COMO la mayoría de ustedes perfectamente desconoce, la horología es la ciencia que estudia la medida del tiempo. No sabría decir si han sido horólogos o directamente los políticos dirigentes quienes la noche del sábado al domingo me devolvieron la hora sustraída el último fin de semana de marzo. Esta hora atrás otoñal más la hora adelante primaveral da como resultado cero anual; mucha molestia para tan exiguo resultado. Con un ligero acomodo madrugador porque amanecerá antes en nuestros relojes y un retiro vespertino más temprano, nos acoplaremos al nuevo horario sin problemas, pero también sin grandes beneficios. Porque si no cambiamos (y no lo hacemos) nuestros hábitos sociales, con estos cambios horarios difícilmente obtendremos beneficio, ni tan siquiera económico. Más bien nos generan una cierta lánguida tristeza melancólica depresiva al ver que el crespúsculo nos adormece antes y el alba nos pilla aún somnolientos. Esto ya lo han constatado tiempo ha tanto los horólogos como los gerentes de nuestros tiempos, decidiendo que los cambios, aparte de ser incordio en el horario rutinario, no dan resultado positivo, aunque no los hayan retirado aún porque no saben con cuál quedarse, el de invierno o el de verano: un dilema norte-sur y este-oeste con galimatías internacional incluido. Cuando decidan puede que se haya evaporado el agua de la clepsidra y desgastado la manecilla del reloj de tanta marcha adelante-atrás.
Mientras deciden en qué hora hemos de vivir, los relojes siguen marcando los segundos inexorablemente. A lo largo del año hemos metido con el calzador de la mejor buena voluntad días dedicados: del Planeta, de la Eficiencia Energética, del Agua, de la Madre Tierra, del Reciclaje, de Protección de la Naturaleza y el pasado sábado, el Día Internacional contra el Cambio Climático. Excepto algunos contumaces negacionistas, terraplanistas de la verdad o beneficiados directos de este negacionismo, la mayoría acepta que el cambio climático es real y la actividad humana su principal causante: combustibles fósiles, deforestación, plásticos, contaminación y acidificación de los océanos… nos están abocando a un incremento nunca visto de dióxido carbónico y óxidos de nitrógeno en la atmósfera, lo que se traduce en una reducción galopante del hielo polar, de los glaciares, del permafrost, y en un constante aumento del nivel de los océanos, con intensas alteraciones en nuestros ciclos climáticos, con consecuencias cada vez más catastróficas, también económicas y poblacionales. Sé que lo urgente hoy es el covid-19, pero en uno o dos años pasará como lo hizo la polio u otras enfermedades. El calentamiento global, no, porque no es una pandemia puntual, sino un órdago a nuestra propia existencia como especie.
Según la Organización Meteorológica Mundial, 2016, 2017 y 2015, han sido los años más calurosos desde 1880. Imparable calentamiento global. Dentro de cinco años, más del 60% de la población mundial vivirá en zonas donde la demanda de agua será mayor que la cantidad disponible o su uso será restringido por insalubre. Conocemos las acciones para frenar el calentamiento global: descarbonización, menos combustibles fósiles, reducir desperdicios, no contaminar el océano, menos plásticos, reforestar, organizar una economía verde y circular, gestionar mejor el agua, crear empleo sostenible e inclusivo, afrontar los riesgos climáticos bajo el paraguas de la cooperación internacional€ Pero conocer las causas y consecuencias no parece suficiente para actuar de maneras contundentes. Un dilema parecido al de elegir entre el horario verano-invierno con el reloj de la decisión política parado mientras el reloj horológico del calentamiento corre en nuestra contra sin detenerse ni un femtosegundo.
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