AUNQUE llorar libere endorfinas y nos relaje, en principio no nos gusta llorar, no solo porque se corra el rímel y nos deje la cara hecha un cromo, que maldita la gracia, sino porque manifestamos, aunque sea inconscientemente, impotencia, y por supuesto dejamos traslucir vulnerabilidad, inmensa vulnerabilidad.
Este fin de semana ha saltado a la fama mundial, corrosiva y pérfida fama claro, un “tipo duro” de virus informático malware, un ransomware WannaCryptOr, que es hoy mismo nuestro más calentito y mediático “quiero llorar” hasta que se pague el rescate de archivos por víabitcoins o se ataje con un buen contrataque la invasión vírico-digital. Hoy lunes, con la reincorporación al trabajo, se esperan más lágrimas.
El camino desde luego no pasa por la prohibición digital, porque su deslocalización impide el control de gobierno o entidad alguna, sino en prevenir siguiendo las sensatas recomendaciones que los expertos nos proponen para hacer frente a esta invasión de virus informáticos. Consejos juiciosos y poco costosos: apagar el equipo tras terminar el trabajo, actualizar el sistema, utilizar contraseñas seguras y actualizarlas periódicamente, no abrir correos adjuntos de desconocidos… nada, nada difícil incluso para una neófita digital; ni caro ni agotador comparado con las dificultades, sangría económica y pérdida de tiempo que supone reparar una infección. Pero al parecer preferimos (incluidas grandes empresas) llorar lamentando el daño más que prevenir.
Escucho al sr. Trump airear las posibilidades “empresariales, productivas y extractivas” ―petróleo, gas, metales valiosos, pesca…―, que ofrece el Ártico aún casi virgen, y recuerdo el anuncio de una agencia norteamericana de viajes que leí hace unos meses ofertando cruceros por el polo norte ¡para el verano del año 2025! en la seguridad de que pronto el Ártico será navegable los meses de julio y agosto. Quiero llorar, porque a los líos de fronteras y enfrentamientos geopolíticos se sumarán los climáticos, ambientales, especies en peligro o directamente en extinción, pueblos desubicados de su entorno… Lloro porque sabiendo cómo se puede prevenir, no se haga.
Hace unos años Europa lloró ante la invasión de gripe A. No fue a mayores, pero generó pánico-alarma frente a la cual se dispararon soluciones (vacunas, antisépticos, aumento de urgencias….) que nos costaron un riñón y parte del otro, para después regalar, malvender o directamente tirar las vacunas sobrantes (90%) que no hacían tanta falta, porque el simple lavarse las manos con jabón evitaba el 95% de las transmisiones infecciosas. Pero en las granjas del sudeste asiático las condiciones laborales e higiénico-sanitarias continúan tan deplorables como antes, por lo se incuban nuevos brotes parecidos o peores. Pero elegimos llorar a los muertos que prevenir en los vivos.
Tal vez preferimos llorar a prevenir porque las endorfinas engañan a ese cerebro que nos habla de quiebra de confianza en los gobiernos, en los dirigentes y en la seguridad que dicen garantizar sin tener poder para hacerlo. Lo dicho, si la realidad no cambia llore y engañe a su cerebro.