¡Corre, Patxi, corre!

Pongámonos en el 20 de noviembre a las ocho y un minuto de la tarde. Todo lo que le quedará al PSOE entonces será una prórroga sin penaltis en Andalucía, un incómodo taburete desde el que sacar brillo a los zapatos de Barcina en Navarra y, como pieza más enjundiosa, quince meses de forfait condicional en Ajuria Enea. Si sigue pagando religiosamente las mensualidades a su prestamista (cruel paradoja, el mismo que ha desalojado a su partido de todos los palacetes de la piel de toro), Patxi López será el último resto del naufragio socialista.

Cualquier otro con menos obstinada querencia por las moquetas y las mesas de caoba se detendría diez minutos a reflexionar y al undécimo se rendiría a la atronadora evidencia: aquí y ahora ya no pinta nada. Podría marcharse con la dignidad que no tuvo al llegar (“Jamás gobernaré con el PP”, ¿recuerdan?) y dejar que unas urnas por fin sin trucar decidieran a quién le toca llevar la makila. Si vamos a ser generosos en cuestiones muy delicadas, no es descabellado pensar que pudiéramos serlo también con sus qués y con sus cómos. Andando el tiempo, quizá se le concedería, si no la Cruz del Árbol de Gernika, un pin del Puente Colgante. Pero él, que quemó sus naves junto a su palabra a cambio de un puñado de oropeles y una esquinita en una página de la Historia, ni contempla esa posibilidad.

Arropado por sus palmeros pretorianos, se soldará al cargo que le dieron las matemáticas trampeadas y emprenderá —es decir, continuará— su frenética y desesperada huida hacia adelante sin mirar, como hasta ahora, por dónde ni a quién pisa. Allá penas con el erial que vaya dejando a su paso. Quienes vengan detrás, que arreen. Y ya podemos echarle un galgo. O dos. O cien. El de Coscojales no interrumpirá su sprint destructor hasta que dentro de ¡un año y tres meses! se encuentre, al final de la escapada, con la pared. Pero para entonces, que le quiten lo bailado.

¡Deprisa, deprisa!

Este proceso de nuestras entretelas tiene ritmos caprichosos. Lo mismo se pega una temporada de desesperante calma chicha que, como está ocurriendo estos días, arrea un demarraje que nos deja la cintura hecha un ocho. Vaya jornadas llevamos encadenadas. Recapitulemos: adhesión de los presos de ETA al Acuerdo de Gernika, comisión de verificación del alto el fuego funcionando ya a pleno pulmón y a cara descubierta, órdago a pequeña de Patxi López, harakiri de Ekin a lo Torcuato Fernández Miranda, y, como rúbrica, comunicado de baja intensidad de la banda mostrando su disposición a ser monitorizada.

Normal, que al búnker que lleva decenios viviendo —cada vez, con menos rubor— a la sombra de la serpiente le entren sudores fríos y, oliendo cercana la temida casilla de llegada, clame que todo esto no es más que una estrategia electoralista de un Gobierno que se queda sin telediarios. ¿Lo es? Hombre, ninguno hemos nacido ayer. En la noria política, casualidades, las justas. Es obvio que hay una relación causa-efecto (o viceversa) entre estas prisas de penúltima hora y la proximidad del 20-N.

Lo único que se me ocurre lamentar al respecto es que las elecciones no hayan sido antes. Ese cuidado que nos habríamos quitado. Bendito electoralismo el que tiene como resultado desatascar cañerías por las que ya no esperábamos ver correr el agua. Cuánto mejor eso que andar timando al personal con los tocomochos habituales de creación de empleo o impuestos a no sé qué ricos que seguirán sin pagar.

Otra cosa es que este sprint final desesperado vaya a tener la deseada recompensa de una parte de los que ahora corren como alma que lleva el diablo en búsqueda del tiempo perdido en indecisiones. La Historia es tan cabrita, que a nadie deberá extrañar que los libros de dentro de unos años cuenten que ETA se acabó un martes por la tarde al auspicio de una mayoría absolutísima del Partido Popular.

Causas y azares

El 13 de mayo de 2001, que es anteayer o el pleistoceno según se mire, la coalición PNV-EA ganó unas elecciones que se habían puesto en chino y dejó a los amantes del Kursaal con la nevera llena de champán. Imposible olvidar el rostro de funeral de Isabel San Sebastián, a la que la malvada María Antonia Iglesias se dio el gustazo de martirizar un poco más. “Oye, con unos arreglitos, igual me valía a mi ese vestido de lentejuelas que ya no te vas a poner esta noche”, le soltó a la rubia oxigenada desde cuarenta o cincuenta centímetros más abajo. A estas alturas, nadie duda que ese triunfo contra pronóstico se debió, en buena medida, al efecto boomerang de las bofetadas atizadas por los rivales. No hay mejor argamasa para los cuerpos electorales que la brea ardiendo lanzada desde la trinchera enemiga.

Para no meternos en honduras interpretatorias sobre cuánto tuvieron que ver las mentiras de Aznar y Acebes en la victoria del PSOE tres días después de los atentados de Madrid, saltamos esa convocatoria y nos situamos en la siguiente, en las generales del 9 de marzo de 2008. Nueve de cada diez encuestas vaticinaban el fin de Zapatero, pero el que tuvo que salir traspuesto al balcón a reconocer que había palmado fue Rajoy. La clave aritmética estuvo en Catalunya, Andalucía y la CAV, donde los socialistas cosecharon unos números históricos. El último día de la campaña, ETA había asesinado vilmente al exconcejal del PSE Isaías Carrasco.

Obviamente, ni Ibarretxe en 2001 pidió por favor que le hostiasen a discreción, ni muchísimo menos, el PSOE hizo una rogativa en 2008 para que mataran a uno de los suyos. Simplemente ocurrió así y el resultado fue el que fue. Punto. Del mismo modo, sólo a un malnacido se le ocurre pensar que la Izquierda Abertzale pega saltos de alegría calculando los votos que le dará la condena a Otegi y Díez. Simplemente ha ocurrido así y el resultado será el que será.

Suspense recuperado

Habrá que felicitar al equipo de guionistas. En las buenas teleseries, el capítulo final de cada temporada debe cerrar algunas de las tramas que han entretenido a la audiencia en las semanas previas y, en el mismo viaje, abrir las que se desarrollarán en la próxima remesa de episodios. El anuncio del adelanto electoral en el último día hábil del mes de julio, cuando parecía que el culebrón había entrado en un bucle duermeovejas, ha sido un acierto argumental para resucitar un cierto suspense. Convocarlas para el 20-N, que no es una fecha cualquiera, sólo puede calificarse como golpe de genialidad. Casi compensa el truñazo que nos han estado sirviendo hasta ahora.

Los espectadores, sobre todo los que por oficio, por inclinación, o por una mezcla de lo uno y lo otro, estamos muy enganchados al serial, hemos recuperado el interés y tratamos de hacernos una idea de por dónde avanzarán los hilos. Salvando las distancias, viene a ser como cuando George Clooney se fue de Urgencias o cuando murió Chanquete en Verano azul. Zapatero, que era el protagonista principal, pasa a tercer plano y el peso de la acción recae en Rajoy y Pérez Rubalcaba. Ambos eran mucho más que secundarios en la anterior etapa, pero en esta son directamente los encargados de que el share no decaiga… por lo menos, hasta el momento de contar las papeletas.

Aunque haya sido accidental, la elección de ambos personajes ha sido otro hallazgo afortunado porque hace que el desenlace previsible -victoria del PP por goleada- se tiña, siquiera levemente, de incertidumbre. Con el Rasputín de Solares como ariete, ya no se descarta una derrota medianamente honrosa del PSOE. Incluso hay quien recuerda la remontada épica del 93, cuando el ya desahuciado Felipe hizo esperar otros cuatro años más a Aznar.

Hay que estar, por tanto, atentos a la pantalla. Por aquí arriba nos jugamos también muchas cosas en los próximos cuatro meses.