El corresponsal de The Times lo vio así

Domingo 12 de abril de 2020

En esta fotografía podemos ver al Párroco de Gernika en abril de 1937, D. José Arronategi, al historiador Bonifacio Etxegaray, al Alcalde Gernika Labauria y al corresponsal de Thimes George Steer, de quien trata esta entrega el día en el que denunciaron por la radio el bombardeo de Gernika.

George L. Steer fue el corresponsal del diario británico The Times durante la guerra. Gracias a él se dio a conocer el bombardeo de Gernika, aunque antes hubo otros como los ocurridos en Otxandio, Durango, Amorebieta y Eibar, así como en Bilbao, pero gracias a su maestría, su olfato por la noticia y el hecho de que era la primera vez que se bombardeaba una población abierta, aquello dio la vuelta al mundo.

Su relación con los vascos de mutua amistad y muy fructífera ya que se volcó con la causa de aquel gobierno y del hombre que la presidía que se refleja en el capítulo que le dedicó al Lehendakari Agirre, en estos trazos periodísticos que lo definieron muy bien. Y no era un periodista cualquiera de un periódico de barrio sino de uno de los periódicos más influyentes del mundo, siendo además sus crónicas reproducidas en el New York Times.

Sepamos algo de su interesante vida.

Georges Lowter Steer nació en Sudáfrica donde su padre era propietario del diario «Daily Dispatch». Ya en la es­cuela el pequeño Georges editaba su periódico «The Wykehamist». Al terminar sus estudios en Oxford, ingresó en el «Argus» de El Cabo. En 1933 volvió a Inglaterra para entrar en el «Yorkshire Post» de Londres.

El verano de ese mismo año «The Times» lo envió a Abisinia. Allí su voz se alzó para denunciar la invasión de Italia contra Etiopía, to­talmente indefensa. En mayo de 1936 al entrar victoriosos en Addis Abeba, los italianos lo expulsaron de Etiopía. Me­ses después llegaba a Bilbao como corresponsal especial del «The Times». Steer fue un testigo directo de la guerra en el Norte. Pero en sus crónicas no se limitó a exaltar las virtudes que él consideraba dotado al vasco, sino que puso al desnu­do a veces con gran crudeza, sus defectos y errores. Al caer Bilbao, Steer regresó a Inglaterra donde en 1938 publicó «The Tree of Gernika».

En 1939 se hallaba de nuevo en África enviado esta vez por el «Daily Telegraph» a fin de es­tudiar las reclamaciones italianas sobre Túnez y las de Ale­mania sobre sus antiguas colonias. De allí pasó a Finlandia cuando éste país recibió el ultimátum ruso.  El estallido  del conflicto mundial le obligó a reintegrarse a Inglaterra, don­de se alistó en el ejército. En 1940 George Steer acompañó al emperador Haile Selassie (el Negus) al Sudán y se constituyó en el cerebro rector de la campaña de propaganda que contribuyó a la liberación de Abisinia y a la expulsión de los italianos.

Seguidamente bajo las órdenes de Lord Wavel que co­mandaba las fuerzas británicas que peleaban contra los ja­poneses, se trasladó a la frontera de Birmania donde halló la muerte en un absurdo accidente de automóvil. Para enton­ces los alemanes empleaban en gran escala contra las ciuda­des inglesas su técnica de la «mystique» del aire que Steer había contemplado en Bilbao. Coventry —como Gernika tres años antes— se hallaba convertida en un montón de ce­nizas humeantes. George Steer recogió en cinco libros sus impresiones de un mundo desgarrado por la guerra. Viudo de Margarita Herrero, Steer, se casó con Esme Barton, de la cual tuvo dos hijos. Eterno defensor de causas desesperadas su integridad y su coraje marcan un hito en el periodismo mundial.

Afortunadamente en Gernika hay un busto en su memoria inaugurado por su hijo.

En su libro «The Tree of Gernika» George L. Steer, retrata a José Antonio de Agirre de la siguiente manera:

«El límite de mi estancia en Bilbao fue de 6 días. A las pocas horas, a causa de una llamada que recibí, tuve que marcharme en un dragaminas vasco, que con las luces apa­gadas para burlar el bloqueo, navegó en zig-zag rumbo a Francia, vía Castro Urdiales llegando al puerto de Bayona después de 13 horas de balancearse sobre el golfo. Me basta­ron seis días para ver una gran parte de la administración ci­vil vasca.

Al día siguiente de mi llegada visité el Hotel Carlton, donde se había instalado la Presidencia desde que cayó una bomba junto a la Sociedad Bilbaína. La primera sorpresa del recién llegado era el contemplar la entrada vigilada por dos guardias ya de edad con uniforme azul y boina roja. Había que volver a leer de nuevo la historia vasca para saber que la boina roja —que es vistosa y marcial— no representa en realidad al carlismo nabarro sino que es una tradicional prenda utilizada por los vascos en la guerra, fiestas y bailes locales. Los que así iban vestidos eran los Miqueletes o guar­dias de la Diputación Provincial de Gipuzkoa. Llevaban guantes blancos y fusil al hombro y hacían la ronda pasean­do de arriba a abajo a la entrada de la presidencia con cierto desenfado entibiado solamente por el reumatismo.

Se llegaba a la presidencia cruzando el puente que separa el Casco Viejo de Bilbao con sus estrechas y tortuosas calles, iglesias macizas, y casas altas, de la nueva ciudad en la orilla izquierda del Nervión. Aquí girando sobre el eje que es la Gran Vía, el Bilbao comercial se extendía tras sus clásicas pi­lastras con sus amplias vías de granito y prósperos bajorre­lieves de cornucopias que representaban racimos de uvas y navíos, robustos querubines y ninfas tendidas de principios de siglo, cuando Bilbao conoció su gran renacimiento gra­cias al comercio con Gran Bretaña y Francia. Ahora no había sino embudos abiertos por las bombas y ventanas cerradas no precisamente para comerciar.

En la Presidencia a la que conducía esa avenida de esta­bilidad y dinero antiguo, esperaba una segunda sorpresa. Cuando presentaban al jefe del Departamento de Relaciones Exteriores se hallaba con que su titular, don Bruno Mendiguren, el Míster Edén vasco, era más joven que uno. Por averiguaciones posteriores supe que tenía 25 años.

El joven Mendiguren, que más tarde duplicó su trabajo al hacerse cargo de la oficina de prensa vasca, era como un enviado de Dios para un periodista. Ardiente defensor de su causa, con un torrente de francés político, en el cual encabe­zaba sus referencias a la dignidad vasca, que citaba en una frase de cada tres. Mendiguren concebía la oficina de prensa como un medio para permitir a los periodistas extranjeros ver y oír todo lo que quisieran, y no para indicarles lo que tenían que decir en su crónica diaria y expulsarlos después por lo que habían añadido por su cuenta.

En la vida civil, Bruno fue ingeniero-constructor y era socio de su cuñado Gamboa en una empresa que se hallaba en condiciones de preparar los ensanches de ciudades de la noche a la mañana con la construcción masiva de edificios de cemento. Había estudiado la carrera en Bruselas de don­de se ufanaba. Había sito coetáneo, aunque de un curso in­ferior, de Degrelle. Allí aprendió francés.

Era un joven más bien bajo de estatura, siempre traje­ado de azul marino y boina, como muchos vascos. Se dife­renciaba de otros en que su fuerza física no parecía estar al nivel del entusiasmo que mostraban sus ojos, lengua y bra­zos. Era bien parecido: tenía la cabeza estrecha y nariz en punta un poco caída, y cuando hablaba de su país sus ojos brillantes parecían salírsele de sus órbitas de pura excita­ción. Para dar énfasis a la entereza y determinación de su lucha tenía un movimiento peculiar del antebrazo, del hombro hacia abajo, que se detenía nada más para no rom­perse violentamente contra la mesa del despacho. Hasta que conocí a Bruno Mendiguren yo siempre había pensado que el nacionalismo vasco era una chifladura; algo así como el movimiento de la Isla de Man para sus habitantes. Más, en­seguida, pude darme cuenta lo mortalmente serio que era para ellos. Bruno con sus enérgicos ojos y brazos era la pun­ta de lanza de la persuasión. Me disipó todas las dudas.

Era un tipo fascinante. «¿Qué quieren ver?» —me pre­guntó al terminar su introducción, cuando su delicado físico se estaba todavía recuperando de su sugestivo esfuerzo. En momentos como este Bruno Mendiguren cerraba la boca y esperaba democráticamente a que uno dijera lo que tenía que decir. Era todo oídos democráticos. Empecé a conge­niar con Bilbao.

Cuando volvió la cabeza hacia la ventana, por un hueco de la camisa abierta, descubrí que bajo el nudo de la corbata llevaba una cruz. Estaba colgada del cuello con un cordón.

Tomando aliento le dije: «Quiero ver sus escuelas, hos­pitales, sus instituciones sociales» —cosas inofensivas y amables. Y levantando la voz un poco más añadí: «Y tam­bién sus prisiones, sus cuarteles y el frente». Entonces tras una última pugna entre la lengua, las amígdalas y la saliva, con el sentimiento que, al fin y al cabo, acababa de decirme que ellos eran tan libres y demócratas, decidí también plan­teárselo: «… sus defensas, sus aeródromos, sus aviones, sus ingenios motorizados y sus industrias de guerra». El aliento me falló. ¡Acababa de hacer una cosa terrible!. Así pues mi último grito frente al paredón sería: «¡Usted mismo me invi­tó a hacerle preguntas, decía que todos ustedes eran demócratas!».

Perfecto —dijo Mendiguren— lo arreglaremos para que pueda verlo todo. Fue mi tercera sorpresa en el segundo día de mi estancia en Bilbao. Mucho tiempo después le pregunté por qué eran tan confiados. ¡»Oh»! me respondió como si todo fuera tan lógico como la ingeniería —usted es inglés y a nosotros nos agradan los ingleses y nos había sido presenta­do por su cónsul Stevenson. El jamás trató de engañarnos como los demás con pasaportes falsificados para los refu­giados». Supongo que era una forma razonable de condu­cirse.

«Ahora dijo Bruno —venga a ver al presidente—». Un ordenanza de uniforme de la presidencia entró y dijo: «José Antonio me envía a decirles que ya está listo». Aquél viejo empleado se sentía con la libertad suficiente como para parecerle innecesario usar el apellido de su presidente en pre­sencia de un extranjero. Fue como un sobresalto. Imagínense a un nazi diciendo al corresponsal del «The Ti­mes» en Berlín: «lo siento pero Adolfo no puede recibirle hoy porque tiene una terrible ronquera». El plan cuatrienal se hubiera desplomado en un minuto y Alemania se sentiría de nuevo humillada.

Entramos en una pequeña habitación cuadrada que daba a una plaza de aspecto invernal. Sobre la mesa había una cruz alta de madera de ébano en la que estaba suspendido Nuestro Señor con clavos de plata. Fijadas en la pared se veían algunos tipos de las municiones que se fabricaban en las industrias movilizadas de Durango, ahora concentradas en Bilbao. El hombre que trabajaba sobre la mesa se levantó y avanzó un par de pasos hacia nosotros.

José Antonio de Agirre extendió su mano. Tenía en aquel momento 32 años. Era pequeño de estatura. Lo pri­mero que le llamaba a uno la atención era la extraordinaria finura y delicadeza de sus facciones. Lo segundo, que anda­ba con un ligero balanceo: los irlandeses llamarían a esto jactancia. En sus tiempos José Antonio había sido un gran jugador de fútbol y la gente para distinguirlo de otro del mismo apellido, acostumbraba a aplaudir a «Agirre, el cho­colatero», aludiendo a sus hazañas paralelas como fa­bricante.

Agirre era también abogado y había dirigido las batallas del Partido Nacionalista Vasco desde 1931 en que su organi­zación surgió totalmente fortalecida a la caída de la Monarquía, para ganar en Gipuzkoa y Bizkaia por abruma­dora mayoría que jamás perdió hasta que ambas provincias fueron conquistadas en la guerra. Era un movimiento basa­do totalmente en la juventud vasca.

Había vivido días muy movidos cuando en las primeras Cortes de la República su colega Leizaola, ahora ministro de Justicia y Cultura, había sido agredido por un indignado so­cialista, por defender a la Iglesia Católica de las usurpa­ciones del Estado. En esos días en que los demás se dedica­ban solamente al pugilato, los nacionalistas vascos estaban coaligados con los tradicionalistas de Nabarra. Pero la unión de los ardientes católicos no duró. El movimiento tradicionalista sin perder en definitiva el entusiasmo del campe­sinado nabarro, fue cayendo en manos de los caciques pro­vinciales. Lo respaldaba el gran capital y se puso en contacto con los jefes del Ejército y con los partidos centralistas de derecha, que hubieran sido los últimos en reconocer la autonomía a los vascos. Porque creo que fue su líder Calvo Sotelo (cuyo asesinato fue la señal para el alzamiento que venía preparándose desde mucho tiempo antes) quien dijo en San Sebastián (en el mismo centro del País Vasco) lo si­guiente: «prefiero una España sin Dios, sin Iglesia y sin fa­milia, que una España rota». Los vascos con Agirre, se vieron obligados a inclinarse hacia la izquierda, por su autonomía. Fue un gran disloque y aún se podían ver las huellas de la lucha en el rostro de Agirre.

Su cara estaba bien trazada y sus ojos eran vivos y un tanto irónicos. Sus largas cejas, rectas y negras, tenían en el centro las enigmáticas líneas que tiene todo hombre que transige para poder alcanzar un ideal. Porque Agirre, al igual que todos los de su partido, era primero y hasta el final un idealista. Su gran calidad brotaba como una flor en sus discursos públicos que jamás fueron demagógicos ni tan si­quiera en las más amargas horas de Bilbao, sino más bien de definición en el más estricto significado de la palabra. Esta­ban traspasados de parte a parte con llamadas a la Historia y a la Ley y modelados con la misma profundidad por un sen­tido humanístico de ambas. Era algo admirable escucharle en la gran cancha cerrada de pelota, el frontón Euskalduna, donde acostumbraba dirigirse a la multitud antes de que le cayeran encima bombas de 12 pulgadas. Su voz, que se veía forzada hasta alcanzar cierta dureza en sus animadas con­versaciones privadas, se hacía magnífica y vibrante. La gen­te —la mayor parte pertenecía a otros partidos ya que los miembros del suyo estaban en el frente— le oía fascinada. Y eso que no hablaba de pan, paz, cañones y mantequilla sino del mercantilismo, de las virtudes y vicios del liberalismo económico del siglo XIX, de los movimientos proletarios a que dio origen, de los esfuerzos de la burguesía para llegar a un entendimiento humano con ellos, de los fracasos y triun­fos de ese movimiento a lo largo del mundo. No afirmaba como los oradores bullangueros, que Bilbao no podía caer. El hilo histórico de su argumento probaba más bien que valía la pena defenderlo. En cada párrafo, su voz natural­mente dulce y clara, se ponía áspera como la de un juez. Hasta que llegaba a sus conclusiones se paseaba de arriba a abajo por la plataforma con ese ligero balanceo característico del futbolista que yo había observado. Su úni­co gesto en un país en que estos son tan extraños consistía en meterse las manos en los bolsillos.

Bajo él los republicanos de izquierda, los socialistas, los comunistas y los anarquistas, alargaba el cuello con asombro. Allí estaba el hombre que resolvía todas sus contradicciones, a quien por esa misma razón, no podían ni ver por ejemplo, los jefes organizadores del comunismo por­que les había salido al paso impidiéndoles llevar adelante sus planes de controlar el Ejército Vasco. Pero los anarquistas para quienes el factor personal tiene su peso, comían de su mano. Si en alguna parte sus masas se desmandaban, acudían a Agirre mostrando la más profunda de las contricciones y prometiendo no volverlo a hacer nunca más. Y has­ta los comunistas que murmuraban contra él no se atre­vieron a salir al descubierto hasta que cayó Bilbao, después de dos meses de continua ofensiva. Fue entonces sólo cuan­do Larrañaga, su joven comisario político en el Estado Ma­yor General, pronunció un discurso en Santander compa­rando a Agirre con el Luis XIV del «L’Etat c’est moi» y profetizando que la resistencia de Santander unida y prole­taria, sería muy diferente de la de Bilbao, y en realidad lo que duró fue menos de dos semanas.

Agirre frente al que me encontraba sentado, era desde luego, la última persona a quien yo compararía con Luis XIV. No era un déspota. Era un joven político asceta quien al final tendría que practicar su fe en el desierto. Su nariz fi­na y delgada, su boca recta con el labio superior extraña­mente apretado de tanto practicar el autocontrol, y su cara atlética bastante delgada, eran los rasgos característicos de un hombre que trataba más de hallar el camino recto que de imponerlo.

No pretendo decir con esto que Agirre no supiera por dónde se hallaba. Era bien claro respecto a sus proyectos a corto o largo plazo. Por de pronto deseaba —según me manifestó— canjear en bloque todos los presos por los vas­cos que tenían los nacionales. Unos 2.300 de su parte por 1.000 de la otra. No era cuestión de cifras sino de humanitarismo —dijo— terminar con el problema de los presos de una vez por todas, mostrándose reacio a considerar las pro­posiciones de Salamanca de conceder trato especial a unos pocos seleccionados marqueses y condes. ¡No! Golpeó con la mano derecha abierta sobre el cristal de la mesa y el soni­do de su anillo de casado añadió énfasis a su declaración.

Término medio: estaba decidido a luchar en el bando de la República hasta el final. Me dijo esto porque los vascos sabían que en lo sucesivo una propaganda bien organizada en Inglaterra, estaba tratando de introducir una cuña entre ellos y el Gobierno Republicano.

Todo esto llevó a Agirre a sus cálculos a largo plazo. Si perdía, mala suerte. Pero si el Gobierno resultaba victorioso Agirre presionaría para que se le reconociera un Estatuto que garantizara a Euzkadi el equivalente a un Estado-dominio. El no decía todo esto en forma ofensiva para Es­paña. De hecho Agirre era uno de los pocos vascos naciona­listas que jamás pronunciaba una palabra desagradable sobre Castilla y por eso había tenido tanto éxito en la con­ducción del Gobierno de Vizcaya. La corrección de sus mo­dales, la indudable decencia de sus intenciones, su cos­tumbre de consultar permanentemente con sus colegas, es­tablecieron un notable récord en la Administración españo­la. En tiempos de guerra, mientras los Gobiernos de Valen­cia y Barcelona vivían en medio de constantes altercados e injurias y Salamanca tenía que reprimir y encarcelar a algu­nos falangistas, el Gobierno de Euzkadi bajo la presidencia de José Antonio de Agirre no sólo permaneció inalterable hasta el final sin dar motivo tan siquiera a un rumor de cri­sis, sino que logró algo más: desde el 7 de Octubre en que se constituyó el Consejo de Ministros hasta el 19 de Junio en que cayó Bilbao, ni tan siquiera se procedió a votar una sola vez. El imperio de la ley en Vizcaya y la conducción de la guerra estuvieron garantizados por decisiones unánimes.

Al contemplar el barril de pólvora que era Bilbao, los rostros hundidos y descarnados de sus pobres, la depresión de la clase media, los almacenes de víveres consumidos, las hileras de tiendas (que antaño fueron prósperas) hoy cubier­tas de polvo, las ventanas vacías listadas con papel engomado como medida de protección contra los raids aéreos, la su­cesión de puertas herméticamente cerradas y persianas enro­ñadas que antes habían sido comercios, la paz y la armonía que reinaba en el Gobierno Vasco parecían un milagro. En parte se debía al carácter vasco que tiene experiencia en Ad­ministración provincial y sabe que el progreso material re­quiere compromisos materiales. Pero, más todavía, a la pre­sidencia de Agirre. Tal vez hubiera en el Consejo de Mi­nistros caracteres más fuertes que el suyo: Leizaola, por ejemplo, su más viejo lugarteniente. Había también algunos con más experiencia de la vida: pero Aldasoro, con todo su encanto, no podía presentar la misma mente lúcida ante sus colegas y las masas. Idealismo, capacidad de adaptación, compañerismo y honestidad eran las cualidades que se requerían y Agirre las tenía todas. Era un gran conciliador.

No iba taimadamente tras un interés particular. Perdió toda su fortuna en la guerra. Y mucho antes de que esta es­tallara obtenía escasas ganancias en sus negocios porque practicaba sus propios principios. Instituyó salarios fami­liares y participación en beneficios para los trabajadores: es­taba orgulloso de ello. Estaba también orgulloso de la tra­yectoria humanitaria de su Gobierno, el único que tomó las iniciativas de la Cruz Roja Internacional y del Foreign Offi­ce con entusiasmo. Él y sus vascos estaban horrorizados por la crueldad con que se peleaban unos contra otros. Las ma­tanzas de prisioneros en el campo de batalla o el fusilamien­to de sus enemigos políticos, subrepticiamente no entraban en sus métodos. «Ves, por ejemplo, nuestra policía —me decía— y averigüe por su cuenta a cuántos ha matado. Mire si tenemos mujeres prisioneras. Pregunte en su hotel cuán­tos infelices miembros de los partidos de derechas hemos salvado de Asturias y Santander». «Pregunte a su cónsul a cuántos hemos permitido huir a Francia y cuántos de aquéllos a quienes salvamos están trabajando en el bando opuesto contra nosotros».

Todos estos imperativos parecían muy altisonantes sobre el papel pero Agirre los pronunciaba con voz amable y poco afectada, mientras fruncía las cejas irónicamente y se dibu­jaba una sonrisa en los bordes de su boca. «Lo puede creer o no: pero opino que lo estamos haciendo bastante bien».

Había algo muy deportivo en su manera de ver las cosas. Era de nuevo capitán de un equipo de fútbol que aún a ries­go de perder estaba dispuesto a obedecer las reglas del juego y al árbitro. Nada de mordiscos, patadas o zancadillas. Cla­ro que esto, de hecho, no era muy continental pero ellos tampoco lo eran. Cuando uno paseaba bajo su llovizna creía encontrarse en Liverpool con las tiendas cerradas, los irlan­deses ausentes de Blackpool y los protestantes metidos decentemente en sus casas para guardar la paz del Señor.

2 comentarios en «El corresponsal de The Times lo vio así»

  1. Muy interesante el articulo, creo que hay un pequeño error, el sacerdote de la fotografía es el Padre D. Eusebio Arronategui y no José. Así aparece referenciado en algunos articulos y libros , fallece en Bayona en Julio de 1937. Steer un periodista en lo mas injusto del momento en ese periodo 35-40, Abisinia Euskadi y Finlandia.

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