Pan o Sintrom

No siento el menor respeto hacia el Tribunal Constitucional español. Y no es porque sea un rebelde, un iconoclasta o un antisistema del carajo de la vela. Al contrario, tan moderado y posibilista me he vuelto —otro día les cuento el proceso—, que aceptaría de regular grado un sanedrín de eruditas y eruditos del Derecho que, obrando en su mejor fe, dirimiesen qué está dentro y qué está fuera de la Constitución de 1978. Sí, hasta esa ventaja concedería, que se usara como manual de instrucciones un texto que estoy muy lejos de compartir. A partir de ahí, como en el viejo Un, dos, tres de la tele, si coche, coche y si vaca, vaca. Pero ni a esas condiciones tan favorables se avienen. Como no se fían de su propia legalidad, son los primeros que se ciscan en ella a base de retortijones, omisiones y entantoencuantos que se sacan de la sobaquera.

Las dos últimas disposiciones —o deposiciones— que nos atañen son un diáfano ejemplo de este desparpajudo modo de ser juez y parte. El bloqueo preventivo de la paga de navidad de los empleados públicos vascos es una arbitrariedad de aquí a Lima. Tiene tufo, además de a servicio al señorito, a ganas de malmeter y jorobar la marrana. Es más grave aun, porque afecta a más personas y de un modo más dañino, la imposición del (pesimamente llamado) copago farmacéutico por sus santas narices a una comunidad autónoma que decidió —un gran acierto del Gobierno López, las cosas como son— evitar esa injusticia a sus ciudadanos.

Para más inri y recochineo, el auto que obligará a miles de pensionistas a elegir entre pan o Sintrom se tira el pegote de que no entra al fondo del conflicto de competencias. Es decir, que como primera providencia, ordenan sangrar al personal. Ya encontrarán más tarde, vaya que sí, los argumentos para vestir el muñeco y que sobre el papel timbrado luzca como un San Luis jurídico. Allá se vayan sus ilustres excelencias a esparragar.

Los hechos son el camino

Nueve meses, once países y un sinnúmero de vicisitudes después, Guillermo Nagore levanta sonriente los brazos junto a la Puerta de los Leones de la ciudad antigua de Jerusalén. Los sentimientos se empeñan en la paradoja. Todos esos millones de pasos bajo la lluvia o el sol abrasador han sido, además de otras muchísimas cosas, un gigantesco acto de generosidad. Sin embargo, al contemplar desde casa y en pijama la imagen, el autor de estas líneas se ve invadido por un pensamiento egoísta: a ese que se ha pateado 6.086 kilómetros para que no nos olvidemos de los que se olvidan lo conozco yo. Y conozco también a muchos que lo conocen, que lo han acompañado en cuerpo, en alma, o de las dos formas durante este periplo que ha certificado literalmente que el movimiento se demuestra andando.

Ese ha sido, justamente, uno de los aprendizajes que le debemos a Guillermo. Allá donde casi todos nos conformamos con la queja liofilizada a través de Twitter, una columna o un cómodo micrófono, él se ha calzado las botas y ha tirado millas. Nos ha ilustrado sobre lo que va de predicar a dar trigo, de conformarse con lo que hay a no resignarse, de decir que todo está fatal a tratar de que deje de estarlo. ¿Una gota en el océano? Probablemente, pero seguirá siendo infinitamente más de lo que la mayoría, incluyendo a los que manejan los presupuestos y los recursos, hace frente a ese asesino silencioso y despiadado llamado Alzheimer y a todas las demás dolencias de su misma calaña traicionera.

No, el viaje no se puede terminar con esa foto junto a las piedras milenarias de la ciudad del eterno conflicto ni se puede quedar en las más que merecidas felicitaciones por haberlo emprendido y completado. La meta estará siempre un poquito —bastante, en realidad— más allá de las palabras bienintencionadas. La memoria es el camino, pero serán los hechos y solamente los hechos los que empiecen a cambiar algo.

La paz según Benedicto

Mi viejo profesor de latín, hombre de rancias y estrafalarias convicciones, solía decirnos: “Si quieren evitar la guerra, no coman chicle”. De acuerdo con su peculiar teoría, los fabricantes de la goma masticable eran el sostén de la industria armamentística estadounidense. Así que cada vez que nos metíamos una pieza en la boca, además de ganarnos una caries a plazo fijo y convertir, según él, el aula en un tugurio de billares, estábamos financiando las incontables aventuras bélicas de Ronald Reagan, que era el sheriff del orbe en aquellos días. Como gachupinada y salida de pata de banco, parecía insuperable.

Solo lo parecía. Treinta años después, Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, ha relegado aquella majadería al segundo puesto de mi ranking personal de memeces escuchadas sobre el porqué de la manía de los humanos de matarse los unos a los otros. Acaba de proclamar el Papa de Roma y antiguo camisa parda que entre las grandes amenazas para la paz mundial destacan el aborto, la eutanasia y el matrimonio entre personas del mismo sexo. ¿Una frase sacada de contexto? ¿Una interesada y malintencionada interpretación de unas palabras que pretendían expresar otra cosa? Ojalá, pero ni siquiera sus portavoces y exégetas habituales se han tomado la molestia de terciar con el socorrido repertorio de matices, glosas e incisos. El mensaje es tal cual lo recogen los titulares, muchos de ellos, con indisimulado alborozo y apuntando a dar.

Como poco, es curioso que la Iglesia católica oficial se queje de ser retratada con trazo grueso y a mala leche, cuando su más alto representante, que es un tipo de muchas lecturas y escrituras, suelta bocachancladas de tal calibre. Hasta donde uno sabe de etimología, la palabra pontífice, con la que se designa al que se sienta donde lo hizo San Pedro, viene a significar “constructor de puentes”. Cualquiera diría que a Benedicto XVI se le da mejor volarlos.

Acordemos, pues

Cada dos frases, la palabra acuerdo. En euskera, en castellano. Como oferta, como petición. Adjetivado, apostillado, enfatizado. Con soda, con agua, con hielo. Acuerdo, acuerdo y más acuerdo en las bocas del candidato que ya es lehendakari, de la candidata que dijo presentarse para no serlo y de todos y cada uno de los que subieron a la tribuna de oradores, incluyendo al que aprovechó el envite para darse un homenaje que no correspondía. Sería una entretenedera curiosa hacerse con el acta y ponerse a contar las veces en que fue pronunciado el término totémico: una, dos, quince, sesenta, ciento diez, doscientas cuarenta tres. Probablemente bastantes más, infinitamente más, desde luego, de las que el dicho va a convertirse en hecho en toda la legislatura.

¿Acaso nos estaban engañando? No exactamente. Cumplían el rito, el trámite, la coreografía. Si se hace en los plenos ordinarios, con más motivo en los revestidos de cierta solemnidad como el de investidura, donde hay el triple de cámaras y micrófonos. Ahí toca, sí o sí, hacer discursos de amplio espectro, que no disgusten demasiado a la parroquia ajena y que a la vez gusten a la propia, que es la que ha puesto los votos que dan derecho a asiento y séquito. Basta saber leer entre líneas para hacer la traducción pertinente. Cada vez que se saca a paseo el diálogo, el consenso o cualquier otro sinónimo, en realidad se está diciendo que verdes las han segado, que nadie da nada a cambio de nada o que a ver si os habéis creído que nacimos ayer y nos chupamos el dedo.

Tal vez hubo un tiempo en que fue de otro modo —lo dudo—, pero aquí y ahora acuerdo quiere decir que tú vienes y yo no me muevo. En el mejor de los casos, que por cada centímetro que me hagas desplazarme me concedas un capricho que yo elija del muestrario. Sin poner mala cara, que si no, se dobla el precio.

Y ya van dos columnas que me comeré si ocurriera de otro modo.

La última

Despedida por todo lo bajo. Del no pasarán al acatamos, faltaría más, usted perdone, en qué estaríamos pensando. La montaña que pare el ratón, el viaje y las alforjas, Cagancho en Almagro, el pan hecho con unas hostias. Y por supuesto, ni barcos ni honra, como pudieron constatar en rigurosa primicia los 2.500 empleados públicos a los que les ingresaron la indebidamente llamada paga extra por la mañana y se la retiraron por la tarde, en cuanto el Tribunal Constitucional mandó parar. No hacía ni treinta horas que el lehendakari en los restos, digo en funciones, había advertido que ardería Troya antes de que los currelas de la administración autonómica se vieran compuestos y sin lo que les reconoce el convenio.

Iban a ser los únicos de su género que cobrasen en tiempo y forma, pero de pronto son los que se tienen que dar con un canto en los dientes si el nuevo gobierno vasco pone el turbo y ordena el anticipo de la de julio de 2013 al 3 de enero. Efectivamente, idéntico truco del almendruco que han hecho casi todos los demás entes, solo que con menos bombo y fanfarria. No es, ni de lejos, la solución ideal, pero es la que más se aproxima al pájaro en mano y la que, si de verdad hay voluntad, da margen para ver el modo de arreglarlo mejor.

Habrá quien sostenga que a estas alturas qué más da, que hoy mismo le dan la makila a otro y empieza un partido diferente o que, siguiendo la máxima recién aventada por Rodríguez Zapatero, lo hecho, hecho está. Ocurre que ahí nos las suelen dar todas. Abonados al tanta paz lleves como descanso dejas, resultamos un flete para quienes no tienen el mínimo reparo moral en liarla parda porque les sale gratis. No nos damos cuenta (o no queremos hacerlo) de que esa indolencia es cómplice. Esta ha sido la última de López, simplemente porque no hay tiempo material para que sea la penúltima. Y ha sido demasiado gruesa para anotarla a beneficio de inventario.

El factor humano

Tendemos a pensar, bien es cierto que porque nos dan motivos para ello, que los políticos ya salieron políticos del vientre de sus madres. Como solo los conocemos en esa faceta —y a muchos, desde tiempo inmemorial—, se diría que forman parte de una especie diferente a la del resto de los mortales, con sus propias leyes, determinismos genéticos, y pautas de comportamiento. Y no es así, sino exactamente al contrario. Para lo bueno, lo malo y lo regular, son humanos. Bajo la cubierta de Armani o Elena Benarroch hay seres de carne y hueso con las mismas o parecidas pulsiones, virtudes y miserias que acarreamos los demás. Es ahí donde tenemos que acudir para entender (o tratar de entender) sus tantas veces peculiares conductas.

La actualidad nos regala un ejemplar perfecto para el profundizar en esta teoría. Sea lo que sea lo que ha acabado con una carrera tan prometedora como la de Santiago Cervera, la razón última, o quizá la primera, está en el factor humano. Quedaría por establecer, lógicamente, la naturaleza de ese factor. Los que se pasan la presunción de inocencia por el forro de sus conveniencias y juzgan y condenan en el mismo viaje dan por hecho que al expresidente del PP navarro le perdió la codicia, que es cien por ciento humana. No es una hipótesis inverosímil del todo, habida cuenta de los abundantes precedentes, pero a mi, supongo que por el conocimiento previo que tengo del personaje, me cuesta creerla.

Como, al fin y al cabo, esto va de especulaciones, aventuro la mía. A falta de más datos, creo que Cervera ha sido víctima de un cierto narcisismo bañado en quintales de ingenuidad. Se creyó el prota de una de esas series negras de las que tanto hablaba en Twitter y se pilló los dedos en la famosa rendija de la muralla. Con gorro de lana y bufanda de doble vuelta, para más recochineo y automortificación. No hay nada más humano que ir a por lana y salir trasquilado.

Derechos demediados

Es difícil escoger entre el abundante y variado surtido de “días de” el que provoca más grima, más impotencia o más ganas de pedir asilo en Saturno. Todos —si no es así, que me apunte alguien las excepciones— están tallados a base de hipocresía, cinismo y tres o cuatro gotas de magníficas intenciones a modo de excipiente y cebo. Queda uno fatal si no se suma con el lazo o la pegatina correspondiente a la noble causa del enunciado. ¿Quién no está contra el racismo, contra la violencia de género, contra el hambre, contra la pobreza, contra…? Y yendo al más reciente, que es el que los compila a todos y por eso mismo, el que pongo a la cabeza de la lista de efemérides estomagantes. ¿quién no está a favor de los Derechos Humanos, con D y H mayúsculas?

Como hemos visto en las últimas horas, nadie. Asesinos probados, instigadores o cómplices de grandes, medianos y pequeños crímenes nos han discurseado sobre la materia sin que se asomara el rubor a sus rostros de mármol. A ninguno se le ha visto ni oído decir nada de las conculcaciones. vulneraciones o pisoteos que han llevado o llevan su firma. Naturalmente, siempre son los otros —ya sean concretos o difusos— los verdugos.

Conclusión: esta es una de tantas conmemoraciones hemipléjicas, lo que es tanto como decir absolutamente inútiles. Mientras sigamos demediando los derechos humanos y clasificándolos por conveniencia o por proximidad de las víctimas, no solo no estaremos poniendo coto a las injusticias, sino que las estaremos haciendo más profundas y duraderas. El compromiso debe ser completo y sin lugar a matices ni a descartes interesados. Allá donde se encuentre una persona que haya padecido la arbitrariedad, debe estar nuestra denuncia y nuestra repulsa. Y si, por acción, omisión o las carambolas de la vida, hemos tenido algo que ver con esa circunstancia, no debe faltar el reconocimiento ni la petición de perdón. Es lo mínimo.