El chollo de Valderas

Aireó una de las terminales requetediestras de más rancio abolengo que Diego Valderas, vicepresidente de la Junta de Andalucía y líder de Izquierda Unida en la Bética y la Penibética, aprovechó el desahucio de un vecino para comprar a precio de ganga un piso al que le tenía echado el ojo. ¿Infundio para malmeter o pillada con el carrito del helado? Ambas posibilidades resultan altamente verosímiles y cuentan con precedentes a punta de pala. La burda patraña con intención de destruir y la doble moral mantienen una peculiar relación simbiótica que provoca que cuando se nos presentan como opciones contrapuestas, renunciemos a buscar la verdad y elijamos en función de las afinidades ideológicas.

Este mismo caso es de libro en ese sentido. Los de babor tienen clarísimo que se trata de una trola a mala leche, mientras que los de estribor están convencidos de que lo publicado va a misa. Ni unos ni otros están dispuestos a contemplar una alternativa distinta. Peor que eso: si se probara documentalmente que están en un error, no se bajarían del burro, y menos, públicamente. Una vez escogida cabalgadura, no hay marcha atrás. La cacharrería justificatoria está para eso y, como bien sabemos por aquí arriba, se puede llevar a extremos delirantes.

Confieso que en este asunto de Valderas y el supuesto chollo a costa de un tipo al que echaron de su casa, al primer bote me situé en la presunción de culpabilidad. No porque dé crédito al ABC, sino por lo que tardaba el desmentido y por cómo se vestían de lagarterana o desaparecían del mapa ilustres conmilitones del protagonista del titular incómodo. Lo curioso es que ahora que he reculado hasta la duda prudente, casi me da igual si el dirigente andaluz de IU actuó como un buitre. Me parece más relevante —y triste— haber comprobado que una buena parte de los que dan lecciones de ética al contado son capaces de pasar por alto un comportamiento así.

Ni el momento ni el lugar

Es tan fácil —o debería serlo— como imaginarse la situación inversa. A unos minutos del txupinazo, baja del cielo una gigantesca bandera rojigualda que obliga, por primera vez en la historia, a retrasar el inicio de la fiesta. ¿Qué nos habría parecido? ¿Qué habríamos dicho? Lo más amable, que no era el momento ni el lugar. Pero claro, no es lo mismo, ¿verdad? Nunca es lo mismo. La razón siempre nos acompaña, la nuestra es la causa buena y la de los demás, una porquería o, en los términos al uso, una fascistada.

Precisamente porque me asquea que me impongan unos colores que no siento como propios, jamás se me ocurriría pasar los míos por el morro de quienes, con todo derecho, tampoco se sienten representados por ellos. Sé en qué me convierte lo que acabo de escribir a ojos de los que expiden los certificados de vasquidad fetén. No me cuesta adelantar mentalmente muchos de los comentarios que seguirán a estas líneas en las ediciones digitales donde se publican. Abandono incluso la esperanza de encontrarme con un insulto o una invectiva que se salgan del repertorio oficial.

Pues asumiré ser un mal vasco, un traidor o lo que toque si por tal se entiende a quien, por incómodo que le resulte, se lo piensa dos veces antes de circular por el carril obligatorio, sea cual sea. Ya he anotado alguna vez que el primer derecho a decidir que reclamo es el individual. Solo autodeterminándonos como personas tendrá sentido que lo hagamos como pueblo. Y que conste que por grandilocuentes que suenen las dos frases anteriores, no son más que humildes opinones. Quizá equivocadas, eso tampoco tengo empacho en admitirlo. Me ha ocurrido en muchas ocasiones creer estar seguro de algo que luego se ha probado exactamente al revés de como lo veía.

Siguiendo ese principio del error probable, les cuento aquí y ahora que aunque la que se desplegó ayer en Iruña es mi bandera, entiendo que no fue ni el momento ni el lugar.

Egipto para dummies

Este es el minuto en el que sigo sin saber quiénes son los buenos y quiénes son los malos en Egipto. Y no será porque no lo he preguntado o porque no he leído sesudos editoriales y profundísimas columnas de opinión. La mayoría de esas piezas son una especie de slalom gigante argumentativo. Generalmente, parten de la idea carrilera de lo poco presentables que son los golpes de estado, antes de empezar un curioso zig-zag en el que párrafo a párrafo se va dejando caer que en ocasiones no hay más remedio que dejar que vengan los militares a poner orden. Ha sido enormemente divertido encontrar versiones muy similares, quizá con algún matiz en la intensidad de la justificación del cuartelazo, en medios de aceras ideológicas opuestas. Pero todavía me ha causado más regocijo asistir a los malabares de los que cuando volvió a llenarse la plaza Tahir, desempolvaron la lírica de las primaveras árabes y ahora se barruntan que toda esa gente pudo salir a la calle a pedir que un tirano armado derrocara al mal gobernante que ganó unas elecciones. Qué incómodo, por cierto, encajar en esa mística revolucionaria las decenas de violaciones que se han registrado literalmente en medio de las protestas. Qué despreciable, aunque de eso también sabemos bastante en la parte alta del mapa, anotarlas como daño colateral menor y envolverlas en la coartada sociocultural de rigor.

Perdida casi totalmente la esperanza de hacerme una mínima composición de lugar de lo que pasa y por qué pasa, continuaré complaciéndome en la lectura de material como el que les acabo de describir. Siempre se aprende algo surfeando entre los renglones torcidos. Aquí o allá se cazan cuatro datos históricos o de contexto con los que lucirse en una ocasión propicia. Con todo, la gran lección es descubrir o constatar lo cuesta arriba que se hace reconocer que hay asuntos de los que no se domina ni una millonésima parte de las claves.

El país de la bronca

Reconozcámoslo: nos va la gresca de brocha gorda y neurona estrecha. Cada vez que se nos presenta una cuestión propicia para el debate de fondo, tardamos décima y tres cuartos en convertirla, según nos vaya dando el aire, en reyerta tabernaria, pelea de patio de colegio o enganchada de plató de Telecinco. Los posibles argumentos razonados se rinden y dejan el campo libre a las gachupinadas arrojadizas, la demagogia de saldo y, por descontado, el insulto mondo y lirondo con amenaza adosada: rojo, facha, hijoputa, pues tú más, ¿a que te meto?, ¿a que te meto yo a ti? Huelga decir que siempre ha empezado el otro.

No hay asunto, por serio y delicado que sea, que se libre de esta o similar coreografía. La normalización, el modelo de país, la arquitectura institucional, las políticas sociales o la fiscalidad son carne inagotable para la trifulca banderiza empecinada. Y de ahí para abajo, todo lo demás. La de mendrugadas que se han dicho y se siguen diciendo, sin ir más lejos, a favor y en contra del ‘Puerta a puerta’. O las que ya hemos empezado a escuchar y leer sobre los peajes, la enésima pendencia que nos hemos echado al coleto porque por lo visto no teníamos suficientes excusas para desgraciarnos mutuamente las espinillas. Cualquiera diría que la paradójica cohesión social de las vascas y los vascos se asienta sobre infinitas fracturas. La división como seña de identidad, qué caramelo para la antropología moderna.

Pero claro, eso se diría con cinismo y la bandera blanca en alto, que es como la llevamos los que no tenemos vocación de tirios ni de troyanos y que, por eso mismo, resultamos sospechosos de simpatizar con estos y con aquellos al mismo tiempo. Si nos dejamos de resabios, esta querencia por apretar filas para cargar contra las de enfrente con consignas prefabricadas no habla demasiado bien de nosotros. Revela, como poco, que cada vez estamos menos dispuestos a pensar por libre.

Peajes

Cobrar o no cobrar por el uso de las carreteras, he ahí el dilema. La cuestión es que hay muy buenos argumentos… tanto a favor como en contra. De hecho, hemos visto cómo desde las mismas siglas se han enarbolado unos u otros según se haya sido gobierno u oposición. Más aun, ha habido variaciones en función de si se era gobierno reciente y animoso o gobierno ya con unas cuantas duchas frías de realidad en el currículum. Supongo que sería mucho pedir que estos cruces de acera fueran acompañados de una cierta humildad y del reconocimiento público de que cuando se defendía lo anterior se estaba en un error. Salomónico que es uno, me refiero a los que antes decían que el asfalto era de todos y ahora andan poniéndole precio, y también a los que en su día estudiaron en qué tramos cabía aplicar el diezmo y de un tiempo a esta parte se quejan del afán recaudatorio y blablablá.

Por lo que toca a la ciudadanía, y en especial a la motorizada, me temo que no nos queda más remedio que ir haciéndonos a la idea de lo que nos depara el futuro: acabaremos pagando. Y no solo en las vías que se nombran estos días en los periódicos. Muy pronto, no habrá camino de cabras por el que se pueda transitar sin aflojar el bolsillo cada pocos kilómetros. Si viajan algo, y no necesariamente lejos de nuestro terruño, habrán comprobado que eso ya es así en muchos lugares. Simplemente, crucen la muga hacia arriba para hacer unas compras en un brocante o ir a la playa, y verán cuántas veces tienen que detenerse a encestar calderilla —esa es otra, hay que llevarla encima— en los embudos de los pintorescos fielatos.

Lo que ya no sé decirles es si estamos ante un avance de la civilización o ante un retroceso a la Edad Media, época fecunda en peajes y pontazgos. El principio en que asienta el cobro tiene su lógica: quien más usa es quien más paga. ¿Serviría también para la sanidad o la educación? Qué pregunta más incómoda.

¿Y recetar menos?

La primera en la frente. Por culpa de un flemón del tamaño de los caramelos de La Pilarica, me ha tocado estrenar el copago, o sea, el repago. Tampoco les voy a llorar por los 10 o 15 céntimos más que he tenido que soltar por la caja de antibióticos que han de devolver su forma habitual a mi de por sí irregular careto. Afortunadamente, aún me llega para eso. Me enterneció más ver en la cola de la farmacia a un abuelete echar mano de un ajado monedero con forma de D —qué recuerdos; mi paga infantil salía de uno igual— para extraer delicadamente el euro y pico que le correspondía. “Siempre nos ordeñan a los mismos”, dijo con más resignación que cabreo al depositar el dinero sobre el mostrador. En la larga fila, compuesta mayoritariamente por personas con mucha vida a cuestas, arreciaron comentarios similares.

A mi espalda, una señora apoyada en un bastón se preguntaba si tendría que elegir entre comer o curarse. Pronto le replicó otra: “¿Curarse? ¿Usted cree que todas estas medicinas que nos dan sirven para curarnos? Será para que nos muramos un poco más tarde, si hay suerte. Yo empecé tomando tres pastillas y ahora estoy con siete, además de unos sobres que saben fatal, un spray y un parche de los demonios”. Como era previsible, la hilera se convirtió en un concurso donde puntuaban el número de achaques y de boticas ingeridas per cápita junto a su posología detallada. Como documentos probatorios, gruesos fajos de recetas rojas que esperaban ser canjeadas —ahora previo pago parcial— por los remedios que, según la idea más generalizada entre sus consumidores, muestran una efectividad bastante dudosa.

Salí de la farmacia preguntándome si antes de lanzarse a morder el bolsillo más débil, las doctas autoridades sanitarias no se habrían planteado hasta qué punto es necesario convertir a los mayores —y a los que vamos camino de serlo— en laboratorios químicos humanos. ¿Y si se recetara menos?