante todo el tiempo en que hu­be de trabajar a su lado y bajo su dirección, todos los días acudía a su despacho en la Delegación del Gobierno Vasco en París, infundiendo desde allí ánimos continuos, no sólo a los que con él trabajábamos, sino a todos cuantos llegaban a visitarle desde el interior del País principalmente y desde Europa y América. Llegaban frecuentemente los visitantes, muchos, con el alma destrozada por tantas cosas que habían tenido que sufrir, en sus personas y en el conjunto de nuestro Pueblo, y como en busca de algún lenitivo o estimu­lante que demandaban con ansia. Pues bien, se puede decir con entera verdad que nadie salió de aquel despacho presi­dencial decepcionado, antes bien con un ánimo rehecho y un optimismo renovado. Agirre sabía llegar al corazón de los que a él acudían y no dejaba de hacerlo en cuantas ocasiones se le depararon.

Un amigo nuestro decía después de haber conocido a Agirre y de haber conversado con él, que aquel hombre debería haber sido médico pues, con su gran optimismo, hu­biese podido infundir ánimos y esperanzas a cuantos enfer­mos tratara. Por otro lado, se ha dicho muchas veces que quién ama el trabajo y se ejercita en él, habrá de ser siempre optimista. Esta especie de aforismo se hacía realidad continua en Agirre, pues trabajaba incesantemente, sin can­sarse ni decaer nunca, llevando una vida intensa dedicada completamente a la patria vasca. Acaso aquella intensidad que dedicaba a todo cuanto su cargo le demandaba y lo mis­mo a todas sus demás actividades, pudo ser causa, en parte por lo menos, de que llegara muy temprano a la hora de de­jar esta vida. Sí, se nos fue muy pronto, cuando todos espe­rábamos todavía mucho de él. Pero su recuerdo perdura vi­vo entre nosotros y perdurará también durante generaciones en el recordar de nuestro Pueblo. Supo cumplir fielmente su deber de vasco y de hombre en una vida ejemplar que le de­paró horas bien amargas; pero a ellas y a todo cuanto le fue adverso pudo vencer con su ánimo generoso y con su opti­mismo proverbial.

El segundo aspecto que hemos señalado, el de su preocu­pación constante por nuestro euskera, le caracterizó tam­bién profundamente. Fue, como muchos otros, euskaldun berri, lo que ya indica que tuvo que hacer el gran esfuerzo que supone el llegar a serlo, y siempre que tenía un interlo­cutor euskaldun lo aprovechaba para practicar sus conoci­mientos y dar ejemplo en cuanto a la prioridad que a todos debe merecernos el empleo de nuestro idioma nacional vasco.

En los siete años que duró mi trabajo de colaboración con él, hasta su fallecimiento en 1960, pude ser testigo de aquella preocupación y de sus esfuerzos para hacer cuanto podía en favor de nuestro euskera; lo cual quedó bien reflejado con motivo del Congreso Mundial Vasco  que él mismo organizó y que se celebró en París el año de 1956; en él intervinieron euskaltzales de la talla del sacerdote Iokin de Zaitegi, recien­temente llegado entonces de Guatemala, donde, ante la ad­miración de todos, comenzó a publicar su revista «Euzko-Gogoa» escrita y dedicada enteramente al euskera. Fue ilu­sión suya, que pudo realizar, la de instalarse en Euzkadi pa­ra seguir aquí aquella publicación suya y poder trabajar con posibilidades de mayor fruto en un ambiente vasco. Y así llegó a París con la gran oportunidad que supuso para él la celebración del Congreso Mundial Vasco.

Conocido y aprobado tal proyecto por el Lehendakari, éste ofreció a Zaitegi todo el apoyo que pudiera prestarle, ofreci­miento que cumplió en su momento, ayudándole a instalar­se en Biarritz. Como la venida de Zaitegi tuvo lugar poco antes de la celebración del Congreso Mundial Vasco, ésta fue la primera ocasión que aprovechó aquel escritor para ex­poner sus ideas con influencia efectiva en las decisiones del Congreso.

Entre estas, la concerniente a nuestro idioma en la Sec­ción Cultural del mismo, quedó reflejada en el acuerdo y re­comendación que aquella Sección tomó y ofreció, plasma­dos en los siguientes términos:

«Al considerar la situación crítica que la vida del euske­ra atraviesa en la propia Euzkadi, debida en parte a la desi­dia de quienes más interés debieran tener en conservarlo, y, dándose cuenta de lo urgente de la preparación de un plan de defensa rapidísima de nuestra lengua, la Sección Cultural recomienda la inmediata constitución de una Comisión que, recogiendo las iniciativas expuestas en este Congreso, orga­nice dentro del cuadro general del fomento de la cultura vas­ca, con carácter de prioridad, un programa efectivo para la salvación de la lengua vasca. Esta Comisión, una vez forma­da, debe tener vida autónoma en razón exclusiva de su ma­yor eficacia».

Para cumplir este acuerdo, poco tiempo después, el Lehen­dakari Agirre convocó a unas cuantas personas que juzgó en principio aptas para integrar la Comisión recomendada, a una reunión que se celebró en la Delegación del Gobierno Vasco de Bayona; y haciéndoles la comunicación oficial del acuerdo, instó a todos los presentes a la constitución de dicha Comisión y a trabajar para tratar de conseguir el obje­tivo propuesto.

La comisión fue, en consecuencia, constituida sin dila­ción alguna, nombrando como presidente de la misma al mencionado sacerdote Dr. Iokin de Zaitegi y tomando como primer acuerdo el de celebrar una reunión mensual en el mis­mo domicilio de su elegido presidente Zaitegi en Biarritz. Así, las actividades de éste quedaron en principio bien deter­minadas: Presidir la Comisión constituida y continuar la publicación de su revista «Euzko-Gogoa», para ser su casa, abierta en Biarritz, como un centro cultural vasco con obje­tivos concretos, entre los que, con se ha visto, destacaban el fomento de la cultura vasca y el estudio de un programa que tendiese a lograr la salvación del idioma vasco. De esta ma­nera, se cumpliría el acuerdo de la Sección Cultural del Congreso Mundial Vasco, y se abriría un nuevo camino en el que el anhelo euskérico del Lehendakari Agirre pudiese llegar a quedar satisfecho.

Las reuniones mensuales de la Comisión constituida, a la que se le dio el nombre de «Euskal-kulturaren Alde» co­menzaron inmediatamente y se continuaron después con en­tera regularidad hasta que, por fallecimiento de varios de sus miembros y como consecuencia del cambio político que tuvo lugar en Euzkadi, tras la terminación del régimen fran­quista, hubo de disolverse.

El autor de estas líneas fue nombrado secretario de «Euskal-kulturaren Alde», y como seguía residiendo en París, todos los meses hacía el viaje París-Biarritz para asis­tir a las reuniones, por cuya razón fue testigo del gran interés con que el Lehendakari Agirre seguía los trabajos de la Co­misión, ya que siempre tuvo un empeño especial en que, a mi regreso de Biarritz, le comunicara los detalles de cada reunión, que recogía lleno de interés, lo mismo que cuantos proyectos y actuaciones eran elaborados y llevados a cabo.

A su fallecimiento, la Comisión instituyó un «Premio Agirre» para el mejor libro de literatura euskerika que se publicase en un período de tiempo establecido, el cual, con la ayuda financiera principal que prestaron muchos vascos establecidos en América, fue otorgado varias veces, con el objeto concreto también de honrar la memoria del Lehendaka­ri, según se acordó en el acto de la constitución del premio.

Creyendo que, acaso, puedan recogerse los datos que aquí doy, para la publicación que se desea hacer de una biografía justa de quien fue el primer Lehendakari del Gobier­no de Euzkadi, los ofrezco gustoso a tal efecto y para aten­der también al deseo que me ha sido expresado de hacer algo en ese sentido, como una pequeña aportación mía a la exaltación de su memoria.

Hasta aquí lo que nos escribió Andoni. No creo que ese premio exista, y es una pena que a pesar de decir cada minuto que la cadena no se rompe, por lo menos en esto, sí. Lamentable.

El Consejero fulminado por su “compadrazgo” con Agirre

Viernes 10 de abril de 2020

He tenido la suerte de conocer a varios de los Consejeros que acompañaron al Lehendakari Agirre en su gobierno, personas tales como Leizaola, Monzon, Nardiz, Aznar, pero del comunista Astigarrabia solo sabía que vivía en Cuba como profesor de marxismo en la Universidad de La Habana.

En el viaje que hicimos en mayo de 1983 acompañando al Lehendakari Garaikoetxea y en la cena con la colectividad vasca apareció la esposa de Astigarrabia a quien saludamos y reconocimos, hasta que un buen día  fue noticia que el único comunista que tenía este partido en el gobierno vasco volvía y se residenciaba en Donosti y se adscribiría a Euskadiko Ezkerra.

D. Manuel de Irujo me había hablado de él como persona a los que los comunistas, buscando un chivo expiatorio, acusaban de la caída de Bilbao por su “compadrazgo” con el Lehendakari Aguirre y de cómo le había pedido la posibilidad en Barcelona de una acción para inmolarse. Irujo lejos de eso, le buscó un refugio donde estaban fundamentalmente mujeres vascas con niños pequeños en BercK Plage y allí estuvo escondido.

Era para mí una figura interesante a la que le tenía que preguntar cosas y tras contactar con él, me fui a Donosti en julio de 1982  y en su casa, un piso muy pequeño en Amara  le formulé estas preguntas. Creo tienen interés.

Comencé preguntándole por José Antonio y de cómo lo había conocido.

Astigarrabia: Tenía referencias de Agirre muchísimo an­tes de conocerlo físicamente, a través de la prensa, por sus esfuerzos, y sus trabajos, por sacar adelante el Estatuto de Autonomía y después del fracaso del Estatuto de Estella, por la creación de un nuevo estatuto que fuese más potable. Lo conocía y sentía de una manera somera. No producto de un análisis científico, ni mucho menos; pero empecé a sentir cierta simpatía por este hombre; por su esfuerzo y por el tiempo que dedicaba a lo que él creía era su deber.

Como alcalde de Getxo, su dinamismo me atraía mucho. Cuando le conocí ya personalmente se confirmó esta prime­ra opinión; por su físico con su mirada franca de águila. A medida que le iba, tratando como jefe de Gobierno fui vien­do en él nuevas cualidades. Tenía la virtud del componedor, de aunar voluntades, limar asperezas, rebajar aristas y hacer el conglomerado que fue nuestro Gobierno. Conglomerado de filosofía para llegar a hacer algo verdaderamente cohe­rente. Sobre la base de eso, la buena voluntad de cada cual, pero además de la buena voluntad de cada cual, la participa­ción del Presidente que sabía aunar voluntades. Otra cuali­dad, era que jamás se dejaba llevar por el desánimo; era algo exagerado el optimismo que a uno le refrescaba muchas ve­ces, porque en todo nuestro desafortunado período hubo momentos de crisis y sin embargo, él siempre mantenía el mismo humor. No tenía fluctuaciones de histerismo, de euforia. Era un carácter muy equilibrado.

Nuestra mutua estima se forjó a raíz de nuestra convi­vencia en el Gobierno Vasco y de nuestras responsabilida­des. Recuerdo que una vez a un batallón nuestro se le había asignado un convento desalojado voluntariamente (no sé si eran frailes o monjas), para dar lugar a los batallones. Se me ocurrió pasar a las 7 de la mañana para ver cómo se habían instalado estos batallones. Al cuarto de hora de estar hablando con Arrastia vi aparecer al Presidente. Fue tal mi sorpresa que no se me ocurrió decir: «Ríndanle los honores debidos», sino «buenos días, buenos días». Me dijo: «He venido a ver qué tal están, vengo de misa y se me ha ocurrido pasar para ver cómo se ha alojado ese batallón comunista». De pronto, me dice: «Oiga, Asti, y ¿las imágenes que había en este convento? ¿Qué han hecho de ellas?». Le pregunté a Arrastia. Me contesta: «Vengan Vds.». Nos llevó a un cuar­to espacioso que había a la derecha de la puerta de entrada. Ahí estaban las imágenes alineadas como soldados cubiertas con sábanas blancas y sogas nuevas. Habían regado ya el pi­so que era de tierra. Cuando vio esto, dio un suspiro de sa­tisfacción.

Cosas como estas, ilustrativas, como cuando fue Saseta con su batallón a Asturias, donde murió. Me sentí con el de­ber de despedirles porque habíamos tenido un forcejeo fuer­te y prolongado sobre la conveniencia de ir. Los nacionalis­tas se resistieron incluso de que los asturianos vinieran. Por el contrario, nuestra política era la de hacer intercambios. Por fin cedieron. El primero que salió fue el de Saseta. Me sentí obligado a hacer acto de presencia en la despedida de la estación, para vigilar que se les dieran los mejores vagones y darle la importancia que tenía esta concesión que hacía el Partido Nacionalista. Sentía que tenía que contribuir de al­guna manera. Agirre estaba allí. Me dijo: «Hombre Asti. Cómo me alegro que esté Ud. aquí».

Estas son cosas que van forjando una amistad. En algu­nas conversaciones privadas que tuvimos me contó los resul­tados y argumentos que se llevaron cuando fueron al Vatica­no. Y que les presionara para que se alinearan a Gil Robles, o sea, con las derechas españolas. Me dijo «Asti, nosotros reconocemos la autoridad del Papa, pero en cuestiones políticas, no».

P- El 7 de Octubre de 1936 se forma el Gobierno Vasco en Gernika con un programa de gobierno. La elaboración de este programa ¿cómo se hace? ¿Fueron las fuerzas políticas o fue asunto del Presidente?

R.- Supongo que fue cosa del Presidente en lo fundamental. Nosotros no colaboramos. Al contrario, se nos presentó ese programa que nos pareció bastante aceptable, porque ante todo se preveía no sólo la situación del momento sino la re­construcción del País. Se le concedía bastante importancia al problema social. No tuvimos inconveniente en aceptarlo. Ese Programa venía a sustituir al Programa del Frente Po­pular, en cuanto se constituyó el Gobierno Vasco, que era un Frente Nacional, y tengo alguna idea de que se preveía una serie de cosas entre ellas el salario familiar. Se puso mucha atención al problema social.

P- ¿Qué recuerda de aquel 7 de Octubre? ¿Tiene algún re­cuerdo especial de la Jura?

R.- El recuerdo especial que tengo es de cómo, sobre todo, los representantes nacionalistas querían quedarse con la plu­ma con la cual se firmaba, porque parece ser que la pluma estaba hecha con una rama del árbol de Gernika y todo el mundo esperaba a ver  quien era el último en firmar para quedarse con la pluma.

P- ¿Dónde se encontraba su Consejería?

R.- Mi Departamento estaba en una antigua compañía de se­guros «La Equitativa» en el Arenal; la que tenía una cúpula encima.

P- ¿Cómo eran las reuniones del Gobierno, sobre todo en el primer momento? ¿Se hacía más hincapié en el tema de la guerra, en la organización de las Consejerías o en la vida política del país?

R.- Sobre todo a la vida política del país. Al abastecimiento que era un problema y a prevenir; a la construcción de refu­gios y algunas cosas de la guerra. Había cosas que no se podían plantear ni siquiera en el Gobierno, pero en general, hablábamos bastante abiertamente de los problemas de la guerra y como saben se procedió a la formación del Gobierno sobre la base de derecho a veto de cada cual, es decir, que las resoluciones tenían que ser aprobadas por consenso o por abstención. Aquí es donde teníamos grandes peleas verba­les, sobre todo Leizaola y yo que representábamos dos extremos casi irreconciliables; pero venía el Lendakari, se reía y a veces me daba la razón a mí.

P- Tengo entendido que el Gobierno le pidió a Monzón que redactara un informe sobre lo que ocurrió tras el asalto a las cárceles y entonces el Partido Nacionalista Vasco le pidió a José Antonio de Agirre la dimisión de Monzón. Como José Antonio no accedió a la dimisión de Monzón, el que dimitió fue Juan Ajuriagerra. ¿Recuerda Vd. algo de eso?

R.- No, esas son interioridades del Partido Nacionalista que no las conocí. Lo que puedo decirle es que la última vez que estuve con Monzón fue en el año 1974 en San Juan de Luz; me invitó a comer y en los alrededores de San Juan de Luz hablamos. Era el día precisamente de la bomba en la calle Correo. Hablamos de muchas cosas pero no de esto. Cada partido tiene su vida propia y no se sabe hasta qué punto se tiene toda la confianza plena en el partido.

Ahora bien una cosa que sí justifica lo que Vd. ha dicho hasta cierto punto, puede ser el que Agirre se negara a la dimisión. Porque Agirre se negó también a mi dimisión cuando se la pedí; él tenía metido en la cabeza que teníamos que mantenernos unidos hasta el fin. El Gobierno tal cual se había constituido en Gernika y había que dar cuentas en Gernika y eso era otra de las características suyas. Hasta el día en que la cosa era evidente, ya que los alemanes entraron por San Quintín.

Nos despedimos en la Avenida Marceau precisamente en la puerta de la representación. Hasta ese momento este hombre creyó que nosotros volveríamos como decía: «Iremos todos juntos, antes de lo que Ud. cree». Le dije que quería salir ya, que no había nada que ha­cer; que quería irme a América. Me dijo, «no Asti, no se apresure». Le había pedido el permiso hacía ya un año y me había dicho: «No, no se apure». Creo yo que él creía que en cuanto la cosa se pusiese peliaguda en Europa, los franceses iban a invadir el País Vasco, Nabarra y que nosotros, detrás de la cola de los franceses íbamos a ser repuestos en nuestro país.

Creo, que alguien le había hecho pensar en eso, pero cuando nos despedimos la cosa ya estaba perdida y no creíamos volver a vernos. Sin embargo, tras su odisea en Berlin y su llegada a América, en 1943 en Panamá precisa­mente recuerdo que cuando bajó del avión había cantidad de gente, profesores, políticos, etc. Yo estaba un poco en la periferia de todo el mundo, del grueso, y él con su vista de águila me gritó: «¡Asti!». Vino entre la multitud, me dio un abrazo. Estuvo tres días en Panamá y lo pasamos muy bien. Fue a dar una serie de conferencias.

Además había sido un cónsul panameño el que le salvó la vida cuando estuvo por Berlín. Tenía mucho afecto a Pana­má, por eso, porque le había salvado la vida el cónsul Ger­mán Gil Guardia Jaén.

Pasaron tres días muy buenos. Sé por los camaradas de Bayona que en 1945 cuando fue dio varias conferencias en París y destacaba el carácter de que yo seguía siendo comu­nista. Los camaradas de Bayona decían: «Y entonces, ¿por qué no viene aquí?» Ni siquiera sabían que yo había sido ex­pulsado del partido. Así que él siempre me recordaba.

P- Uds. en tiempo de guerra hicieron un viaje a Valencia.

R.- Sí, esto fue en relación con el general Llano de la Enco­mienda. Hay aquí un problema que me hizo pensar mucho al respecto. El presidente del gobierno español Largo Caballero no sólo prometió el Estatuto que sería aprobado rápidamente. Creo que debía haber otras promesas verbales que hicieron que cuando vino este nombramiento de Llano de la Encomienda como General en Jefe de todos los ejércitos del Norte que es lo que no quería el Partido Nacionalista. No quería perder el control de sus tropas y el nombramiento de Jesús Larrañaga como Comisario político lo rechazaron los asturianos enseguida.

Resultó que yo planteé el problema y dije: «Bueno ahí está, el dilema  que es  obedecer o declararnos francamente en rebeldía, pero creo que sería desastroso en este momento». Me dicen. «No, no Asti, este nombramiento no lo ha hecho Largo Caballero». «Entonces, ¿quién lo ha hecho? Bueno y si fuera él mismo?. Yo encantado de la vida. Y así fuimos. Efectiva­mente tenía razón.

Le pregunté a Largo Caballero: «Mire camarada Caballero tenemos el problema que no sabemos si Vd. ha hecho o no este nombramiento». Me dijo en un tono cansado. «Estoy harto ya de hablar de esto y de negar que yo haya hecho estas designaciones; yo no he hecho estos nombramientos». La cosa se quedó así. Y era que en aquel momento no se aclaró nada; salvo que Largo Caballero no había hecho ese nombramiento. Después de muchos años me ente­ré qué es lo que había pasado.

Resulta que nuestros ágiles camaradas en Madrid en el momento en que Giral, sale de Jefe de Gobierno, le meten el nombramiento de Llano de la Encomienda y el camarada Larrañaga firma sin mirar si­quiera, lo llevan a «La Gaceta» y para cuando Largo Ca­ballero toma posesión de la Secretaría de Guerra el Consejo de Ministros se encontró con esas designaciones que ya esta­ban en curso de ejecución creando este equívoco. Esto me hizo pensar el por qué el Lehendakari tenía esa seguridad tan absoluta.

Como le digo, nos despedimos cuando los alemanes entraban en San Quintín. Nos volvimos a ver en Panamá. El recuerdo después es bastante penoso por cierto; es mi visita en el 74 a su tumba.

P- Voy a hacerle una serie de preguntas sobre la personali­dad de todos los Consejeros del Gobierno Vasco. Por ejemplo de Agirre ya ha hablado Vd. de él. Eliodoro de la Torre, Consejero de Hacienda.

R.- Para mí Eliodoro de la Torre era el perfecto burócrata bancario, muy imbuido de lo que él seguramente había visto en Inglaterra, en la Banca inglesa de presentar a los emple­ados de la banca como unos señores disciplinados y muy ser­viciales.

Leizaola, era con el que más discutía yo. Siempre sacan­do historias, cogiendo un libro, y abriéndolo por la mitad.

Con Monzón, las relaciones eran muy superficiales, aun­que con él no había enfrentamientos. Nos tuteábamos, sobre todo después de nuestra intervención en la normaliza­ción tras el asalto a las cárceles, pero me pareció un hombre un poco hueco en el aspecto intelectual. Esto se confirmó la última vez que estuve con él en San Juan de Luz, cuando me dijo: «yo soy un hombre de un sólo libro». Le contesté: ¿»y está metido en los asuntos de la Universidad Vasca? Vd. cree que la cultura de una Universidad puede resumirse en un so­lo libro? En fin.

Con Aznar tenía la relación que llevábamos con los so­cialistas, un poco de pique, un poco considerarnos herma­nos, del mismo tronco pero al mismo tiempo rivales. Sobre todo aquel mala uva de Toyos muy inquieto, muy eficaz y que era muy gritón, tan pequeño como gritón ya que porque era pequeño tenía que gritar más que nadie. Nardiz una buena persona y de Gracia no digamos. Había nacido para patriar­ca y no para recibir estos empujes del destino, y encontrarse con cuadros tales como el que le encargaron los socialistas cuando enviaron a Juan  Gracia, que era precisamente el más sensible a todas estas cosas del asalto en vez de enviar a otra persona con más empuje. Podían haber enviado por ejemplo, al mismo Aznar que era el más joven de ellos.

Ramón Aldasoro, era de Izquierda Republicana. Había sido gobernador de Gipuzkoa precisamente cuando yo capitaneaba a los pescadores de Pasajes, en la marcha sobre San Sebastián, cuando tuvimos ocho muertos y ocho heridos graves. Sin embargo, nuestras relaciones, aunque un poco tensas eran corteses; no dejo de reconocer que era un hombre muy eficiente porque organizó el abastecimiento muy bien y puedo decirlo porque estuve en París cuando se preparó el abastecimiento y durante 15 días fue un barullo que no lo entendía nadie. Sin embargo nosotros estableci­mos el abastecimiento precisamente con la eficiencia de Aldasoro de una manera muy normal y rápida que cubría por lo menos las necesidades mínimas de la guerra. Especial­mente por el heroísmo de hombres como Lezo que me decía precisamente en el año 74 cuando me vio en Bayona «te va­mos a secuestrar, tu no regresas más a América, tienes que quedarte aquí». Ese hombre rompió el bloqueo cantidad de veces.

El consejero de Sanidad Alfredo Espinosa, es con el que menos relaciones tenía; el pobre hombre fue traicionado por el aviador Yanguas que aterrizó en Zarauz. No puedo decir gran cosa más que eso. Se dedicaba a la salud pública, no sé hasta qué punto tuvo acierto, porque también el problema de salud pública no era solamente un problema de población civil sino población militarizada. Preparar camas para heridos y todas esas cosas. No puedo decir nada más. Su carta de despedida es memorable y denota su hombría de bien.

P- ¿Cada cuánto se reunían en el Gobierno?

R.- Cada semana por lo menos una vez, y a veces comíamos juntos.

P- ¿Asistían a las reuniones los secretarios?. ¿Aprobaron el himno y la ikurriña?.

R.- No, ni se levantaban actas. Cada cual se hacía cargo de los acuerdos que le afectaban a él o a su Departamento. Por eso no consta el famoso acuerdo del himno.

¡Ah, bueno! Le puedo decir que cuando se planteó el te­ma del himno fue en las primeras reuniones que tuvimos. No sé si fue Leizaola el que la propuso. Y se aprobó. Yo me callé. En primer lugar bajo mi punto de vista en aquel en­tonces yo tenía mi himno, la «Internacional»; nosotros es­tábamos muy lejos de considerarnos demócratas. Ni mucho menos. Seguíamos ese impulso de Lenin que fue antide­mocrático hasta el fin de sus días y del cual heredamos esa tendencia a despreciar la democracia hasta que vino el fas­cismo y nos demostró que la democracia era necesaria, pero en aquel momento esperaba otra cosa. Personalmente dese­aba que se tomara como himno nacional el «Gernikako Ar­bola» por su contenido, porque ya estaba arraigado en el país y porque como decía el historiador portugués que el único himno digno de ser cantado en la Península era el «Gernika’ko Arbola».

 Pero bueno, nadie dijo nada y quedó aprobado por unanimidad puesto que no hubo oposición. Entonces viene Nardiz, que era con quien yo tenía más estrechas relaciones. Nacionalista, un poco socialista tra­tando de conectar lo nacional con lo social, me dice: «¿Por qué no has hablado?». Le digo: «Y por qué tenía que ser yo el que hablara». Yo tengo mi himno sagrado que es la «Internacional», eras tú quien debería haber hablado, tu o Aldasoro, o cualquier liberal burgués, era quien debería haber hablado reivindicando el «Gernika’ko Arbola» como him­no; esperaba eso». «Tú por qué esperabas que yo hablara», le pregunté. «Hombre como tú eres siempre el que marcas la pauta». Le contesto, «no, no, no, déjate de tonterías, aquí os correspondía a vosotros tomar la palabra».

Sin embargo la ikurriña fue una propuesta del socialista Santiago Aznar a cuenta del problema que tenía con los barcos. Los barcos tenían cantidad de banderas, y entonces propuso la ikurriña como una especie de enseña que estaba asumida más o menos por el pueblo.

Bueno, la ikurriña siempre la he aceptado como cosa na­tural y no recuerdo que hubiera pelea por ella porque en re­alidad, había sido aceptada ya por el pueblo.

P- ¿En el año 1956 José Antonio de Agine le invitó a Vd. al Congreso Mundial Vasco?

R.- En aquel entonces yo estaba en Panamá completamente aislado. El Delegado del Gobierno Vasco que era un alavés, Mendoza Garayalde, muy buena persona, había muerto ya. No tuve conocimiento de esta invitación.

P- A José Antonio de Agirre Vd. le vio en algún momento abatido, decaído.

R.- No. Precisamente le he dicho que nunca le vi con cambios; podía en algún momento decir «mecachis» pero de ahí no pasaba; luego igual se sonreía y decía «¿qué le parece a Vd., Asti?». Un carácter muy, muy igual. Sin altibajos.

P- Desde que Vd. sale de Bilbao va a Santander, tiene problemas con su partido, luego Vd. pasa a Valencia y de Valencia a Barcelona.

R.- Me expulsaron en Valencia y ante el temor de que me pa­sara algo me dice mi mujer: «vete a casa de tu hermana (yo tenía una hermana en Barcelona) mientras arreglo la venta de los muebles, lo poco que tenemos aquí». Efectivamente me fui a Barcelona. Y sé según me dijo mi mujer que Jesús  Larrañaga después de regresar del Norte donde había ido a infor­mar de los motivos de mi expulsión, andaba buscándome por Valencia justamente para darme una explicación. Yo a Larrañaga lo consideraba como un hermano y lo sigo consi­derando como un hermano. Lo que él hizo, lo hubiera hecho yo en su caso. En caso de que las cosas hubieran sido al revés, hubiera obrado igual que él. Así que no tiene que darme ninguna explicación.

P.- Luego Vd. de ahí va a París.

R.- No, me quedo en Barcelona. En una ocasión en que esta­ba esperando a mi mujer que había ido al servicio de abaste­cimiento para los vascos, ya que teníamos nuestro propio abastecimiento cedido a Dios gracias por la Generalitat en Cataluña, se me acercó un individuo a quién conocía, un comunista de Madrid. Me dijo: «¿Qué hace Vd. aquí?». «Y a tí qué te importa qué hago yo aquí». «Es que soy policía». «Bueno y qué». «A ver la documentación». «Tú me cono­ces muy bien a mí, como te conozco a ti, pero mira», y le en­seño mi carnet de Consejero. Se quedó desconcertado. Y de pronto alcé la vista y vi a Ramón Ormazabal en el quicio de una puerta. Era él quien lo había enviado. Se lo conté a Nardiz. «Esto está mal Asti, voy a pedir protección para ti». Al so­cialista Paulino. Había dos, Paulino el bueno y Paulino el malo.

Paulino Gómez Beltrán y Paulino Gómez Sáez.

Le recordé que al principio, antes de nombrarse el Go­bierno Vasco, había pertenecido a la Junta de Defensa con Paulino que estaba allí ahora como Ministro de la Guerra y era uno de los Paulinos (no sé si era el bueno o el malo).

 En fin le hice algunas críticas y por eso habíamos peleado bas­tante. Me daba la impresión de ser un hombre vengativo. Por eso le dije a Nardiz que me parecía que era mejor no to­car el problema con Paulino: «Sí, pero se lo voy a decir, porque tú estás mal así». La cosa es que el hombre se negó en redondo a darme protección alguna y a mí me consta por­que parece ser que también el Partido Nacionalista también tuvo algún problema con él.

Querían abrirle un expediente. Yo en alguna declaración que hice casi apoyaba la necesidad de un expediente, pero sin meterse mucho a fondo. Total que el hombre me tenía rencor y se negó a facilitarme ninguna clase de vigilancia. Entonces el Gobierno Vasco deci­dió que fuera a Caldetas, a 30 Kms. de Barcelona, donde se habían refugiado todas las embajadas y representaciones extranjeras y que además tenía la ventaja de recibir periódi­camente la harina necesaria para hacer el pan.

En fin que ahí estuve hasta que Irujo me avisó un día. Primero se fue mi mujer a Berck Plage. Al día siguiente vino el coche y llega­mos a la frontera de Portbou en Francia y con él pasé la frontera. Me llevó hasta Bayona. Después de Bayona fui a París donde se encontraba el Gobierno Vasco esperándome en pleno. Comimos juntos todos. Le había dicho a Agirre que quería presentar mi dimisión allí: «Olvídese de eso, no tenga Vd. tanta prisa. Si vamos a regresar a Euzkadi antes de lo que cree Vd., y además todos juntos, todos en bloque».

P.- La última vez que le vio ¿fue en Panamá?.

R.- Sí, allí fue. Luego me fui a vivir a La Habana.

P- ¿No le volvió a ver más?

R.- No, porque estuve en Panamá 21 años y cuando salí de Panamá fue para ir a Cuba donde he estado 20 años. Pasé 41 años en los trópicos.

P- Se ha habituado Vd. a la vida de aquí en la actual Euzka­di.

R.- Sí. Me voy habituando; sobre todo a estos inventos de la tecnología moderna, al portero automático éste. Nosotros en Cuba nos hemos quedado estancados, aislados completa­mente, y de los países socialistas no vienen esas cosas. Estoy hecho un poco salvaje. Le digo a la patrona y a los camaradas que muchas veces no me atrevo a salir a la calle pues no sé si sabré volver ya que me encuentro que hay que tocar una serie de botones y cosas para entrar en la casa.

P- ¿Tiene a su familia en Cuba?

R.- Tengo la mitad de la familia en Panamá. Los dos tercios y un hijo casado en Cuba. Tengo tres nietos panameños y tres nietos cubanos. Los panameños, el uno ya se ha casado con una mormona en la Ciudad del Lago Salado. El mayor se va a casar pronto, es licenciado en físico-química y ahora está estudiando ingeniería industrial. La otra se licencia este en odontología.

P- ¿Qué fue Agirre para usted?

R.- El que concretó en su persona, no sólo la obtención de la autonomía y otras cosas, sino la unidad del pueblo. Porque el primer Gobierno autónomo fue en realidad un Gobierno de unidad nacional.

Hasta  aquí la entrevista a Juan Astigarrabia, un gipuzkoano luchador, enjuto y amigo de José Antonio. Le volví a ver en el edificio del Gobierno en Lakua cuando presentamos el libro en homenaje a Eliodoro de la Torre, Consejero de Hacienda. Él y Leizaola nos hablaron del primer gobierno, de su unidad y del carisma del Lehendakari. Toda una historia.