LAS MATXINADAS, UN FACTOR QUE TRANSFORMÓ LA HISTORIA VASCA.

Lunes 24 de noviembre de 2025

Pello GUERRA

Entre los siglos XVI y XIX, Euskal Herria fue escenario de motines, alzamientos y revueltas que marcaron la vida social del territorio y su historia.
Son las matxinadas, un fenómeno que analiza en detalle y recopila el historiador Xosé Estévez en el libro que acaba de publicar con la editorial Txalaparta.

Las matxinadas como factor que transformó la historia de Euskal Herria son
analizadas y recopiladas por Xosé Estévez en el libro que acaba de publicar
con la editorial Txalaparta. Doctor en Filosofía y Letras, profesor jubilado de la Universidad de Deusto e historiador, Estévez reúne y explica en esta obra desde los tumultos antiseñoriales hasta las célebres matxinadas
registradas en Euskal Herria entre los siglos XVI y XIX.

En concreto, detalla cómo nacieron, qué las motivó, el marco económico, político y cultural en que se desarrollaron y las consecuencias que tuvieron en la sociedad, destacando sus peculiaridades.

En este ámbito, el territorio vasco no fue una excepción, ya que fenómenos con
características semejantes se registraron en otras naciones y Estados europeos de la época. Sin embargo, el historiador destaca que «dada la peculiar estructura económico-social y el singular entramado político, jurídico e institucional, conocido como régimen foral, que dotaba a Euskal Herria de una identidad privativa peculiar y una notable capacidad de autogobierno, los pasos iniciales de los conflictos en su mayoría poseyeron un carácter eminentemente
social, antiseñorial, antiburgués, fiscal, aduanero o de furia de los  onsumidores
y con un incipiente protagonismo femenino».

Y terminaron adquiriendo «un carácter netamente político de respuesta frente
a reales o pretendidos agravios que ponían en entredicho la foralidad, asumida
como garante del sistema tradicional del autogobierno, de la estabilidad social y de la economía moral».

Se trató de conflictos que fueron «más locales o comarcales, menos sangrientos y sin la carga religiosa que circunvaló a otros conflictos europeos», y protagonizados por una sociedad que era «en apariencia estable y cohesionada, pero que erupcionaba violentamente de manera cíclica e intermitente».

En estas revueltas, distingue varios periodos que van de las registradas en los siglos XVI y XVII, a las que llama «motines con label»; las matxinadas de los siglos XVIII y comienzos del XIX; y el tránsito del Antiguo Régimen. Fueron más de tres siglos en los que se libraron varias guerras entre las monarquías hispana y francesa en las que «se vio involucrada Euskal Herria,
muy a su pesar».

CONFLICTOS ANTISEÑORIALES DEL XVI

En el caso de los registrados en el siglo XVI, los conflictos tenían un carácter «eminentemente antiseñorial, consecuencia directa del enfrentamiento entre el mundo rural feudal en ocaso y el urbano emergente».

La resistencia ante el proceso reseñorializador «se hacía de manera pacífica
mediante la compra de derechos, pleitos, traslado a poblaciones o incumplimiento de las obligaciones». Sin embargo, a veces «la cólera se desbordaba y estallaba en revueltas e incluso en guerra civil, aunque nunca llegaba a revolución».

En este ámbito, fueron comunes «las tensiones entre las comunidades vasallas
con sus señores laicos y sobre todo eclesiásticos a causa del cobro de pechas y derechos duramente exigidos». Un ejemplo son las tiranteces entre los vecinos de Fitero y la iglesia abacial de Santa María, que derivaron en estallidos de ira popular en los años 1627 y 1675, cuando unas 300
personas asaltaron el monasterio en un incidente que se saldó con veinte penas de muerte, once de galeras y abundantes multas pecuniarias.

LUCHAS ANTIFISCALES

En el siglo XVII, la conflictividad «se adornaría fundamentalmente de un matiz antifiscal, aunque en algún caso, como el motín de la sal de 1634 en Bizkaia, adquirió un tono político». Este último conflicto en realidad se prolongó
durante tres años tras iniciarse en 1631. El detonante fue la implantación de un  impuesto que disparó el precio de ese alimento un 44% y la pretensión real de su estanco, en un claro contrafuero.

El uso de la sal para conservar el pescado y la carne hizo que la revuelta tuviera especial incidencia en el ámbito rural y marino, y explica que fuera secundado principalmente por campesinos, pescadores y marineros, a los que se sumaron comerciantes y clérigos, frente a los representantes de la corona, sobre todo el grupo de notables rurales del señorío.

La rebelión, que se cobró la vida del procurador de la audiencia del Corregidor,
Domingo de Castañeda, fue sofocada y los principales cabecillas fueron detenidos y ejecutados.

Otra revuelta muy recordada de esta centuria es la de Matalaz en Zuberoa, que estalló en 1661 «en defensa de las instituciones económicas y políticas tradicionales del país y en contra de las pretensiones de los notables, de ciertos derechos del clero y de la prepotencia económica de los protestantes y de la villa de Maule». Al frente se colocó Bernat de Goyenetche, cura de Mitthikile, apodado Matalaz, que llegaría a contar con el apoyo de 800
campesinos armados, aunque se han barajado cifras de varios miles. Ese ejército fue derrotado por una fuerza militar enviada por el Parlamento de Burdeos con el apoyo de los notables locales. Matalaz fue apresado y decapitado en Maule. Su cabeza fue colocada en la barbacana del castillo para escarmiento general, pero sus partidarios consiguieron hacerla desaparecer.

Esta no fue la única revuelta en Ipar Euskal Herria en esta época, ya que se sucedieron «las menores o de baja intensidad con singular protagonismo  femenino contra el impuesto de la sal, del tabaco y de otras gabelas», y que fueron tanto rurales como urbanas, con algunas alcanzando «la temperatura suficiente como para calificarlas de sediciones».

LAS MATXINADAS

En el siglo XVIII, los motines adquirieron «un neto sabor múltiple sociopolítico, con dos focos tensionales fundamentales». Uno de ellos era «la política reformista borbónica», basada en los principios de uniformización y  centralización reforzando el aparato estatal.

El segundo sería «las contradicciones internas de la propia sociedad vasca», ya que se exacerbaron «las desigualdades» en una población «profundamente jerarquizada y estratificada».

En este ambiente surgieron las matxinadas, término que procede de matxin, euskerización de Martín, santo patrón de los ferrones, y que se aplicaba, por extensión, a los campesinos que realizaban faenas relacionadas con las ferrerías.

Estévez explica que fueron «rebeliones populares coyunturales que mostraban la manifestación externa de los desajustes estructurales de la sociedad» y que tenían un «fuerte e intenso componente foral,  porque el Fuero era estimado por las clases populares como garantía de sus condiciones de existencia y subsistencia».

En esa centuria se registró la denominada “Década prodigiosa”, ya que entre
1717 y 1727 se sucedieron cuatro revueltas notables: el decreto del traslado de las aduanas (1717), la matxinada de 1718, la invasión francesa de Gipuzkoa de 1719 y el «capitulado» de 1727.

Sobre el conflicto de las aduanas, Estévez explica que el origen fue el traslado de las aduanas del interior a los puertos del mar, lo que entrañaba un incremento de los precios de artículos básicos de consumo en los territorios costeros, además de ser una «vulneración clara del ordenamiento
foral».

Los sucesos más sangrientos ocurrieron en Bilbo y se registraron varias muertes. La represión se saldó con 32 penas de muerte, además de penas de prisión, multas y confiscaciones de bienes, pero se logró la revocación del decreto de traslado de las aduanas.

En este periodo, también destaca la matxinada del libre comercio de granos,
que tuvo lugar en 1766 principalmente en Gipuzkoa. Su reivindicación prioritaria tenía que ver con el excesivo precio de esa materia y su liberalización. Sin embargo, en este caso se sumaban otras, como la
ampliación de autorización para el aprovechamiento de los comunales, la regulación de los diezmos y la participación popular en los órganos de gobierno.

ATRAPADOS POR TRES IMPERIALISMOS

Un cuarto periodo tiene que ver con el tránsito del Antiguo Régimen a una sociedad liberal-burguesa, que en suelo vasco tuvo «una dinámica propia» por la vigencia del régimen foral y su centralidad en la sociedad que, ante la política uniformizadora de los borbones, generó «un sentimiento colectivo de hipersensibilización foral». Fue una época en la que Euskal Herria, pero especialmente Gipuzkoa, fue «una víctima atrapada entre los intereses de tres imperialismos europeos: el triunfante británico, el emergente galo y el decadente hispano», resume el historiador.

Así se refiere a los efectos de la Revolución francesa, la guerra de la Convención (1793-1795) y la invasión napoleónica, que terminaría con Donostia arrasada en 1813. El segundo de esos conflictos se cebó en
las haciendas provinciales y municipales generando unos gastos extraordinarios que las instituciones afectadas sufragaron con unas ventas de comunales que perjudicaron especialmente a los campesinos. A nivel político, la guerra de la Convención supuso «la ruptura de la comunidad de vascos de uno y otro lado del Bidasoa y de la Montaña navarra».

En este último período destaca la Zamacolada, que se desarrolló entre 1804 y
1805, y en la que confluyeron dos reivindicaciones. Una era la de la burguesía comercial bilbaina, que rechazaba el proyecto de Simón Bernardo de Zamácola de construir el llamado Puerto de la Paz en la ría de Olabeaga. Y la segunda surgió en 1804 a raíz de un proyecto de servicio militar obligatorio.

Ambas reivindicaciones convergieron al tener como enemigo común a la nobleza rural, y aunque finalmente el proyecto del Puerto de la Paz «se desvaneció en los pliegues de la memoria» y fue anulado, se sucedieron los castigos económicos y penales, e incluso se crearon en Bizkaia dos instituciones de índole antiforal: la Comandancia General y la Alcaldía Mayor.

De esta manera se terminó llegando a las guerras carlistas, que ya quedan fuera del análisis de esta obra de Estévez que dibuja un mapa de la conflictividad vasca en la Edad Moderna.

EL TURISTA TEJERO Y EL EMBAJADOR ALEMÁN

Domingo 23 de noviembre de 2025

Aquel final  del  año 75  tuvo muchos ejes porque todo estaba sin hacer. Uno de ellos era tratar de iniciar una nueva vida democrática sin presos de la dictadura en la cárcel. Tras el entierro de Franco, el  gobierno de Arias Navarro quería por todos los medios mantener un franquismo sin Franco y parcheaba las situaciones. El 25 de noviembre de 1975, cinco días  después de fallecido el general en su cama rodeado de tubos y fotografiado por su yerno Martínez Bordiú, se decreta un indulto general.

Para el 2 de diciembre hay 3.537 reclusos en libertad. El detalle es que la inmensa mayoría eran presos comunes  y algunos presos políticos, entre ellos los encausados en el juicio 1001 y los tres del PNV, Joseba Goikoetxea, Carlos Zarraga y Antón Landa encarcelados en Carabanchel por propaganda ilegal. El indulto fue considerado un insulto y solo migajas. En las cárceles quedaban más de 500 presos políticos. Ante esa realidad y superando el hecho esgrimido de si eran presos con delitos de sangre o no, se comienza a hablar y a reivindicar.

En los meses de diciembre y enero se desarrolla la primera campaña por la Amnistía que se convierte en la gran bandera porque se consideraba que debía ser total. Parecía que la nueva situación  daba más juego para manifestaciones públicas y el 4 de enero, tras una encerrona en la catedral del Buen Pastor en San Sebastián, dos mil personas se manifiestan por las calles sin que interviniera  la policía. El día 13 son ya seis mil por las calles de Gasteiz y el 17, dos mil en Durango. Algo insólito hasta entonces porque no hay golpes, ni tiros, ni carreras. La espiral comienza a subir.

No es el caso describir lo que significó aquel inmenso movimiento que se constituyó en un clamor que tuvo uno de sus picos en la gigantesca manifestación  pro amnistía celebrada en Bilbao, con la participación de más de cien mil personas. Aquello fue abrumador, y una especie de prueba del algodón al régimen que se resumía en ”sin amnistía, no hay democracia”. Y la consigna en euskera, dos palabras muy claras, AMNISTIA DENONTZAT lo inundó todo. Todo eso se hizo. Y se hizo bien.

¿RECONCILIACIÓN?

Un 24 de junio, día de San Juan, se celebraba la onomástica del Rey. Estábamos en una multitudinaria recepción a la caza y captura de alguna croqueta, cuando se me acercó Antonio Carro, uno de los hombres de confianza de Carrero Blanco y ministro de la presidencia con Arias Navarro, quien  señalándome al rey con el índice me dijo para mi sorpresa: ”El culpable del 23 F, es ese. Se la pasaba diciendo perrerías contra Suárez a los militares que le visitaban y éstos quisieron aliviarle de un presidente del gobierno, centro de sus críticas”. Me quedé perplejo pues semejante afirmación de un hombre del régimen no era cualquier cosa.

Posteriormente me fui enterando de lo que hacía “el que nos trajo la democracia” y cuando se ha hecho público el libro “Reconciliación” y escuchar que a sus aventuras amorosas las llama simples “deslices” y que en el 23 F, hubo tres golpes en uno, y él no está en ninguno, he  pensado que este señor o nos toma por tontos o está preparando su funeral, tipo Isabel II o incluso una cierta reconciliación con Sofía de Grecia a la que ha maltratado de manera continua. Llegó a decirle: ”Sabes que no te quiero desde hace mucho. Vete con tu hermano a Londres. Conmigo no tienes nada que hacer”. Frente a los adjetivos cariñosos que ahora publica están las escenas de humillación y sometimiento del esposo que en el libro no se cuentan. Y es que Juan Carlos quiso divorciarse y casarse de nuevo. Su actitud fue cruel y hostil con su esposa Sofía podía ser catalogada como maltrato sicológico punible en la Ley de Violencia de Género que el mismo monarca firmó durante su mandato.

No hay más que ver el índice onomástico del libro donde el apellido Franco tiene cuatro veces más menciones que Suárez y, por ejemplo, no hay ni una sola  mención a ningún dirigente vasco, ninguna, con lo que se ve a las claras que la hija de Regis Debray, el amigo del Che Guevara, ha escrito un libro de encargo para seguir maquillando la realidad como cuando todos los gobiernos usaban el CIS para decirnos que la monarquía era la institución más respetada y querida. El Pacto de Silencio, funcionaba así.

Y en relación con lo que dice del 23F amparándose en que el general Armada,  preceptor, ha fallecido, la cosa chirría pues le llama nada menos que traidor. Ante semejante acusación harían bien los familiares de Armada en querellarse con este caballero que sigue creyendo que la reconciliación es reírle sus gracias  y resucitar el juancarlismo socialista.

EN ROMA

Decía  Javier Landaburu que el PNV era una gran familia, además de un gran partido político. Con ese criterio, senadores, asistentes y amigos viajamos el 8 de enero 2014 a Roma y, a título particular, estuvimos en la Audiencia General en el Vaticano, saludamos al Papa Francisco y le regalamos una argizaiola. Pero, además, nos pasó algo curioso.

En el vuelo a Roma viajaba el golpista Antonio Tejero con su esposa. Un jubilado aparentemente inofensivo de 83 años, hoy 93 y enfermo, que a pocos llamaba la atención. En el aeropuerto le recibió su hijo cura, un tipo grandote y, por lo que escribe en prensa, bastante carca. Ese día por la tarde estuvimos, como no podía ser menos, en la Fontana de Trevi y en el Panteón. Y allí estaba de nuevo Tejero, de turista. Al día siguiente por la tarde, fuimos a ver el Coliseo. Y allí estaba Tejero con su mujer Carmen y su hijo. Yo me aparté y mis compañeros furtivamente le sacaron fotos. La publicada es una de ellas. No es habitual estar en el Coliseo con un ex guardia civil golpista que con su tricornio, su mostacho, sus gritos y su pistola desenfundada obligó a los diputados a besar la alfombra del Congreso y dio aquel golpe de Estado de opereta.

En una de estas, Tejero pidió a uno de los nuestros que le sacara una foto, cosa que hizo; pero cuando oyó unas palabras en euskera cogió el portante y huyó de allí como si hubiera visto al diablo. Yo me quedé con las ganas de preguntarle lo que él demandó tras el golpe. «Algún día alguien tiene que explicarme que pasó aquella noche». Su jefe Juan Carlos lo sabe bien aunque ahora dice que hubo tres golpes en uno..

LA GUERRA CIVIL NO HA TERMINADO

En 1981, a pesar de la muerte de Franco, el ejército español era franquista. Lo describió bien Blas Piñar tras las pintadas de «Ejército al poder»: «El ejército español es un ejército político porque surgió de una contienda política y estamos en un estado de guerra civil universal. Queramos o no, la guerra no ha terminado». Y es que cuando murió Franco en 1975 todos los generales españoles eran bastante más jóvenes que él, habían comenzado la guerra como tenientes o cadetes y pasaron toda su vida comulgando con la ideología oficial, vinculados por la lealtad y domesticados por la dictadura. Fue muy gráfico lo que dijo el capitán general de Madrid, Quintana Lacacci, el 23 de febrero de 1981. «Soy un franquista que admiro la memoria del General Franco, he sido ocho años coronel de su regimiento. Llevo esta medalla militar que gané en Rusia e hice la Guerra Civil. Pero el caudillo me dio orden de obedecer a su sucesor y el rey me ordenó parar el golpe del 23-F y lo paré. Si me hubiera mandado asaltar las Cortes, las asalto». El golpe, pues, se produjo porque el ejército era franquista y por eso mismo fracasó, pues el franquismo era disciplinado y jerárquico. Y seguramente hubo dos golpes en uno. El chapucero de Tejero y el del antiguo preceptor del rey y jefe de su Casa Militar, Alfonso Armada, al que Suárez había obligado a dimitir cuando se enteró de que en las elecciones de junio de 1977 apoyó con papel de la Casa Real a la Alianza Popular de Manuel Fraga. Otro angelito.

EL EMBAJADOR ALEMÁN

¿Se sabrá algún día lo que pasó aquella tarde y noche? Posiblemente, pero muy poco a poco. En 2012, la revista Der Spiegel informó a su país de que el rey español habría mostrado comprensión hacia los artífices del golpe de Estado, cuando no simpatía. La revista difundió extractos del Despacho 524, recientemente desclasificado por el Ministerio alemán de Exteriores, donde aparecía el documento del embajador en Madrid Lothar Lahn al gobierno del Canciller Helmut Schmidt. Lahn fue embajador de 1977 a 1982 y mantuvo una conversación con Juan Carlos el 26 de marzo de 1981. En la misma, Juan Carlos le contó sus impresiones acerca del fallido golpe. El rey, según el informe, «no mostró ni desprecio ni indignación frente a los actores; es más, mostró comprensión, cuando no simpatía». Según ese mismo texto, el monarca le habría dicho al embajador que los «cabecillas solo pretendían lo que todos deseábamos: la reinstauración de la disciplina, el orden, la seguridad y la tranquilidad». Siempre según el embajador, Juan Carlos le habría manifestado que la responsabilidad última del golpe, no fue de sus cabecillas, sino del entonces presidente Adolfo Suárez, a quien reprochó despreciar a los militares. Por ello habría aconsejado influir en los tribunales para evitar un castigo severo a los artífices del 23-F. No me extraña, pues, que tras las sentencia, el mismo Suárez escribiera un durísimo y silenciado artículo titulado «Yo discrepo». Lo del embajador es realmente esclarecedor.

La mentirosa Casa Real, como siempre, sacó un comunicado ante estas verdades diciendo que el rey actuó en defensa de la democracia. Falso. Fue uno de los propiciadores del golpe, por su ligereza previa al mismo. Nada nuevo bajo el sol mientras el gobierno se resiste a aprobar una ley que permita investigar y trabajar con documentación catalogada de “Secretos Oficiales”. Hasta Trump ha tenido que agachar la cabeza con su amigo Epstein, pero aquí, todo esto sigue siendo tabú, mientras nos adormecen con libros mentirosos como el de la falsa Reconciliación.