Es del cementerio de Hernani. Escenario de fusilamientos y enterramientos en 1936 y 1937, entre ellos del sacerdote Joaquin Ariztimuño “Aitzol”, capturado, torturado, vejado y fusilado. Era un sacerdote, pero eso no fue óbice para que aquellos “cruzados” le mataran, como asesinaron a miles de personas inocentes. La foto me ha recordado una historia terrible y emocionante. Me la contó la hija del enterrador de Hernani yendo al funeral de Joseba Rezola en Donibane Lohitzun. Ella había oído contar a su aita decenas de historias espantosas de aquellos días pero hubo una que por su significado quería transmitírmela. Se trataba de un joven nacionalista, que apenas hablaba el castellano. Le obligaron a cavar su tumba y riéndose le pidieron les dijera su última voluntad. El chaval les pidió poder bailar el aurresku, aunque fuera tarareando la música. Lo hizo al borde del agujero. Me imagino la escena tan conmovedora, y tan bella como trágica. Tras esto lo mataron. Una historia impresionante. Lamento no tener más detalles. Me lo contó en diciembre de 1971.
Me encanta Laureano Márquez, un intelectual, escritor, cómico venezolano al que le duele Venezuela y escribe cosas tan sentidas como éstas: “El cambio de rumbo de la oposición venezolana, de toda ella, desde la que pedía una invasión inmediata de los marines norteamericanos hasta la más cercana al régimen, denominada por algunos «colaboracionista», marcará la orientación de la nación venezolana en los próximos años. No es este un comentario hecho con la intención de malponerlos ni acusarles de debilidad o docilidad frente al régimen totalitario. Por el contrario, hemos visto a lo largo de estos 21 años muestras de valentía, compromiso y lucha que harán historia. Vidas arrebatadas con indolencia, especialmente entre nuestra juventud. La oposición venezolana ha terminado tomando el derrotero que las circunstancias le permiten. «Nunca es dura la verdad, lo que no tiene es remedio». Entre proclamar una salida mágica y transitarla, como hemos visto, puede mediar un abismo. Si hubiese otro camino más expedito, ya lo habrían tomado, porque supone uno que a ningún opositor le resulta sencillo digerir la idea de la prolongación de esta tragedia, más allá incluso de la fecha en que habían profetizado su caducidad: el 2021. El régimen, pues, se ha anotado una victoria, se ufana de ella y humilla en su mejor estilo. Por otro lado, lo que acabamos de ver en Afganistán muestra que el mundo democrático no esta dispuesto a asumir los costos que implica llevar la democracia a aquellos países que no están preparados para ella. Las luchas de las naciones por su libertad será una lucha solitaria y lenta, sin mayor apoyo que la retórica hermosa de las proclamas desde los países de tradición democrática. Todas las dictaduras son atroces y las de izquierda lo son más, porque dan la impresión de venir –a diferencia de las otras– sin fecha de caducidad. A pesar de ello, también acaban y aunque uno no vaya a ver su final, debe seguir trabajando para alcanzarlo. El destino de la oposición en los años venideros será el de operar bajo las reglas y limitaciones que el régimen político establezca. En condiciones desventajosas, de abuso de poder, inequidad y falta de transparencia. Podría suceder, incluso, que haya algún éxito electoral y puede también que el régimen lo acepte y hasta que lo respete si le parece que su desempeño se realiza bajo ciertos parámetros que le resulten convenientes. La oposición trata de garantizar ahora solo su supervivencia en libertad (es decir, sin prisión) y, sin duda, de frenar lo más que le sea posible el proceso de destrucción del país. Será una lucha larga y difícil. Puede que a muchos les parezca poca cosa o una traición inaceptable, pero las torturas que puedan ahorrarse, las masacres que puedan evitarse, las vidas de presos políticos que puedan salvarse, la población que pueda vacunarse. Cualquier acción que salve vidas será un avance, un magnífico avance. «Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor». Quizá esta frase de William Faulkner es la que mejor define la actual situación de la oposición venezolana. Laureano Márquez P. es humorista y politólogo, egresado de la UCV.
Bret Stephens es un afamado columnista de opinión del New York Times, el periódico más influyente de los Estados Unidos. Ha escrito un duro y desengañado trabajo sobre un Biden que, le ha, nos ha, decepcionado, y se preocupa por el futuro. La diferencia de este tipo de intelectual con los republicanos de Trump es la capacidad autocrítica que tienen. Un trabajo así no sale de ninguna factoría del partido de Trump. Dice así: Este 11 de septiembre, un presidente disminuido presidirá una nación disminuida. Somos un país que no pudo evitar a un demagogo de la Casa Blanca; no pudo evitar que una turba insurreccional asaltara el Capitolio; no podía ganar (o al menos evitar perder) una guerra contra un enemigo moral y tecnológicamente retrógrado; no puede vencer una enfermedad para la que existen vacunas seguras y eficaces; y no puede confiar en el gobierno, los medios de comunicación, el establecimiento científico, la policía o cualquier otra institución destinada a operar por el bien común. Una civilización “nace estoica y muere epicúrea”, escribió el historiador Will Durant sobre los babilonios. Nuestra civilización nació optimista e iluminada, al menos para los estándares del día. Ahora se siente como si se estuviera convirtiendo en una senilidad paranoica. Se suponía que Joe Biden era el hombre del momento: una presencia calmante que irradia decencia, moderación y confianza. Como candidato, se vendió a sí mismo como presidente de transición, una figura paternal en el molde de George HW Bush que devolvería la dignidad y la prudencia a la Oficina Oval después de la mendacidad y el caos que vinieron antes. Es por eso que voté por él, al igual que muchos otros que alguna vez se pusieron rojos. En cambio, Biden se ha convertido en el emblema del momento: testarudo pero inestable, ambicioso pero inepto. Parece ser la última persona en Estados Unidos en darse cuenta de que, cualesquiera que sean los méritos teóricos de la decisión de retirar nuestras tropas restantes de Afganistán, las suposiciones militares y de inteligencia sobre las que se construyó eran profundamente defectuosas, la forma en que se ejecutó fue una humillación nacional y una traición moral, y el momento fue catastrófico. Nos encontramos conmemorando la primera gran victoria yihadista sobre Estados Unidos, en 2001, justo después de lograr la segunda gran victoria yihadista sobre Estados Unidos, en 2021. El memorial del 11 de septiembre en el World Trade Center: agua cayendo en cascada en un vacío y luego goteando, fuera de la vista, en otro, nunca se ha sentido más apropiado. Ahora Biden propone seguir esto con su proyecto de ley de reconciliación presupuestaria de $ 3.5 billones, que Jonathan Weisman de The Times describe como «la expansión más significativa de la red de seguridad de la nación desde la guerra contra la pobreza en la década de 1960». Cuando Lyndon Johnson lanzó su guerra contra la pobreza, su legislación asociada, desde cupones de alimentos hasta Medicare, fue aprobada con mayorías bipartidistas en un Congreso demócrata desigual. Biden tiene ambiciones similares sin los mismos medios políticos. Esto no va a salir bien. La semana pasada, Joe Manchin, demócrata de West Virginia, publicó un ensayo en The Wall Street Journal en el que dijo: «Yo, por mi parte, no apoyaré un proyecto de ley de $ 3.5 billones, o en ningún lugar cercano a ese nivel de gasto adicional, sin mayores claridad sobre por qué el Congreso elige ignorar los graves efectos que la inflación y la deuda tienen en los programas gubernamentales existentes”. ¿La Casa Blanca está prestando más atención al mensaje de Manchin que a los informes de inteligencia clasificados durante el verano que advierten sobre la perspectiva de una rápida victoria de los talibanes? Quizás Biden supone que la legislación, si se aprueba, resultará cada vez más popular con el tiempo, como Obamacare. Ese es el escenario optimista. Alternativamente, podría sufrir una calamidad legislativa como la reforma del sistema de salud de Hillary Clinton en 1994, que habría terminado con la presidencia de Bill Clinton salvo por su fuerte giro hacia el centro, incluido el fin del “bienestar tal como lo conocemos” dos años después. Incluso el precedente optimista fue seguido por una derrota demócrata en 2010, cuando el partido perdió 63 escaños en la Cámara. Si la historia se repite en las elecciones intermedias de 2022, dudo que incluso los ayudantes más cercanos de Joe Biden piensen que tiene la resistencia para luchar en su camino de regreso en 2024. ¿Ha demostrado Kamala Harris el talento político para recoger los pedazos? Quizás lo que salvará a los demócratas es que la debilidad de Biden tentará a Donald Trump a buscar (y casi con certeza ganar) la nominación republicana. Pero luego existe la posibilidad de que gane las elecciones. Hay un camino de regreso desde el borde de este acantilado. Comienza cuando Biden encuentra una manera de reconocer públicamente la gravedad de los errores de su administración. El aspecto más vergonzoso de la retirada de Afganistán fue la incompetencia del Departamento de Estado a la hora de expedir visas para miles de personas elegibles para venir a Estados Unidos. La rendición de cuentas podría comenzar con la renuncia de Antony Blinken. El presidente también podría aprovechar la «pausa estratégica» que ha propuesto Manchin y presionar a los demócratas de la Cámara de Representantes para que aprueben el proyecto de ley de infraestructura bipartidista de $ 1 billón sin retenerlo como rehén del proyecto de ley de reconciliación de $ 3,5 billones. La infraestructura es mucho más popular entre los votantes intermedios que la repetición de la Gran Sociedad que nunca se suponía que fuera parte de la marca Biden. Mi sensación es que Biden no hará ninguna de las dos cosas. Los últimos meses nos han dicho algo preocupante sobre este presidente: es orgulloso, inflexible y cree que es mucho más inteligente de lo que realmente es. Esas son malas noticias para la administración. Es una peor noticia para un país que necesita desesperadamente evitar otra presidencia fallida.
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